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Saltimbanqui

Antoni Carrasco
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaNueva York, Empire State Building
Así es como acabará, señor Bell. Si se permite enamorarse de una mujer como ésta. Acabará mirando al cielo.
Truman Capote, Desayuno en Tiffany’s

Era un barrio puertorriqueño, con rótulos en castellano; las calles eran amplias, muy abiertas, y los cruces separaban pendientes opuestas. Cinco esquinas más abajo, ya comenzaba Central Park: sobre el plano, en Barcelona, me había parecido un sitio muy céntrico y adecuado, pero en el trayecto desde el aeropuerto con el taxi, los rascacielos sólo los había visto cuando habíamos atravesado el puente, intuidos como un resplandor entre una niebla que, a pesar de que eran las diez de la noche, daba sensación de madrugada. Era extraño aquel Nueva York inesperado y sin mucha gente; por la calle por donde circulaba lento el taxista, buscando el número del portal que yo le había dicho, podrían haber subido tranvías no hacía muchos años.

—No pienses que encontrarás un palacio —me había avisado Maribel—. Es una casa antigua, rara. Una noche, por poco me muero de un infarto. Estaba comenzando a coger el sueño cuando de repente me despierta un golpe en la ventana del comedor y entra un tío con una camiseta muy blanca, casi reflectante. Di un bote que casi tiro todo lo que había sobre la mesilla de noche. Ya lo verás, hay un árbol que llega justo hasta el piso; es muy curioso, porque las ramas casi tapan la ventana y Stefan, a veces, sobre todo cuando vuelve de bolos y no ha avisado, entra trepando por el árbol. No me preguntes por qué. Es un poco saltimbanqui.

Llamé al timbre del interfono y, al cabo de unos segundos, me abrieron sin que se oyese ninguna voz que me preguntase nada. Atravesé el primer vestíbulo, que acababa en un patio interior donde había el árbol del que Maribel me había hablado. Más allá de este patio, había otro edificio, el de los pisos de la letra R, los de detrás; miré hacia arriba y vi alguna ventana con la luz encendida, pero la copa, llena de hojas, tapaba la pared a partir del tercer piso. Una puerta abierta comunicaba con unos escalones gastados que, de repente, se convertían en una escalera nueva, instalada sobre la vieja, con unas paredes pintadas en un azul brillante.

Mientras yo subía, el silencio de los primeros pisos se iba convirtiendo en unas voces de mujer que llegaban de más arriba, desde el piso de Stefan. Cuando llegué, ante la puerta abierta había una chica con un martillo en su mano izquierda. Tenía unos veinte años y los cabellos muy negros, recogidos en una trenza larga; llevaba una camiseta gris sin mangas y unos pantalones muy amplios. Estaba embarazada de cuatro o cinco meses. Me miró y me sonrió; después, miró la maleta que yo llevaba y se apartó para dejarme pasar. Yo subí los últimos escalones. Entonces, desde dentro del piso, salió otra mujer, más alta, de una edad indefinida, quizás unos cuarenta y pico, que llevaba una camisa marrón oscuro y tenía también un martillo en la mano.

—Soy un amigo de Stefan —dije.

Antes de salir, yo había memorizado, por si acaso, cómo tendría que explicar en inglés aquella amistad con un Stefan a quien, en realidad, no había visto nunca. Pero ninguna de aquellas dos mujeres me preguntó nada. La mayor también se apartó y me invitó a pasar. Entré y lo primero que vi fue, en el suelo, lo que ellas habían estado golpeando con los martillos: un trozo de zócalo al pie de la cocina, convertido en un montón pequeño, blanco y gris. La chica más joven sonrió, como una niña que ha hecho un destrozo que sólo ella entiende. Me dijo que su nombre era Sondra y que ella no vivía en el piso, que estaba esperando a un amigo. La otra mujer, Andrea, en cambio, sí que habitaba allí, pero me dijo que no me preocupase, que había sitio de sobras, que ya sabían que yo vendría, aunque me esperaban más temprano.

—Eres el marido de Maribel —me dijo Andrea, sin entonación de pregunta, pronunciando el nombre de una forma cómica.

