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La bohemia

Patricia Suárez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaTorre Eiffel, París

Aurora dijo, siempre decía que iba a estar por un rato, pero se instalaba, venía para quedarse. El hombre piensa: «No, no», y tiembla un poco antes de abrir la puerta. Las bisagras chillan y el picaporte, con su mansedumbre de óxido, se resiste. Le dice, antes siquiera de saludarla, le escupe: «Ah, justo iba a salir.» Pero ella, el peñón, sonriendo en el umbral de la puerta adelanta un pie y contesta: «Paso un segundito.» Entonces, ella, Aurora, pasa.

Las suelas de los zapatos de ella crujen, lastimadas, en los escalones. En el descanso él la mira, suspira, sigue con su paso, para que no lo penetre, o lo ansíe, el hilo de un pensamiento. Ella sube. Cuando camina, cuando anda por la casa, ella se mueve apretándose contra las paredes, agachándose en los umbrales de las puertas, igual que una giganta. Como si la casa fuera suya. Apenas si lleva un bolsito que nunca abre. Debe de ser lo único que lleva. Lo trata con cuidado. Jamás, por ejemplo, lo lanza a la parte menos cauta de un sofá. Contiene, podría contener libros o poemas que ella escribe, pero también podría ser que guardara una Molotov, para volar el mundo, el sitio donde ella está: el perchero con el anorak y el sobretodo de él, un sobretodo barato, del color de las cucarachas, que le da esa apariencia de pervertido, de exhibicionista. Volar, para siempre, entre otras cosas, lo que pertenecía al pasado, la sustancia desmadejada del recuerdo, y la sensación, por ejemplo, de no haber sido, ni remotamente, una geisha, o una palabra precisa, decantada, sin eco posible, de haber sido única, solamente, un instrumento de viento. O como lo decía mejor un verso que a veces ella leía cuando viajaba en subte. Pasaba, por los viajes intestinales dentro de la ciudad, leyendo un librito de poemas. Cuando lo cerraba, para consolarse del vértigo y la materia, o de la repulsa y el tremor de la tierra ocupada, largamente ocupada por vagones, le daba palmaditas al lomo del libro. Leía líneas como «En extrañas cosas moro» y le daba palmaditas.

Los subterráneos le criaban esa hambre de loba. Por eso, al bajar, en el primer bar, pedía algo para comer, pedía té, torta de nuez, cualquier alimento frito espolvoreado con azúcar, aquello que pudiera serenar las quebraduras de su ánimo. Iluminada por el Espíritu Santo, tal vez, volcaba a cada rato, más azúcar en el té, revolviendo el polvo y el humo del té, y otra vez azúcar, para acrecentar la virilidad de su espíritu. Las frituras que mordía crujían como insectos, y mientras los caparazones, las alas, las antenas imaginarias se deslizaban por la muelas, atentas a la destrucción, ella meditaba. Su cuerpo enorme había sido el culpable, estaba convencida. Su cuerpo enorme y su hambre de lobo. ¿Qué hombre se hubiera atrevido a mantenerla? Y, sin embargo, lo intentó, en un tiempo pasado, que recordaba como un mal, un dolor constante en un cuadrante de la cadera. O el péndulo de la soledad. Pero el hombre, un hombre la había embrujado. En la Ópera le hubiera gustado estar, estaba segura, eso hubiera querido ser y no la nada, el desastre que sentía que era su vida. Otra, habría querido ser, antes de la brujería. Por algo había nacido con el don del canto. Una gran cantante habría querido ser.

Cuando era muy chica, la madre la subía a un banquito y la ponía a cantar. Ella cantaba y, al hacerlo, una estela de melancolía recorría a la madre. «Es justo», pensaba la madre, «Dios es muy justo. Es como la deseaba.» El padre, en cambio, decía ver, mientras su hija cantaba, infinitas praderas, como si las atravesara en sueños o fueran remembranza de un paraíso no del todo perdido. Un paraíso que la chica podía evocar con cuatro notas de su voz. Por eso, no había sacrificios que los padres no hicieran para enviarla a las mejores academias. Hasta a la Scala de Milán la hubieran mandado, de haber podido. Hasta a los recodos, de la mente o de la realidad, donde se puede tratar, dormir, yacer con los pájaros.

—Francisco —dijo ella al acabar de subir la escalera, y el hombre circunvala, penosamente, el comedor, buscando unos bollos de papel surcados con su letra de araña, y le contesta: «Sí», porque no sabe qué contestarle, porque teme que ella le grite: «Brujo», y peleen y ella termine por tener un ataque. «Sí», le dice para que se vaya, aunque sabe que ella va a quedarse. Que una vez ella hubo entrado en su vida para quedarse, ya no la pudo sacar, porque vivía dentro de las teclas del piano y en el aire que agitaba el clarinete.

Hurgando en los bolsillos de los sacos viejos, se esforzaba en recordar dónde había metido el paquete. Atado con una cinta azul. Las cartas que fueron y vinieron cruzando el océano, cuando él visitó París. Las cartas y una postal de la Torre Eiffel. Una esquela, también. Contándole que estaba confundido, amedrentado, que quería convertirse a la religión metodista. Que lo habitaba a los dos, a él y a ella, el demonio del orgullo. Que él no tenía otro Dios que ella y eso no podía ser.

Dejó de atormentarse cuando volvió de París. Ella lo esperaba en el aeropuerto, envuelta en un tapado de franela oscura. Alzaba su mano, para saludarlo. De lejos, ella era como un faro. Era el fin de su camino y, yendo hacia ella, él se sentía como un arlequín. Se dijo: «Las quemé. Quemé las cartas.»

