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Fecundación fraudulenta

Episodio 40

Ricardo Ludovico Gulminelli
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MAR DEL PLATA
Martes, 19 de diciembre de 1989

Roberto llegó a Mar del Plata apenas a tiempo para asistir a la reunión que había convocado; sus tres íntimos amigos habían concurrido a horario. Conocían la gravedad de la situación, pues la hija de Burán, Julieta, les había leído la carta-documento y todos estaban expectantes y preocupados. No le hicieron ninguna de las habituales bromas y, por el contrario, guardaron silencio. Burán los abrazó uno por uno cariñosamente.

Adolfo Bernard ha sido su compañero casi desde la infancia, crecieron juntos, compartiendo el mismo banco del colegio secundario, las mismas alegrías y sinsabores. En el duro aprendizaje de vivir, cada paso, cada romance, cada inquietud de uno, la conocía el otro. Ambos cursaron estudios de derecho en la misma universidad, siempre hermanados por primordiales vivencias y se brindaron mutuo apoyo en los momentos más difíciles, en los de más intenso dolor, dispensándose una confianza absoluta.

Bernard tiene cincuenta y un años, es alto, delgado, morocho y usa un grueso bigote. Tiene un agudo espíritu crítico, no soporta el desorden, ni la corrupción ni la mediocridad generalizada. Su afán de mejorar el sistema lo inclina hacia el autoritarismo y respecto de la democracia es un escéptico. A su pesar, piensa que el pueblo argentino no ha evolucionado lo suficiente como para autogobernarse; la historia parece darle algo de razón, ya que desde el año 1930 las dictaduras estuvieron más tiempo en el poder que los gobiernos democráticos. En este punto, quizás el único importante, discrepan los dos entrañables amigos. Pero el enorme afecto que los vincula hace imposible que colisionen seriamente, además, la inquebrantable honestidad de Adolfo descarta cualquier interés mezquino de su parte.

Federico Lizter es algo mayor, orilla los cincuenta y tres años, últimamente está muy obeso, lo que le desagrada profundamente, sin embargo, no se esfuerza lo suficiente para adelgazar. De mediana estatura, exhibe una larga cabellera rubia, salpicada de mechones blancos. Está orgulloso de su origen germánico; nacido en Berlín, llegó a la Argentina cuando era un niño de once años. Durante la segunda guerra y los meses posteriores al cese de las hostilidades, su familia lo había pasado muy mal en Alemania, por eso emigró hacia el otro extremo del mundo, dejando atrás una verdadera pesadilla. No fue fácil para ella adaptarse a este nuevo país, de distinto idioma e idiosincrasia; a pesar de ello, luchando contra la adversidad, con tesón, a sólidos vínculos afectivos, salió adelante. La temprana pobreza que padeciera no impidió que Federico desarrollara al máximo sus facultades intelectuales, su amor al estudio, su respeto por la cultura. Tuvo una rígida educación, influenciada sustancialmente por el puritanismo de su madre, que imprimió huellas imborrables en su personalidad. Criado en el campo, sus ojos celestes brillan cuando le hablan de ir a pescar, o de emprender alguna aventura en algún lugar inexplorado. Es un linyera, un vagabundo disfrazado de jurisconsulto. Ama el vivir sencillamente, aprovechando el tiempo que sabe limitado, irrepetible, de inexorable transcurso. Posee una poco común inteligencia y su afición a la lectura le da una solvencia cultural superior en mucho a la media del país. En la última década, ha flexibilizado notablemente su carácter, superando dogmas subconscientemente incorporados, aunque le resulta muy difícil apartarse de esas barreras irracionales, con las cuales ha aprendido a convivir. Su orgullo germánico no le permite rebajarse, participando en componendas de dudosa moralidad, en este aspecto, su puritanismo lo influencia positivamente. Por su indiscutida capacidad, es considerado un prestigioso jurista, su fama ha transcendido los límites de Mar del Plata.

Fernando Ridenti no ejerce su profesión, se ha dedicado a la actividad empresarial con enorme éxito. Tiene cincuenta y cinco años, un metro y setenta y ocho centímetros de estatura, ojos verdes y pelo castaño. En su juventud hizo gala de un espíritu independiente, movedizo e indomable. La madurez lo encuentra más reposado, reflexivo, prudente en sus decisiones. Dueño de una intuición genial, de una lucidez mental deslumbrante, ningún detalle escapa a su mirada escrutadora y, cuando emite juicio sobre una persona, difícilmente se equivoca. Con Ridenti, lo mejor es poner las cartas sobre la mesa, es inútil tratar de engañarlo, ya que él lo adivina todo, sabe cuándo su interlocutor es sincero. En este caso lo respeta. Por el contrario, cuando alguien pretende engañarlo, lo advierte inmediatamente, y suele ser implacable. Hipocondríaco, siempre está torturado por algún extraño síntoma que no llega a afectar a su buena salud. Naturalmente personalista, está al frente de sus empresas imponiendo un riguroso criterio particular que inexorablemente resulta fructífero pero tanto esfuerzo individual lo ha desgastado prematuramente. Por eso, está repensando actitudes, reevaluando su vida, privilegiando lo humano. Roberto lo ha acompañado desde los primeros momentos, cuando Fernando prácticamente carecía de medios; siempre los vinculó un espontáneo afecto, nacido inexplicablemente cuando sólo eran estudiantes universitarios. Su amistad se fortaleció con los años, Burán siempre lo consideró un amigo, no un cliente, Ridenti no se aprovechó de ello, más de una vez lo demostró.