—Sí. Bueno, no. Lo fui —le contesté—. Llevamos cuatro años separados, pero continuamos viéndonos a menudo. —Enseguida me di cuenta de que en inglés sonaba todavía más falso.

El piso tenía aquella única sala, que era cocina y comedor, con una mesa y unos estantes con tazas y algún libro; no había cuadros ni carteles, sino postales enganchadas en un panel de corcho, junto a papeles con notas y dibujos. Vi que era verdad que por la ventana casi entraban las ramas del árbol. Había dos puertas, además de la entrada: la del lavabo, donde la luz estaba encendida, y la del pasillo, que conducía, al final, al único dormitorio. A la mitad de este pasillo, a la izquierda, había un agujero alto y alargado, una especie de altillo abierto, con un colchón que supuse sería mi cama. En la habitación del fondo se veía el extremo de otra cama, más grande, deshecha.

—El vuelo ha llegado con mucho retraso —expliqué—. Había niebla en el aeropuerto y nos han desviado; hemos estado casi dos horas parados en una pista que nos han dicho que era de una base militar.

—Jersey —dijo Sondra, como si mencionase el nombre de una persona que acostumbra a hacer malas jugadas.

—No lo sé. Por la ventana no se veía nada. Sólo lluvia. Y mucho césped. Ni una luz, ni un edificio. Algunos pasajeros se han puesto un poco nerviosos y las azafatas han tenido que abrir una de las puertas. Pero no han dejado bajar a nadie.

—¿La primera vez en Nueva York? —me preguntó Andrea.

—No. La segunda —respondí—. La primera, vine con Maribel.

—Nos lo pasamos muy bien —dijo Sondra.

Le pregunté qué habían hecho, si salían juntas.

—Al principio, sí —me contestó—, pero al final, los últimos días, Maribel salía con Stefan.

Se quedó callada, se puso un dedo en los labios y miró a Andrea, dudando si estaba metiendo la pata, pero Andrea no dijo nada.

—Más o menos —añadió Sondra.

Se puso a remover una sopa que hervía en la cocina; me preguntó si querría. Yo no tenía hambre, pero presentí que en aquel caso la cortesía era decir que sí, que me apetecía, y, pensando qué podría ofrecer yo, añadí que traía una botella de whisky que había comprado en el duty-free. Abrí la bolsa, saqué la botella y la puse sobre la mesa. Me quedé de pie, como si hubiera hecho yo también una pequeña actuación, una cabriola. Andrea me miró con curiosidad. Pedí ir al lavabo y me hizo una reverencia irónica, señalándome la puerta.

No había agua caliente. El espejo sobre la pila era la puerta de un armario empotrado, lleno de medicamentos; había dos cepillos de dientes, pero ningún utensilio de afeitar. Cuando salí, Andrea estaba poniendo la mesa, con unas tazas y unos vasos que descolgaba de los estantes. Sondra se acercó y dejó un manojo de cubiertos; después, repartió la sopa. Nos sentamos. Andrea abrió la botella de whisky y sirvió. Yo no había comido nunca sopa y bebido whisky al mismo tiempo, pero comencé a alternar cucharadas con sorbos, con la vista baja cerca del plato.

—Cuando venga Ron —me dijo Andrea, pero mirando a Sondra, como si hubieran hecho una apuesta mientras yo estaba en el lavabo—, iremos a un bar que tocan jazz, aquí al lado. Íbamos mucho con Maribel.

—Ah. No sé —contesté—. Para mí son las cinco de la mañana.

Andrea dejó ir una risa seca.

—Debes de estar muerto —dijo, rápido, Sondra.

—Sí, la verdad —admití—. Pero son vacaciones.

De reojo, observé que Andrea comía con la mano izquierda y que con la derecha estiraba el hule como si lo tensase bajo una máquina de coser.

—Stefan —pregunté—, ¿ha de venir?

Las dos mujeres se volvieron a mirar.

