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Fecundación fraudulenta

Episodio 56

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink Ebook MapaMar del Plata, Playa Grande

—No sé, no estoy muy convencida. En definitiva. Es muy dificultoso movilizarse en cuestiones sentimentales con planteos teóricos. Siempre afloran los sentimientos profundos, aunque se opongan a nuestra lógica.

—No le falta razón, doctora. Pero repito que esto tiene su explicación en nuestras propias falencias. Comparto lo que usted dice parcialmente. Pocos argentinos de nuestra generación podrían ser tan flexibles. Si intentan serlo sin estar convencidos, los resultados serían catastróficos. Emergerían impulsos irrefrenables, violencia, intolerancia. Un hombre no puede fingir, ocultar lo que siente mucho tiempo, sin enfermarse, o sin explotar. Especialmente cuando las conductas en juego son trascendentes. Para superar las ideas sembradas durante la infancia, hace falta concentración mental, un elaborado proceso de concienciación.

—Pero, doctor, ¿entonces todo lo que dijo antes no sirve para nada?, ¿no se puede llevar a la práctica?

—No, de ninguna manera es así. Yo acepto que pertenecemos a una clase contaminada, de transición, pero se puede llegar a la verdad. Los condicionamientos culturales son tiránicos, desoírlos nos provoca graves desórdenes emocionales. Aceptar esto como un dato cierto es una cosa, pero otra muy distinta es, que pese a esta convicción, persistamos en transmitir a nuestros hijos los mismos errores que nos grabaron a fuego nuestros padres. Eso ya sería muy reprochable...

—El psicoanálisis ha tenido grandes méritos en este aspecto, Burán, y demostró que las prohibiciones y amenazas que se hacen durante la niñez son nocivas. Mucho más si imponen al niño reglas arcaicas de vida.

—Es complejo, Rocío. Como si fueran pocos los condicionamientos culturales, llevamos otros en nuestros genes, la historia de nuestra especie. Debemos vencer principios atávicos, muchos de ellos sin sentido actualmente. A partir de científicos como Konrad Lorenz o como el sociobiólogo Wilson, esto no puede ser discutido. Pero no estamos determinados en todo, solamente influenciados, podemos ejercer nuestra libertad.

La atractiva abogada sonrió.

—Está bien pero ¿somos o no tradicionales?

—No en mi caso, no al menos totalmente. Si lo analiza objetivamente, comprenderá que es sano plantear las cosas con sinceridad, cuando se puede. Yo, por suerte, a esta altura de mi vida puedo hacerlo. En cierto sentido, ya he superado este problema. No me preocupa demasiado; ahora puedo ser más auténtico al encarar una relación amorosa. Desde el inicio, establezco parámetros más flexibles, ataduras muy sutiles, siempre voluntarias. No quiero a mi lado una esclava, ni una sierva. Quiero una compañera que piense, que controvierta mis opiniones, que dude, que tenga sus territorios particulares, y también que me ame mucho, que me dé mucho afecto. Una mujer que esté conmigo porque quiera, y que cuando varíe de opinión, si lo desea, que se vaya. No entiendo cómo puede disfrutarse la compañía de alguien que no tiene opción, o que no tiene la libertad para ejercerla, ¿usted lo comprende, Rocío?

—Comparto gran parte de lo que usted dice, pero reconozca que no es nada simple; para encarar las cosas así se necesita mucha madurez. Es casi impensable que pueda darse de este modo entre las parejas que se casan muy jóvenes.

—Repito, Rocío, es un problema de educación, nada más. A mí no me asustaría que mi hija, antes de casarse, realice la experiencia de convivir con un muchacho, mientras no tenga hijos. Cuando hay chicos, la cosa cambia, con eso no se debe jugar... Ahora bien, si yo la acostumbrara desde sus primeros pasos a esta concepción de las cosas, ella podría optar, sin presiones inconscientes. En cambio, si yo le impartiera una educación calvinista, insertándole el concepto de pecado, aterrorizándola con la religión, es claro que, siendo joven, no va a tener posibilidad de pensar con libertad. Estaría condicionada a dogmas que le han impuesto de pequeña. Recién al madurar, tal vez, con mucha suerte y enorme esfuerzo, llegaría a ver la realidad. Normalmente, cuando esto sucede es demasiado tarde; ya se han cometido errores lamentables.

—Está bien —dijo Rocío—, ¿pero no cree que con una concepción tan racionalista puede dañar el sentimiento de amor?

