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Asesinato en el laboratorio de idiomas

Alm@ Pérez
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Untitled

George llegó veinte minutos tarde. Vino a la mesa y me quiso dar un morreo que desvié hacia el vaso de cerveza. Le hizo gracia el gesto y soltó una carcajada. Me tomó del brazo y nos dirigimos a la puerta clandestina.

—¡Ella no! —determinó la coreana, quien controlaba el acceso al recinto. Definitivamente yo no le gustaba.

—Ella entra porque me sale da los huevos —creo que dijo el salvaje de George, lanzando una especie de amortiguado berrido empapado de alcohol en el rostro de la mujer. Imperturbable, la coreana se compuso su descolocado mechón de pelo, se hizo a un lado y, lanzándome una mirada despreciativa, nos dejó pasar.

Tras la puerta empezaba lo que parecía un strip-tease. Una mujer joven apareció en la oscuridad del escenario matizada por un débil rayo de luz. Vestía pedazos de cuero negro enlazados con cintas y hebillas que pretendían dar agresividad a su cuerpo diminuto, casi púber. Iba avanzando en su baile con movimientos levemente obscenos y ondulaciones que interrumpían el haz luminoso. Desde el sitio donde me encontraba apenas podía ver sus ojos, apreciar su rostro del que resaltaban unos labios sobrecargados de rojo carmín. Desató uno de los lazos dejando al desnudo uno de sus blancos, impecables brazos. Repitió la cadencia con el otro brazo y con las piernas. El público empezó a emocionarse y a soltar berridos como los del propio George, o quizás era el berrido de George repetido en los ecos de espejo de la oscuridad.

Cuando empezó a acariciar sus pequeños senos, la mano fina de la musa alcanzó el vértice del lazo del corpiño. Se detuvo en cada cadencia del desenlace, del desnudo paulatino. Cuando parecía finalizar con su torso, sus manos permanecieron sobre el resto de material a que se había reducido el corpiño de cuero, ocultándose así los senos. Mientras tanto, los labios se humedecían con una lengua-molusco flexible y perfectamente cómplice.

De espaldas a la oscuridad del público, se deshace del corpiño sosteniéndolo con la mano derecha, extendida, como sus piernas abiertas y tensas. Rotación de culo en abierta circunferencia que sostiene en la posición hacia un público entre hechizado y animalizado con el espectáculo decididamente seductor. Fascinada a mi vez, procuro concentrarme en poder verle la cara a la chica.

Cuando parecía que iba a concluir el strip-tease, sale al escenario una segunda figura indefinible, inclasificable. La muchacha sigue de espaldas al público en su posición axial. El otro personaje se le acerca y empieza a acariciarla, primero con la mano, visiblemente, operando como la imaginación del excitado público. De inmediato se coloca detrás de la muchacha y empieza a recorrerla con la lengua empezando por la nuca, después de separar el negro y lacio cabello, y siguiendo por la espalda hasta el culo y hasta el sexo todavía amordazado de cuero negro y brillante. Se detiene, en cuclillas, con la lengua en el sexo de ella, la cual parece gozarla con sus rítmicos movimientos que acompaña con pequeños gemidos de placer.

¡El no va más! Los americanos se suben por las paredes de sus mentes sobrecalentadas y mi George que me toca el culo sin reserva alguna.

La figura lamedora exhibe también un cabello largo y lacio, pero es alta, mucho más alta que la muchacha. Finalmente, la persona alta, de forma suave, delicadamente, quita la última prenda al cuerpo púber mediante el mismo registro de desenlace. Desprendida de ella, la muchacha exhibe su culito blanco y se deja hacer por la persona que, poniéndola de perfil para mayor efecto, la empieza insospechadamente a sodomizar con perfecta armonía de la música, la misma música que sirvió de preámbulo a la escena sexual, hipnótica. Mantienen ambos el ritmo que progresivamente se intensifica, se intensifica, hasta el supuesto clímax maravillosamente unánime que coincide, cómo no, con el crescendo de la música.

Aparentemente exhaustos los dos, la muchacha proyecta su rostro hacia el público y reconozco en su cara los ojos abultados de la estudiante graduada. La música y las luces se apagan desapareciendo los objetos como en el espectáculo irreal de un sueño.