—No creo —dijo Andrea y estalló en una risa definitiva que duró unos segundos, mirando hacia la ventana, como si Stefan estuviera escondido en aquellos momentos en el árbol, escuchándolo todo—. Pero quién sabe.

Al cabo de un rato, llamaron a la puerta. Sondra se levantó a abrir. Ron era delgado y llevaba unas gafas negras de vidrios gruesos. Iba demasiado abrigado para ser agosto y tenía el aspecto de querer dar la sensación que alguien lo estaba persiguiendo. Llevaba una bolsa de plástico que dejó en el suelo, al lado de mi maleta y del destrozo del zócalo. Se sentó en la silla que Sondra había dejado libre, se pasó las palmas de las manos por los muslos y se bebió de un golpe el resto de uno de los vasos de whisky. Parecía que hubiera vuelto después de haber salido a dar una vuelta para calmarse. Intercambió con Andrea unas frases muy rápidas que no entendí muy bien, pero que supuse que se referían a Maribel y a mí. Ron sonrió y me miró.

—Esto es de ella —me dijo y señaló uno de los dibujos que había enganchados en la pared. Representaba aquella misma mesa en la que estábamos sentados, y encima una maceta incongruente con unas flores sólo apuntadas con trazos; también había una silla y unas manos de hombre en primer plano, montando una especie de juguete. Todo estaba desproporcionado, precipitado, en la forma que Maribel dibujaba cuando estaba riendo o alguien la miraba.

—Sí, es verdad —dije—. Ella tenía muchas ganas de venir, pero está muy liada. En octubre tiene una exposición y quiere acabar más cosas. Se pasará el verano trabajando.

—Maravilloso —Ron asintió con fuerza, con una energía también desproporcionada, como si fuera una noticia que hubiera estado esperando durante un año—. Recuerdo una foto de un cuadro que nos enseñó... —se quedó callado, mirando un momento al suelo, con los ojos encendidos de la borrachera—. Peces saltando en aquel río, que resultaba al final que era la cola de una sirena...

—No era exactamente eso —sentí una satisfacción mezquina al pensar que aquel cuadro Maribel lo había pintado cuando vivíamos juntos, que yo siempre le había dicho que no me gustaba y que, al final, pintó encima otra cosa—. Ahora pinta relojes.

—¡Relojes! —Ron rió salpicando de saliva y miró a Sondra, que también rió, no me quedó claro si avergonzada u orgullosa—. Relojes... —volvió a repetir él y se quedó callado y ensimismado, hipnotizado de verdad por uno de aquellos relojes que se debía de imaginar. Después, levantó la cabeza y me preguntó—: ¿Estarás muchos días en Nueva York?

—Un par. Tengo unos bonos de avión. Quiero ir a Memphis, a ver la casa de Elvis.

Esperé un momento, pero Ron no hizo ningún comentario. Se levantó y estuvo hablando con Sondra en una voz muy baja, al lado de la ventana. Mientras conversaban, él acariciaba las ramas que tocaban el marco; su tacto era cada vez más nervioso, a medida que Sondra le negaba con la cabeza, sin mirarlo a los ojos, hasta que al final Ron arrancó una hoja; se miró la mano, manchada, pegajosa, y dejó caer la hoja al suelo de la habitación. Andrea se acercó a ellos y puso su mano sobre el hombro de Ron; parecía disculparse por alguna cosa, pedirle que no se lo tomase todo tan mal.

—Voy a cambiarme —les dijo— y nos vamos a Molina.

Ron, más que mirar, parecía vigilar por la ventana. Al cabo de unos momentos, se giró, fue al lavabo y se encerró. Sondra y yo nos quedamos solos. Se acercó y se sentó; me pidió un cigarrillo y durante unos momentos estuvimos fumando, sin decir nada.

—¿De cuántos meses estás? —le pregunté, buscando en el poco inglés que yo sabía de aquel tema.

—De cinco. Es una niña.

—¿Es lo que querías?

—Yo, sí —me contestó, entendiendo mal la pregunta—, pero Ron, no. Sobre todo al principio, cuando se lo dije. Tuvo miedo, pero ahora parece más tranquilo, que se haya acostumbrado.