—Rocío, usted parece mencionar el término «racionalista» con sentido peyorativo. No se olvide que ya anteriormente privilegié, por sobre todas las cosas, los afectos. El amor es un sentimiento maravilloso; sin él seríamos como náufragos solitarios. Nos permite fusionarnos, fortalecernos ante la idea de la muerte, refugiarnos de las inclemencias de la vida. Nos necesitamos mutuamente, somos seres sociales. Como personas civilizadas, nos es imprescindible el amor para canalizar nuestros impulsos sexuales. Sin haberlo experimentado, no se ha vivido realmente. En mi caso por ejemplo, antes de conocer a Alicia estaba deprimido; gracias a ella, casi automáticamente mi mundo cambió. Esto es milagroso, ¿cómo habría de desconocerlo? Sinceramente, Rocío, todo cuanto digo es para darle al amor el puesto de privilegio que debe tener.

—Está bien —dijo ella—, pero debe reconocer que no tiene fundamento en la razón. No se puede manipular teóricamente; siempre se nos escapa de las manos algo.

—Acepto que, junto con la guerra y la religión, constituye una trilogía de irracionalidades, pero, contrariamente a las otras dos, el amor no es antirracional. Se puede concluir perfectamente, desde el punto de vista del pensamiento puro, que es un sentimiento benéfico. Más que ningún otro, dignifica al ser humano, le da felicidad. No puede decirse lo mismo de la guerra que atenta contra la vida, que degrada al individuo. Tampoco de la religión, que restringe la libertad de las ideas estableciendo pecados, imponiendo prohibiciones, exigiendo el cumplimiento de dogmas.

—Es claro que usted no es un modelo de cristiano... Esta conversación habría sido imposible para mí hace diez años. En aquella época no habría podido aceptar su ateísmo.

—Soy sincero, no puedo afirmar que Dios existe; por supuesto tengo dudas, no puedo negarlo. ¿Cuántos hay que dicen ser creyentes y tienen los mismos interrogantes? Volvemos a la hipocresía...

—Bueno, doctor, usted indudablemente podría ser calificado de racional.

—Muchos hombres se atribuyen serlo, Rocío; sin embargo suele no ser así. Es útil el ejemplo del ejecutivo enérgico y eficiente que deja de lado los afectos, su familia, su propia riqueza espiritual, simplemente por causas materiales. Vive de compromiso en compromiso, convirtiéndolo todo en una obsesión. Es claro que no obra inteligentemente, no utiliza su razón. La conducta absurda del hombre contemporáneo es tan generalizada que pasa inadvertida.

—Lo veo a menudo —dijo ella—, es increíble cómo en comunidades desarrolladas se obra incivilizadamente. Se dejan de lado cosas esenciales. Una de las consecuencias más dolorosas de la falta de amor creo que no solamente es la infelicidad, sino también el resentimiento. Siempre temí convertirme en una de esas solteronas amargadas, que llegan a ser crueles, que se mueren de envidia ante la felicidad ajena.

—Rocío, si usted se queda soltera, de algo estoy seguro, será porque así lo decidió... Es una mujer muy interesante. Perdone que hable así, es que para alguien como usted, no debe ser nada sencillo encontrar una pareja. Es lógico que sus exigencias sean mayores que las ordinarias, y en nuestra sociedad no hay demasiados especímenes a su nivel, en todo sentido. En Mar del Plata es común que mujeres de treinta a cuarenta años estén solas; simplemente no hay hombres adecuados para ellas. También es cierto que, en ocasiones, esto se agrava por el miedo que tienen muchas mujeres de perder su individualidad. Como si pudieran hacerla prosperar encerrándola en una caja de cristal. Este temor es muy moderno, pero absolutamente erróneo. En síntesis, Rocío, creo que sería lamentable que usted se cerrara la posibilidad de contactos enriquecedores. No tema que invadan su mundo, derribe las murallas que la aíslan.

—Le juro, Burán, que me parece mentira estar hablando de este tema tan íntimo con tanta naturalidad. Me agrada poder hacerlo, reconozco que tiene razón, tarde lo he comprendido. Puede ser que en alguna medida me haya aislado, pero puede estar seguro, estoy haciendo grandes esfuerzos para corregir mi error.

—Me halaga que confíe en mí, Rocío, se lo agradezco.

—Ya que estamos tocando temas tan personales —manifestó ella—, ¿podría hacerle una pregunta para satisfacer mi curiosidad?

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Copyright ©Ricardo Ludovico Gulminelli, 1990
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
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