Perpleja por la evidencia, me deshago del mastodonte y me dirijo a lo que creo camerinos. En la puerta de uno de ellos me enfrento otra vez con la coreana, personaje ubicuo al parecer, que avanza contra mí en actitud amenazante. «Largo o te rajo», me dijo mientras manipulaba el resorte de una navaja que se me antojó enorme. Decido esfumarme con el deje de reconocimiento en la boca. No sólo la estudiante strip-teaser sino la presencia de la otra entidad en el escenario me resulta familiar. Sin embargo, me quedo al acecho en el pliegue de una esquina próxima, y espero. La coreana enrolla un canuto y empieza a aspirar el humo con deleite. Le envidio el gesto. Al poco rato se vuelve hacia la puerta para abrirla y en el movimiento de la misma reconozco dentro del cuarto la triste escena de la estudiante strip-teaser pinchándose heroína, aparentemente feliz y aliviada, desesperadamente aliviada, en un gesto inefable que se intuye bajo el pesado maquillaje.

Veo una señal roja de EXIT y escapo a la noche de un campus de madrugada que auguraba el fin de semana de paroxismo. Sexo y alcohol falsamente contenidos, éxtasis de cerveza y música rap en cadencias que inevitablemente asocié a aquella otra barra del bar Miroir. Los grupos de muchachos y muchachas se sucedían por las calles, deteniéndose en pórticos de columnas dóricas en los que musculosos cofrades invitaban a la juerga. En silencio, las patrullas azules de los polis del campus vigilan.

Asciendo por el camino de ladrillos rojos que lleva a mi apartamento, procurando con la soledad y la extrañeza en que me colocaban aquellas multitudes felices, ordenar quizás mis ideas. Junto al portal de mi apartamento, un bulto gris me pide una moneda. Rebusco en los bolsillos y le extiendo el suelto. Me da su bendición.

En la sala de estar, el parpadeo de la máquina otra vez. Presiono el botón del contestador que me remite una voz gutural, amenazante, que me invita a a una cita la noche siguiente. Que vaya sola. Me acuesto con la escena de Li pinchándose y su angustiosa dependencia. Todo empezaba a encajar de algún modo, pero no sabía muy bien de qué manera. ¿Y esa voz en el contestador?

Por la mañana intenté localizar a Li pero me resultó imposible. Llamé a Miguel. Quedamos en encontrarnos de inmediato en su dormitorio. Hacía un día resplandeciente y el campus, con muy poco estudiantes por las calles, recuperaba un cierto sabor local. Las familias iban y venían con sus helados y carritos de bebés, mientras los niños corrían felices por el césped. Apenas quedaban ecos de la noche en los pulcros rincones de las calles. Las fraternidades, bestias en reposo, mantenían un inquietante silencio.

El edificio de dormitorios en que se alojaba Miguel consistía en un complejo triangular al que se accedía por una estrecha entrada con barra giratoria. Tuve que identificarme con el carnet de visitante que para el efecto me habían proporcionado y, después de una llamada del vigilante de turno, se presentó saltimbanqui Miguel. Cruzamos una explanada verde donde un consumado optimista jugaba al frisbee con su perro. Las cabriolas felices del animal parecían la única nota dinámica en aquel plácido recinto que se empeñaba en no despertar. Ya en el cuarto de Miguel, le comento a medias la película de la noche anterior y, sin hacer comentarios directos, el chico pareció desentenderse de todo el asunto. Conocía la dependencia de Li a la heroína pero decía ignorar cualquier otra vinculación ilegal. Era evidente que Miguel adoraba a su novia. Empezó a hablarme del interés que Martínez había mostrado por su novia, alardeando en sus comentarios de un desprecio y sorna que apenas lograban encubrir sus celos. Me dijo también que el profesor Martínez había escrito un poema a la chica que tenía por su cuarto. El muy gilipollas.

—¿Por qué tienes tú ese poema?

Pareció contrariado.

—Bueno, se lo pillé a Li. A ella le da igual. Total, pasaba de los requiebros del viejo, pero lo respetaba mucho. Voy a ver si encuentro el poemita —y desapareció en la habitación colindante, presunta oficina del muchacho.