Las cartas eran materia superflua durante el tiempo en que vivieron juntos. Eran espuma. O los rastros de sal que el mar abandona descuidadamente en la arena. Habían estado en el desván, en el primer cajón de la cómoda, cuando ella se fue, las escondió, quizás, en un cesto, y con la llegada de otra mujer, de Sandra, a lo mejor, simplemente, las tiró a la basura. O las tiró Sandra. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo resucitar la ceniza?

Cuando vieron la campanilla en lo profundo de la boca de Aurosa, los doctores le hablaron del talento que poseía. El don se materializó, para perderse, en un teatro de butacas rojas. Mientras cantaba, ella pensaba: «He sido creada para esto, fui hecha para esto.» El director, los músicos, la alababan. Era la plenitud. La continuidad con el secreto que la madre le había confiado siendo Aurora pequeña. Le dijo que ella había nacido de una semilla de cebada, de una cebada especial que no comen los hombres ni los animales: una semilla mágica más poderosa que las vicisitudes del sexo. Flor de un día había sido su canto, que se esfumó, se desvaneció, marchitándose en el aire, rompiendo todos los lirios; y de esa noche en que ella fue ella, eso para lo que había nacido, no perduró ni el perfume, ni un recuerdo.

—La verdad, Aurora, yo no sé... —titubea el hombre.

—Buscalas —ordena ella—. Espero.

Muchas veces se preguntó qué había ocurrido esa noche. Si el silencio que la aquejó a la mañana siguiente fue una prueba que le impuso Dios. O hasta podía ser que Dios fuera sordo. O que le hubiera hecho la gracia de permitirle ser, por una noche, lo que ella deseaba ser, igual que Cenicienta, y no lo que Dios deseaba para ella, de la esencia de ella, que es lo que ella era ahora, lo que fue después. Y ella debía estarle agradecida por esa noche, en lugar de lamentarse. O tal vez no. Nunca había sido creada: era un organismo fulgurante de pulmones potentes y armónicos que se abrieron y deshojaron en una noche, en una sola noche, hasta sangrar.

Morirse, quiso desde ese día. En la madrugada, una pesadilla torpe se trepaba a su garganta. El mismo sueño, recurrente, el cordero que corre, que escapa, calle abajo, de los degolladores. El cordero huyendo en los laberintos de su cabeza. Su cuerpo enorme se hundía en la cama como en un hoyo profundo, y el hombre a su lado se despertaba, se levantaba para calmarla, para hervirle té. El hombre, Francisco, sabía, desde antes del tiempo, que cuando se encontraran, a él le tocaría servirla. Que ella sería para él como un campo de trigo. Su servidumbre era la brujería que él, Francisco, le había hecho.

Mientras Aurora estaba convaleciente, tarareaba bajito. Comía frutas, naranjas, y tarareaba cosas como Che gelida manina, y cuando desafinaba trataba de reflexionar, por ejemplo, sobre la acritud de las naranjas, y en esa terquedad del naranjo por enfrentarse, de crecer insomne, en el calor extremo, a pesar del calor. Se ponía filosófica con las naranjas.

No se tomó el trabajo de saludar al hombre cuando se fue, aquella vez, y entre lo que se llevó, de lo poco que puso en la valija, estaban las cartas, atadas con la cinta azul; el paquete que venía a reclamarle ahora, nada más que para lastimarlo.

—¿Sabés? —le dice—, a veces pienso en esa noche, en lo que me pasó esa noche.

—Yo también —contesta el hombre, que no ha podido liberarse del enigma.

—¿Y qué creés que me pasó?

—No estoy seguro —dice—. La desgracia, la fatalidad o las estrellas. O Dios, que está en contra tuya.

—¿Vos creés? —le pregunta la mujer, sonriente, con la sonrisa perfecta, caballuna, que lució en un teatro de butacas coloradas años atrás. Aventura:

—¿Y si yo me hubiera callado? ¿Si hubiera decidido callarme todos estos años, permaneciendo en silencio, sólo para probar que podía callarme, que no hay fuerza capaz de doblegarme, que ni siquiera Dios o el don que Dios me dio es más fuerte que mi voluntad?

—¿Fue así? —le pregunta, intrigado— ¿Te callaste? ¿Quisiste dejar de cantar?

Ella se mira los tobillos, cómo la malla de sus medias de nylon se abre a la altura de sus gruesos tobillos. Está a punto de decirle: «Fue precisamente así.» Pero le sigue sonriendo:

—¿Y? —comienza—, ¿encontraste las cartas?

Francisco niega con la cabeza. Ella murmura:

—Bueno, no te preocupés. Paso otro día.

Aurora se levanta y sale. Baja las escaleras apretando contra la axila su curioso bolsito. Tal como apretaba las cartas, en el patio de una pensión, un tiempo antes de empezar con su vida vagabunda. Echó nafta en un barril y cuando el fósforo cayó, las cartas se consumieron más por efecto del pensamiento que de la química. «Quién sabe lo que Dios quería», susurró Aurora mientras veía arder el papel, la velocidad con que la cinta azul desaparecía como si tuviera apuro. Suspiró, ese día, como seguramente suspiraba el hombre en ese instante, al cerrar la puerta tras ella, al girar la llave en la cerradura. Al rato, ella, Aurora, se metió en un bar y pidió té y roscas. Abrió el libro de poemas que llevaba en el bolso, leyó unas líneas y observó cómo se distinguía, en la avenida, la luz del sol a pesar del polvillo de los plátanos. Cómo la avenida resplandecía en el atardecer. Y se quedó pensando.

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Copyright ©Patricia Suárez, 1999
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Fecha de publicaciónAbril 2000
Colección RSSEl tiempo recuperado
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