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Fecundación fraudulenta

Episodio 55

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMar del Plata, Playa Grande

—Ojalá tenga razón, espero que no padezca una deficiencia irremediable, una carencia afectiva que no me permita sentir.

—No, de ninguna manera, estoy seguro de que no la tiene, créame, no me equivoco.

Rocío se volvió a sonrojar, rápidamente cambió de tema, preguntando:

—Y usted, ¿nunca estuvo a punto de volver a casarse?

—No, conocí a muchas mujeres, la mayoría de ellas excelentes, que me hicieron mucho bien. Pero no fue para tanto, el matrimonio es algo muy serio, demasiado. En mi caso, me siento como de vuelta, hasta hace muy poco no tenía fuerzas para volver a empezar. Quería vivir tranquilo, no estaba preparado para levantarme a la noche a consolar a un bebé, o para criarlo.

—¿Hasta hace poco? —preguntó Rocío.

—Sí —contestó Burán—, es irónico, pero cierto. Posiblemente, ahora tenga que dedicarme a la crianza de un chico que ni soñé engendrar. Si logro la tenencia del bebé, será una tarea difícil. De todos modos, cualquiera sea mi situación, ojalá pudiera volver a enamorarme.

Ella preguntó:

—Tiene miedo de casarse, ¿no?

—Miedo no, pero en esta etapa de mi vida no aceptaría contraer un matrimonio clásico, condicionado socialmente. Hace veinte años no hubiera pensado así, pero ahora estoy más allá de los convencionalismos. Necesitaría una forma de vinculación más auténtica, fundamentada en la libertad, no en ataduras legales o sociales. Mientras no tuviera hijos, sólo aceptaría una relación libre, oxigenada. La espontaneidad debería ser la constante y no la excepción. Yo no le impondría exigencias a mi mujer, me parece egoísta, brutal. No la sometería a situaciones de violencia moral, de absurda sujeción. Preferiría que mi pareja tuviera independencia intelectual y económica, de lo contrario, sería fácil que se dejara dominar, que se sintiera más cómoda sin ejercer su libertad. Es lo que comúnmente pasa... Este problema, Rocío, usted nunca lo tendrá.

—Sí, pero no es tan sencillo, tendría que encontrar un hombre que piense como usted, que no sea machista. Además hay otras complicaciones, la vida en común debe tener también sus reglas; si no existe ninguna, si no hay límites, se cae muy cerca del desamor.

—Por supuesto, Rocío, las reglas están presentes en toda relación, pero no las arcaicas que nos impone la moral católica, sino unas nuevas, surgidas del más puro humanismo. Normas que permitan la realización de los amantes, sin asfixiarlos, sin atarlos a conductas estrictas, o imposibles.

—Usted me hace acordar a una vieja clienta —dijo Rocío—, jamás quiso casarse, decía que iba por la vida de la mano de un hombre, sabiendo que cualquiera de los dos podría ser libre, con un solo movimiento, que por eso era tan feliz... Pensaba que el casamiento encadena a los esposos, que los encarcela. Desde luego, no es exactamente así, ya que una libreta no garantiza nada. Sin embargo, muchas personas siguen creyendo que el matrimonio se mantiene por sí solo, sin un esfuerzo cotidiano. En este sentido, mi clienta tenía razón, existe un negativo efecto psicológico.

—Ciertamente —dijo Burán—, lo digo con conocimiento personal.

—¿Usted?, ¿siendo tan independiente?, no lo suponía, ¿encontraría un obstáculo en una simple libreta?

—Cuando era joven sí; ahora me parece una tontería, por supuesto. Más que un simple documento, me limitan los hijos... Le soy sincero: creo que, por ellos, es una obligación actuar más responsablemente, cuidar más el vínculo. Para protegerlos yo trataría de comprender mejor a mi pareja, de concederle una mayor libertad. Llegaría a ser permisivo en algunas áreas. Por sobre todas las cosas, respetaría las zonas de privacidad de mi mujer, exigiendo igual consideración.

—Perdóneme —expresó Rocío—, ¿usted cree que realmente es tan sencillo? Yo pienso que no. Lo veo en mi despacho todos los días. Jovencitos caprichosos, vagos, ignorantes, de ilimitado machismo. Jovencitas presumidas, inexpertas, orgullosas o sometidas. Pero se lo puedo asegurar, no recuerdo muchas parejas evolucionadas, como la que usted describe. Me pregunto, ¿existirán? Deben de ser pocas.