Sonaba a frases memorizada, dichas sin pausas para evitar que la interrumpieran. Nos quedamos callados otra vez. Observé las postales que había clavadas en la pared, junto al dibujo de Maribel. Una era de un paisaje nevado; la otra era un chiste: una escena de playa en la que había un hombre con un traje de buzo, tomando el sol. Se oyó el ruido de la cisterna del lavabo. Sondra apagó, rápida, el cigarrillo. Al cabo de unos momentos, salió Ron. Nos miró a los dos, se agachó para sacar alguna cosa de la bolsa y se dio cuenta del montón de cal que habían creado Sondra y Andrea con los martillos.

—¿Todavía estáis con esto?

Recogió todo lo que pudo con las dos manos, se acercó a la ventana y lo tiró a fuera, serio como si esparciera cenizas de una incineración; después, recogió la hoja de árbol que antes había dejado caer, y también la tiró. Se quedó otra vez mirando por la ventana, abstraído de nuevo por alguna cosa que sólo él parecía ver. Andrea volvió, vestida con una cazadora marrón sobre una camisa verde de seda y, a pesar de ser verano, pantalones negros de terciopelo; se había puesto perfume. Vio a Ron, de espaldas, en el otro extremo de la habitación, e hizo un suspiro cansado.

—¿Por qué no nos vamos?

—Yo me quedo —dije—. Me iré a dormir en seguida.

Ron golpeó con los puños el marco de la ventana, se giró, golpeó suavemente mi espalda al pasar por detrás, abrió la puerta y se fue sin despedirse. Le oímos bajar la escalera con un ruido de galope. Sondra recogió las tazas en las que habíamos comido la sopa y las dejó en el fregadero. Cogió la chaqueta y me sonrió, mientras se ponía la trenza por fuera.

—Vaya con Dios —me dijo, en castellano. Las dos mujeres estallaron en otra carcajada de complicidad, cogieron los bolsos y también se fueron. Al cabo de unos segundos de estar solo, todavía las oía reír, bajando los escalones.

Fui hasta la ventana; miré de cerca las ramas, el tronco que subía por el patio. Por el espacio entre las dos fachadas laterales del edificio se veía un trozo de calle y se sentía olor a hierba y a gasolina. Estuve un rato fumando y pensando. Después, lavé las tazas y los cubiertos. Entré en el lavabo; me duché. Saqué el pijama de la bolsa y fui hasta la especie de nicho abierto en el que había un colchón. Me subí en una silla y, con unas sábanas que había plegadas al lado, hice una cama. Bajé y fui hasta el fondo del pasillo, al dormitorio. La cama grande continuaba deshecha; unas cortinas gruesas, desde el techo hasta el suelo, tapaban toda la pared de delante; sobre el cabezal de la cama había una cruz, pero no centrada, sino sobre la mesilla de noche, en la que había el vaso con whisky que Andrea se había llevado antes y una luz, encendida. Supuse que aquélla era la mesilla que Maribel había desordenado cuando Stefan entró por la ventana del comedor. Me senté en la cama y observé el armario abierto; entre la ropa había un traje rojo de circo y una capa. Aquella habitación me recordaba el dormitorio de mis abuelos, el mismo olor de enfermedad negada, la misma luz avara. En el vaso de whisky se podría haber imaginado una dentadura. Abrí el único cajón de la mesilla: una canica lo recorrió con un sonido breve; había papeles rotos, condones, una pajarita, pares de calcetines y una caja de cerillas de una pizzería de Barcelona. Supuse que ni Stefan ni Andrea fumaban y que por eso el fuego de Maribel había durado un año. Cogí la caja y cerré la luz. Salí al pasillo y fui hasta mi cama; subí de un salto; toda la tarima donde se apoyaba tembló. Las sábanas tenían un tacto suave. Me estiré y enseguida recordé que había dejado la ventana abierta. Decidí no moverme. Tengo que dormir, pensé, llevo casi un día entero despierto. Fumé un cigarrillo sin ganas, sólo para encenderlo con las cerillas de Maribel. Qué diferente de la otra vez. El vuelo llegó a la hora; dejamos las cosas en el hotel y salimos disparados hacia el Empire State.

