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Ficción incluida en Nocturnos, primera antología de la mejor narrativa publicada en Badosa.com.

El plano de Nueva York

Juan Carlos Cizaña
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaAllen Street, a la altura del número 12, Nueva York
Lower N.Y. from Coenties Slip  (LOC)
I’ve got a case full of belongings which I drag along with me everywhere. Oh, if only I could get rid of it!
Kaiser, Fennimores Lied

Tenía frente a mí el plano de Manhattan que tú me regalaste. Me entretenía recorriendo las bien trazadas líneas amarillas que representan las calles de la ciudad, tratando de seguir el rastro imaginario de tus pasos, intentando, sin conseguirlo, desentrañar la trama imposible que tu perfume había ido tejiendo por las esquinas de la Gran Manzana... Tan pronto creía adivinarlo prendido a la ajada tapicería de un taxi que hacía su rutinario recorrido por la zona más oscura del Bronx, tan pronto lo encontraba entre la confluencia de la calle Essex con Houston, donde hay un precioso escaparate de la firma Rolex, con decenas de lujosísimos relojes que sólo a base de titánicos esfuerzos consiguen marchar en sincronía.

Y allí estabas, imaginaba, mirando distraídamente los relojes cuando caíste en la cuenta de la hora. Dios mío, pensaste, pero si ya son las dos.

Yo nada sé, pero puedo imaginarte vagando desde primera hora de la mañana sin rumbo fijo por las calles frías de Manhattan, incapaz de esperar en casa de tu amiga a que llegase el momento en que deberías salir de casa, buscar un taxi y llegar al restaurante donde estaba previsto que se desarrollara la cita que habías concertado para almorzar.

Antes de las nueve pasaste frente al Guggenheim, puedo imaginar. Pensaste si entrar o no. Sabías que allí estaba expuesto lo mejor de Schielle. No sé si lo conoces, pero si no fuese así deberías saber que pronto se convertirá en tu pintor favorito. Pensaste si entrar o no, pero finalmente decidiste que sería mejor dar un tranquilo paseo por Central Park. Con sumo acierto razonaste que la viveza y espontaneidad de los espectáculos al aire libre le sentarían a tu ánimo, sumamente excitado desde que habías concertado esa cita para almorzar, bastante mejor que la mortecina luz de las enormes salas donde se exhibía lo más exquisito del expresionismo alemán.

Entre escupidores de fuego, cuartetos de cuerda multiétnicos y parejas de locas enamoradas dejaste que el tiempo que te separaba de las dos de la tarde se deslizara blandamente, como la trucha de las manos de un niño, y se escurriera y se perdiese por los desagües de la melancolía.

A las doce y cinco pensaste que te sentaría bien un viático caliente (no hay que olvidar que estamos en pleno invierno, por eso el parque no está todo lo animado que cabría esperar). Buscaste uno de esos puestos ambulantes que se ven en las series de policías de Nueva York. Pediste un café y encendiste un cigarro. El hombre que comía palomitas de maíz al otro lado de la barra no había dejado de observarte desde que llegaste, y a pesar de que le dabas la espalda sentías su mirada recorriéndote de arriba abajo, como si fuera la mano pulposa y tibia de la lluvia cayendo innecesariamente sobre la superficie del océano.

Pagaste y con paso decidido buscaste una salida de ese microcosmos verde y helado. En la calle 72 oías tus pasos como si tuvieran eco. No entendías dónde se había metido todo el mundo de repente. Era la hora del almuerzo y los comercios tenían echada la cancela. Tenías un presentimiento que hacía latir tu corazón aceleradamente. (Si aplico el oído a la blanda cartulina del plano todavía puedo escuchar el eco de esos latidos atrapados entre los uniformes bloques de oficinas de la zona.) Sólo tenías que volver la vista atrás para desechar los temores o confirmar la sospecha. Yo no lo vi, pero puedo imaginar lo que sentiste cuando al volver el rostro descubriste al tipo siguiéndote a una distancia de unos diez metros.

Echaste a correr como una loca calle abajo. Cuando viste aparecer el taxi te lanzaste sobre el asfalto, y no te importó que a consecuencia del brusco frenazo el taxista pretendiera cobrarse la posible rotura de las pastillas doblándote el precio de la carrera.

Sólo entonces, desde la seguridad del automóvil en marcha te fijaste en la enorme maleta roja que arrastraba el tipo aquel, que se había quedado gritando palabras incomprensibles mientras señalaba la maleta... Esa maleta, pensabas, ¿de qué me suena a mí esa maleta?