—Son pocas —acotó él—. Yo no afirmé que hubiera muchas, ni tampoco que fuera fácil llevar a la práctica lo que digo; por el contrario, es muy difícil. Resulta necesario dominar los celos, un sentimiento atávico que nos hace enloquecer. Muchos se irritan ante declaraciones como ésta; dicen que el matrimonio es sagrado, mientras clandestinamente violan sus leyes. No soporto esta hipocresía que en todos los niveles vive nuestra sociedad. Y lo peor es que no es posible apartarse de ella; no al menos totalmente, yo no he sido una excepción, lo reconozco. He vivido también siguiendo un doble código, me adecué al sistema.

—Para la mujer es más difícil que para el hombre —agregó Rocío—, las reglas sociales son para ella más exigentes.

—Es así —coincidió Roberto—, el ámbito familiar no es una excepción. Fíjese, si el marido es infiel, normas no escritas hacen que esta conducta se tolere. En cambio, la infidelidad de la mujer no es juzgada con igual amplitud.

—Es verdad, es injusto pero cierto, históricamente ha sido así. Nuestro sexo ha sido siempre oprimido, relegado a un segundo plano. Pero, ¿qué hacer frente a esta situación? ¿No es acaso un dato de la realidad?

—Sí, doctora, pero eso no significa que no podamos cambiarlo. Cuando la mujer no podía evitar quedar embarazada, se justificaba una mayor restricción. Ahora, con la generalización del uso de anticonceptivos, no se puede admitir. Ella puede actuar sexualmente con total seguridad, si toma precauciones.

—Bueno, sin embargo no es así, no vivimos en un mundo como ese...

—¿Sabe por qué, Rocío?

—No, ¿por qué?

—Porque así nos educaron; al hombre le han dado más licencias, es considerado el cazador, el dictador de su hogar, el que trae el sustento. En cambio a la hembra, que puede parir, se la instruyó para preservar cuidadosamente la legitimidad de los hijos. Asignarle a un hombre un hijo de otro siempre ha sido una ofensa irreparable, causa de insolubles conflictos.

—No me parece desacertado su punto de vista —dijo ella—: la razón nos indica que ahora no hay causas para establecer diferencias y, si alguna hubiera, sería insignificante.

—Sí, pero reconozcamos algo... Yo mismo, que parezco tan convencido, llegado el momento, tendría que hacer un esfuerzo para dominar mi orgullo herido, mi cólera. No me sería fácil aceptarlo, simplemente porque, desde chico, la sociedad me ha bombardeado con ideas rígidas, machistas. Me inculcaron que el sexo masculino tiene hegemonía sobre el femenino.

—Usted, doctor, ¿piensa que no puede superarlo con su razonamiento?, ¿que no puede desechar creencias infundadas, absurdas?

—Sí puedo, pero no es tan sencillo. Es como con la religión, aunque soy agnóstico, ver una cruz siempre me impresiona. No me extrañaría que poco antes de morir ruegue a Dios por mi vida. Estamos condicionados, esquematizados. Por eso, doctora, cuando me refería a su pasado, que a usted no la conforma, decía que lo más importante es que no haya perdido su capacidad de sentir. Sólo de ese modo, podría ir lentamente desterrando los vestigios de una educación castradora, estupidizante, que casi todos hemos recibido.

—No sé, en este sentido me parece que prefiero ser más clásica. No comprendo tantas complicaciones, tantas vueltas. No sé si yo estaría en condiciones de iniciar una relación con tantos cabildeos; sería como empezar basándome en la desconfianza, como restarle importancia a los sentimientos.

—No es así —dijo Roberto—; por el contrario, es simplemente apoyarse en la verdad, en el conocimiento. Nunca es malo estar informado, ¿usted cree que hay que ocultar datos?

—No —dijo ella—, siempre son útiles para tomar una decisión oportuna, adecuada.

—Se miente mucho, Rocío, cuando dos personas se juran eterna fidelidad, mienten a sabiendas. ¿Cómo podrían estar totalmente seguros? Mienten también al afirmar que acompañarán al otro hasta que la muerte los separe. Rocío, dígame si esto no es un máximo de hipocresía... Mancilla la unión desde el inicio, aunque como diría algún poeta, «el perjuro de amor no debería ser condenado». Nadie puede garantizar su cariño, es absurdo, infantil. Nosotros ya no somos criaturas, debemos afrontar la realidad, asumirla en base a nuestra situación concreta.

—Discúlpeme, doctor, me parece que es demasiado exigente. Creo que puede admitirse una promesa apasionada, está implícito que el futuro puede desvirtuarla. Si lo considera como algo metafórico, todo se hace más comprensible.