Además de la profesión, los tres convocados tenían un detalle en común, que a la vez los diferenciaba de Roberto, poseían familias muy bien constituidas.

El despacho principal del estudio de Burán no era grande ni lujoso, pero sí confortable. Allí tomaron asiento, alrededor de una vieja mesa redonda que había pertenecido a la abuela paterna de Roberto. El dueño de la casa inició desenfadadamente el diálogo, sus compañeros también eran buenos amigos entre sí, lo que permitía una gran familiaridad en el trato.

—Muchachos, les pedí que vinieran porque estoy metido en un verdadero quilombo... Ya Julieta les comentó que me intimaron por carta-documento. Quiero aclararles algo, ¡jamás me encamé con esa mina!, ¡nunca!, ni siquiera, cuando la conocí hace muchos años. Por lo tanto, es claro que yo no la preñé, no al menos personalmente...

Sus amigos se miraron extrañados, no entendían la sugerencia.

—Esperen, ya comprenderán, se las voy a hacer corta. Esta hija de puta fue inseminada artificialmente con mi esperma, sin que yo lo supiera, por supuesto... Estoy seguro de que fue así.

Adolfo fue el primero que reaccionó:

—Pero, ¿cómo puede ser?, ¿cómo te sacaron el semen?, ¿no te diste cuenta? No me digas que estabas borracho —agregó sonriendo.

Si no hubiera sido por el trato natural que tenía con ellos, Burán se habría sonrojado; se sentía un verdadero estúpido. Contestó:

—Fue Alicia...

La única respuesta fue el silencio; todos se quedaron estupefactos, la conocían y ninguno de ellos la hubiera creído capaz de semejante acto. La muchacha les había simpatizado, agradándoles su carácter afable y el respeto que evidenciaba por Burán. Roberto prosiguió:

—Según ella, lo hizo bajo presión de un ginecólogo, Esteban Álvez... La hermanita de sólo trece años estaba encinta de dos meses y medio. Nadie le quería hacer un aborto porque no tenía dinero ni autorización paterna, además tiene problemas de coagulación en su sangre, intervenirla era peligroso. Alicia estaba desesperada, según ella no tenía opción, no sé... Lo que sí es indudable es que se vinculó deliberadamente conmigo para hacerme caer en la trampa. Cuando nos acostamos por primera vez, insistió en que usara un preservativo, aduciendo que podía quedar embarazada. Como ya imaginarán, guardó el forro y se lo entregó al médico instigador; ni se me cruzó por la mente la posibilidad de que me engañara así.

—¿Ella está dispuesta a ayudarte? —preguntó Fernando—, ¿a decir toda la verdad?

—Supongo que sí —respondió Roberto—, cuando me contó todo, no quise quedarme al lado de ella ni un solo minuto. Creo que hará lo que le pida, espero, pero no me va a servir de nada...

—¿Por qué? —dijo Fernando.

—¿Quién le creería a mi amante? —respondió Roberto—, además ella tendría inhabilidad procesal para declarar en mi favor. Esta escoria, Juanita Artigas, lo hizo todo muy bien... Ya les había comentado que estuvo tratando de seducirme con un empecinamiento poco común. Ahora comprendo que estaba creando la «mise en scene», generando una apariencia convincente, ¿quién va a creer ahora que no me la fifé?

—¡Nadie! —dijeron al unísono Fernando y Adolfo.

—Además ella no está tan mal —agregó sonriendo Adolfo, sin que su broma encontrara eco...

Roberto siguió hablando:

—Estuve pensando mucho durante el viaje... Saben bien que en derecho de familia soy un neófito, necesito de sus neuronas. Sé que ustedes tampoco son especialistas en la materia, pero igual les pido que me ayuden a buscar soluciones, estrategias, algo. Estoy medio perdido, no quiero descontrolarme. Sería un grave error ocuparme personalmente de este lío, de un pleito propio. Por eso necesito buscar que me lo maneje otro, alguien que se mueva con objetividad. Además, deseo analizar todas las posibilidades que existan, que nada quede librado al azar. Comprenderán que el asunto tiene connotaciones jodidísimas; me están tratando de enchufar un chico fraudulentamente. Uno por ahora; espero que después no sean más.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónEnero 2001
Colección RSSNarrativas globales
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