Otra víctima de sus encantos, pienso, mientras me enciendo un cigarrillo con desgana. Y con parecida parsimonia me levanto de la silla con la intención de prepararme un whisky. En el plato está sonando Machito con su orquesta. El sonido no es bueno, porque la grabación es del 51, en el Birdland Club de N.Y.

Sobre la mesa el plano espera. La perfecta geometría de las líneas y rectángulos, que representaban calles y manzanas respectivamente, parecían querer atraparme, reclamando toda mi atención, y me obligaban a concentrar la vista en un punto imaginario de la Quinta Avenida, donde tu taxi en mitad de un infernal atasco se afana por llevarte a tu destino. Pero otra vez levanto la vista del plano, porque en este preciso momento la trompeta de Sweet Edison que abre la Afrocuban Jazz Suite, ataca y culebrea entre las congas y el cadencioso contrabajo. Y cuando la orquesta cambia de repente a ritmo de mambo, Charlie Parker sabe que es su oportunidad para lucirse esa noche, tan jodida porque no ha podido pillar ni un gramo de mierda y el whisky no le calma el dolor con que los hierros oxidados del tiempo y la memoria trepanan su estómago.

El humo del cigarrillo, casi extinguido, se mete en mis ojos y me devuelve de nuevo a la realidad (?), entonces caigo en la cuenta de que el taxi debe de haberte dejado ya en el lugar de la cita. Cojo la lupa y busco Allen Street, a la altura del número 12.

En el restaurante apenas hay gente, una pareja discute acaloradamente en una mesa del fondo, el camarero está de espaldas y no te ha visto llegar. La cita era a las dos, para almorzar. Faltan veinte minutos. Decides hacer tiempo paseando por las calles del barrio. Sabes que entre estas cuatro manzanas, en el East Side, se cuecen algunas de las tendencias artísticas más vanguardistas de nuestro tiempo. Aquí tienen sus atelieres pintores de los que todos hablarán dentro de cinco o diez años; aquí ensayan los grupos que sonarán muy pronto en todas las emisoras del mundo.

Lo único que puedes escuchar es un ruido sordo muy parecido al silencio. Un viento helado sopla desde el cercano río. Qué extraño todo, te dices, qué extraño. Intentas recordar cuándo y cómo saliste esta mañana de casa de tu amiga, el absurdo itinerario que han seguido tus pasos, el hombre de la maleta, la carrera y el miedo que has sentido, la cita para almorzar con alguien que no conoces, o que simplemente no recuerdas. Tan irreal todo... como en los sueños. Te estás haciendo todas estas preguntas frente a un lujosísimo escaparate de la casa Rolex, entre las calles Essex y Houston cuando de repente reparas en la hora. ¡Dios mío, pero si ya son las dos!, piensas, y echas a correr. El restaurante no está lejos.

El disco de Machito ha llegado a su fin y mi vaso está vacío. Cambio el disco (John Coltrane, My favorite things), abro el mueble bar y descubro horrorizado que la botella de W. agoniza. Me pongo los zapatos y con desgana infinita salgo a la calle. Es domingo, y las tiendas están cerradas. Camino, de manera casi mecánica, como un zombi, calle arriba. Cuando caigo en la cuenta de que llevo más de diez minutos andando sin encontrar un bar ya es demasiado tarde. Hostia puta, me digo, ¿será posible?, ¡me he perdido en mi propio barrio!

Pero no es cierto que éste sea mi barrio. Los edificios son inmensos y las calles demasiado anchas. No sé dónde estoy, para decirlo de una vez. Intento retroceder sobre mis pasos, encontrar el portal de mi casa. Imposible. No hay coches. Ningún alma. Un frío horrible sopla desde no sé qué región del infierno. Hay un silencio de película.

De repente encuentro abierto un establecimiento, un restaurante, parece, o una casa de comidas. Agotado, me siento en una mesa y espero a que llegue el camarero, que sirve vino a una pareja, en la mesa del fondo. Un individuo con un traje negro mira su reloj sentado en un taburete, en la barra. Parece esperar a alguien. Son las dos y cinco. A sus pies descansa una enorme maleta roja, puedo imaginar... Entonces apareces.

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Copyright ©Juan Carlos Cizaña, 1996
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Fecha de publicaciónJulio 1997
Colección RSSFabulaciones
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N.Y. Library 5 ave.
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