Mientras esperaba a Miguel, recreé mis ojos en el desconcierto de libros, ropa sucia, carpetas, apuntes y objetos desperdigados por su cuarto. Había también un maletín con frascos de maquillaje y carmín, que atribuí a Chan Li, y también una heterogénea colección de cintas de vídeo que incluía Terminator, Star Trek, La muerte de Mikel y Laberinto de pasiones. En casi todas las fotografías que colgaban por las paredes aparecía la sonrisa de la muchacha: Chan Li en una sentada reivindicativa contra el aumento de impuestos de la Universidad; Chan Li en el equipo femenino de béisbol; Chan Li con Martínez y el propio Miguel en la playa; Chan Li con Miguel en una impresión digital, bastante mala, con fondo de sentada multitudinaria y pancartas en chino. Me intrigó la copia digital. La imagen de Miguel no encajaba demasiado. Bajo el marco de la foto, forzándola apenas, pude ver en el extremo inferior derecho una fecha: 04 JUN 89. Desvío la mirada hacia la Chan Li del béisbol cuando oigo la voz del chico a mis espaldas.

—A que es preciosa —enfatizó Miguel regresando de la habitación—. Aunque no lo parezca, Chan Li es muy fuerte, ella solía ser bate del equipo de la Universidad y era imbatible. Bate imbatible, ¿gracioso, no?

Miguel parecía feliz con su juego de palabras y entre carcajadas un poco fuera de tono me comunicó con forzada indiferencia que no podía encontrar el poema. «Lo tendrá Chan Li», concluyó.

—¿Desde cuándo conoces a Chan Li?

—Pues desde el curso 89-90. Apenas sabía inglés cuando vino pero yo le ayudé con todo. Es muy inteligente. Se maneja muy bien. Nos vamos a casar muy pronto, por lo de la tarjeta verde y todo eso. Y nos vamos a ir de esta mierda de sitio.

—Yo pensaba que te gustaba estar aquí. Llevas muchos años, ¿no?

—Bueno..., sí, unos cuantos. Pero ahora no quiero quedarme más —creo que empezó a ponerse un poquito nervioso. Decidí insistir en el tema.

—¿Y qué va a pasar si Chan Li consigue un trabajo lejos de aquí? Tengo entendido que todavía tú andas muy mal con la tesis...

Era evidente que el comentario no le gustó.

—Oye, eso a ti no te importa —se irritó de pronto y se me puso casi violento—. Además, me tienes harto con tus preguntas.

—Bueno, bueno, tranquilo que ya me voy —adopté una actitud conciliadora. Por el momento no me interesaba revelarle la verdadera razón de mi visita al Midwest College—. Mera curiosidad —concluí—. Si ves a Chan Li, dile que me gustaría hablar con ella.

Miguel no dijo nada.

Me prometí regresar en mejor oportunidad y despidiéndome deprisa me dirigí a la oficina de asuntos internacionales que imaginaba cerrada durante el fin de semana. Así que llamé al responsable y mientras el tal Smith se desplazaba de su casa al campus, aproveché para almorzarme tremendo bocata de embutido con todo tipo de añadidos y salsas. El exceso fue debido al malentendido o, mejor dicho, desencuentro entre la dependienta del local y mi limitado inglés. Casi siempre procuro simplificar, digo a todo yes y que pase lo que pase. Pero esta vez la pasada había sido descomunal: mayonesa, ketchup, mostaza, cebolla, pepinillos en vinagre, pimiento morrón, tomate, lechuga y una sustancia roja que no supe identificar. Todo eso además del embutido, claro. Procurando espantar el fantasma plausible de la indigestión, me comí todo el bocata y llegué ahíta a la puerta de la oficina casi al mismo tiempo que el alto y refinado Mr. Smith. El contraste entre ambos resultaba extremo y aquello me hizo sentir un tanto insegura. El pepinillo se me empezaba a repetir. Procuré componerme como pude.

—Encantada.

—Encantado. Por favor, pase... Tome asiento —me ofreció con fría ceremonia—. Me han dicho que le facilite la información que desee. Usted me dirá en qué puedo servirla.

—Quisiera acceder al fichero de Chan Li.

Puso gesto de sorpresa.

—Creía que estaba investigando el lamentable... «suceso» de Martínez. No sé qué puede tener que ver eso con Li.

—Veo que tiene un trato muy familiar con ella.

—Conocemos bien a nuestros estudiantes extranjeros. Chan Li es, por otra parte, un caso especial —me concedió y de inmediato pareció arrepentirse. Esperó mi reacción.

—¿Y eso?

—La información es siempre confidencial.

