La catástrofe más grande que le puede suceder a cualquier país es la guerra. La guerra acaba consumiendo todas las energías de todos los que intervienen en ella. Degrada a los hombres, envilece las instituciones, destroza los recursos. Los efectos de la guerra no son comparables, no son justificables, con los fines pretendidos. A menudo estos fines son fútiles, inconcretos, injustos y de poca altura. ¿Se justifican unas consecuencias tan graves frente a unos logros tan pequeños? Se excitan los conflictos cuando los políticos, o los que juegan a serlo, no tienen razones, ni recursos, ni ideas. Cuando fracasan, cuando no hay más argumentos que ofrecer, cuando ven que el poder se les va de las manos o no lo pueden conseguir lealmente. Entonces se activan las pasiones dormidas, los conflictos latentes, las antiguas afrentas. El discurso se vuelve simple, radical, primitivo y violento. Y las masas poco a poco se hacen permeables al bombardeo de consignas, la introducción de simplezas, la ceguera mental. Encuentran líderes dispuestos a dirigirlas, que son los que las han degradado. Terminan embrutecidas.
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