—Claro, Rocío, si así fuera yo estaría de acuerdo, pero no se olvide de que la Iglesia nos vende el buzón del matrimonio único e indisoluble. Esto es distinto, presupone que esa promesa hay que cumplirla nos guste o no.

—Usted mismo, Burán, recién me decía que hay que proteger cuidadosamente al matrimonio cuando hay hijos.

—Claro, pero no a ultranza, sin reconocer límites o circunstancias especiales. Cuando la convivencia se hace imposible, cuando los mismos chicos sufren, el divorcio es lo más civilizado. De eso no hay duda, sólo me opongo al facilismo, nada más.

—Pero usted ¿no cree que el amor puede ser duradero?, ¿acaso no es posible? Yo así lo creo.

—Por supuesto, Rocío, no suponga que soy tan descreído... Por suerte hay muchos maravillosos ejemplos. Pero para emitir juicio sobre una relación, sobre un sentimiento, hay que mirar hacia atrás, nunca hacia el futuro. Hasta que no concluya, nadie puede vaticinar el éxito. Vamos mutando, transformándonos a través de los años... La persistencia del amor se da en excepcionales ocasiones; es necesario que los dos miembros de la pareja hayan evolucionado paralela y coincidentemente. ¿No es común acaso que tomen rumbos opuestos?

—Sí, doctor, es frecuente en parejas que se casan muy jóvenes, que no han completado su desarrollo individual. Al cabo de pocos años, suelen convertirse en desconocidos.

—Exacto, otra razón para aumentar las exigencias, cuando hay hijos. En estos casos, la relación debería estructurarse sobre la base de pocos principios fundamentales. Reitero: la libertad tendría que ser amplia.

—El problema es que el ejercicio de la libertad requiere mucha sensatez —expresó Rocío con un mohín de duda—. ¿No será que las normas morales y religiosas son útiles para aquéllos que carecen de ella?

—Podrán ser útiles para evitarles una separación —contestó él—, pero totalmente inútiles para lograr que sean felices... Sólo siendo libres, un hombre y una mujer pueden edificar una relación estable, basada en el amor, en el compañerismo, en la comunión espiritual. Un vínculo fuerte y agradable, que no logre destruir fácilmente el fuego de la pasión. Hasta políticamente se ven los efectos benéficos de la libertad. Tomemos el ejemplo de los países comunistas... ¿De qué les ha servido la represión, la prohibición, el desmedido control? Yo le respondo: Rocío, absolutamente de nada. Es al revés, toda interdicción, si no tiene base razonable, será ignorada. Creo que la tolerancia que preconizo defiende a la institución familiar; si actuáramos de otra manera, indirectamente estaríamos propiciando el divorcio, aunque creyéramos criticarlo. O defendemos a la familia, sincerando al matrimonio, haciéndolo más humano, más flexible, o nos resignamos a asistir a su defunción.

—Pero, doctor, me parece difícil sostener una familia sólo por los hijos, no me gustan sus palabras. Está demostrado que psicológicamente sufren mucho más la convivencia en un hogar conflictuado que la separación de sus padres. Usted pareciera recomendar a ultranza la persistencia de la pareja, aunque sea necesario acudir a conductas maquiavélicas. No estoy de acuerdo.

—No es así, Rocío; ya en cierta forma lo había aclarado. No se enoje, admito que a veces no es posible conciliar los sentimientos con los deberes. No me opongo al divorcio, de hecho lo he practicado una vez. Sólo digo que las parejas con hijos deben darse más oxígeno, respetar más sus áreas privadas. Nada más, ¿esto es tan monstruoso?

—No, quizás usted lo único que hace es describir la realidad. Lo que sucede es que es muy dura...

—¿Sabe por qué piensa eso? Porque así se lo enseñaron. Sus padres no profundizaron estos temas, quizás ni siquiera analizaron las dificultades de los matrimonios, las falsedades de las conductas. Si en su infancia se lo hubieran explicado, ahora podría aceptarlo con una facilidad asombrosa. Le resulta difícil porque analiza mis palabras a la luz de sus condicionamientos culturales. Esas creencias inconscientes, tan arraigadas, no pueden ser extraídas sin gran dolor, sin realizar un gran esfuerzo. Coincidimos en aceptar que es muy espinoso el ejercicio de la libertad. Reconocemos que nos exige dominar un sentimiento poderosísimo, hostil, violento: los celos. Rocío, esto siempre será mejor que pretender tiranizar a uno tan generoso y benéfico como el amor.

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
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