Era evidente que a pesar de su afirmación primera, Mr. Smith se resistía a cooperar.

—Le recuerdo que estoy investigando un caso de homicidio y si no colabora me veré obligada a informar de ello —la parquedad y reticencia de mi interlocutor empezaba a fastidiarme.

Algo incomodado, el hombre se levantó de su silla y se dirigió hacia el enorme archivador de metal que estaba a mi espalda. Pretendiendo empolvar mi nariz, detalle inverosímil para el que me conozca pero pertinente al caso, miré reflejada en el espejo de la polvera la esbelta figura del señor bucenado entre papeles. Pareció localizar una carpeta amarilla de la cual sustrajo unos cuantos folios. Cerró ruidosamente el archivador y guardé a mi vez el espejito. Por encima de mi hombro, Mr. Smith empezó a distribuir los papeles frente a mí a medida que enumeraba. Del oscuro traje emanaba un residuo de aroma que inevitablemente asocié a esos perfumes de moda que usan los adolescentes.

—Aquí está la solicitud de beca para estudiar español. La aceptación de entrada al país. Fotocopias de sus documentos. Todo en orden.

—Tengo entendido que los estudiantes que vienen de países como China precisan de algún tipo de autorización o contrato por parte del gobierno... Yo no veo ningún formulario por aquí.

— ... Es evidente que si tenemos todos los datos de inmigración en orden, también lo estarían en su momento los papeles a los que se refiere... Por lo demás, no tiene mayor relevancia el asunto —el señor Smith seguía condescendiente y evasivo.

—Veo que Chan Li está también tramitando la tarjeta verde. ¿Cómo es posible? Una estudiante extranjera sin trabajo no tiene opción alguna al permiso de residencia en este país.

—Le dije que Chan Li es un caso especial...

—Sí, lo recuerdo muy bien, pero no me dijo el motivo.

Mr. Smith meditó unos segundos y empezó a articular sus frases con una calculada parsimonia.

—Chan Li es una disidente política, y la Universidad se ha comprometido a ayudarla, pero de forma confidencial. Usted ya me entiende.

—Pues no, la verdad es que no entiendo. Podría ser más explícito.

—Me va a tener que disculpar pero no puedo revelarle esa información... —se irguió de pronto, puso en orden los papeles en la carpeta amarilla y los restituyó al archivador que cerró con llave—. Y ahora, si me lo permite, debo regresar a casa de inmediato. Mi familia me está esperando para cenar.

—No faltaba más.

Convencida de que poco más podía sonsacar al señor reticente, decidí levantarme deprisa de mi silla y adelantarme para abrir la puerta. Mientras cedía ceremoniosa el paso a Mr. Smith, giré discreta el resorte de seguridad de la puerta para dejarla abierta. Había decidido regresar aquella misma noche a la oficina para indagar por mi cuenta en el fichero Chan Li. Mr. Smith pareció contrariado con mi iniciativa de cederle el paso, pero se dejo hacer. Me divirtió su gesto. Nos despedimos a la entrada del edificio con un saludo neutro.

Empieza a anochecer. De camino al apartamento me da la impresión de que alguien me sigue. Cuando encuentro la oportunidad propicia me giro y nada, no puedo ver a nadie. Quizás mi imaginación. En los límites del campus, desprotegidos de gente y patrullas, siento a mi espalda el sonido próximo de unos pasos. Calculo sus cadencias y compruebo que coinciden con las mías. Definitivamente me siguen. Pero detrás de mí no parece haber nadie. Sin poder evitarlo me pongo un poco nerviosa. No pierdo de vista la señal azul del teléfono de alarma, quizás el último de la zona que la Universidad instala en los alrededores del campus para protección de sus retoños. Los pasos repican implacables en la calle desierta y yo cada vez camino más deprisa. Llego a la altura del teléfono pero decido no detenerme. Unos metros más y en casa. Vamos, Alma, sólo unos metros más. Me siento palpitar con fuerza ante la sensación de peligro. Me apresuro. Un vecino está a punto de entrar en mi portal. «¡Espere!», grito y le alcanzo a la carrera, visiblemente aliviada. Antes de entrar, el bulto de siempre me pide monedas. En la oscuridad, una figura borrosa se desvanece.

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Copyright ©Alm@ Pérez, 1997
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Fecha de publicaciónSeptiembre 1997
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