—Aquí hay una cosa muy típica —dije.

Maribel estaba apoyada sobre la baranda de piedra, con las manos en la cara, contemplando los edificios que se iluminaban ventana a ventana.

—Parece una máquina de millón gigante —le oí decir.

Se veían las calles llenas de coches, barcos en el río, helicópteros en el cielo, pero había un silencio extraño, roto sólo por el sonido del viento, de las cámaras de fotos, de las llaves de los guardias. Los turistas parecíamos prisioneros de aquella torre. Maribel giró la cabeza y me miró. Me acerqué; ella entendió qué era aquello tan típico y sonrió y nos besamos.

Me despertó la carcajada de Andrea y el ruido de sillas arrastradas; en la penumbra en que estaba estirado, alargué el brazo y recordé que estaba a dos metros del suelo. Cuando me incorporé, casi toqué el techo con la cabeza. Pensé que debía de ser ya por la mañana, a pesar del sueño que tenía y la luz artificial que venía del comedor. Eran las seis menos cuarto. Se oían las voces de Andrea y de Sondra, más crispadas que antes, pero no la de Ron. Estaban gritando, riendo, moviendo sillas, persiguiéndose; estaban hablando de otra gente, con menosprecio. Al cabo de unos momentos, Sondra entró en el pasillo, camino del dormitorio; la vi pasar, caminando poco a poco, tanteando la pared con la mano. Levantó la cabeza y me miró; yo decidí hacerme el dormido, sabiendo que ella me observaba durante unos momentos que me parecieron interminables. Después, continuó caminando, con el mismo cuidado que antes, como si el pasillo fuera un río que ella atravesara poniendo los pies sobre piedras. Me di la vuelta, resuelto a dormirme de nuevo.

Me volvió a despertar otro grito de Andrea, pero esta vez nadie le contestó. Ella volvió a gritar y yo entendí ahora que ella hablaba con alguien que estaba fuera. Enseguida, la oí reír y, medio minuto después, hubo un ruido de ramas agitadas, el marco de la ventana que golpeaba la pared, el cristal temblando y el salto de alguien hacia dentro de la casa. Andrea rió, más fuerte todavía.

—Deberías haberte apartado —sentí la voz de Ron, jadeando—. Te lo he dicho muchas veces.

Ella rió y yo, desde la cama, los oí hablar, muy excitados, robándose las palabras. Volví a mirar el reloj: había pasado una hora escasa. Aparté las sábanas; yo di también un salto, al pasillo. A la izquierda, vi la puerta cerrada del dormitorio, donde debía de estar Sondra; a la derecha, Andrea y Ron, sentados, me miraban. Parecían muy borrachos, con los ojos enrojecidos y la sonrisa rota, pero a mí no me cuadraba el cansancio, la apatía que parecían demostrar con la euforia que yo les había oído desde la cama. Ron movía entre las palmas de las manos una cerveza mexicana con un trozo de limón en el cuello de la botella, y lo hacía cada vez más deprisa, como si fuera un palo con el que intentara obtener un inicio de fuego. Por la ventana, por encima del árbol, se veía un trozo de cielo reverberante, el cambio de la noche al día, y se oía un rumor de coches y cantos de pájaros y, de repente, el de un gallo que debía de ser el sonido de la alarma de algún despertador. En el suelo del comedor, había unas cuantas hojas más, mezcladas con las de antes. Andrea estaba con los pies descalzos sobre la mesa, sentada en una silla inclinada hacia atrás, manteniendo un equilibrio precario.

—¿Te hemos despertado?

—Sí, pero es igual. Es inevitable, supongo.

—Un día, a Maribel le pasó lo mismo. ¿Te lo ha explicado alguna vez?

—Sí, que Stefan entró también por la ventana, ¿no?

—Fue una de las pocas noches que no salimos, pero Stefan se marchó solo. Cuando volvió, yo estaba aquí, sola también, sentada en esta misma silla; entró por la ventana y allí, en el dormitorio, pareció que se hubiera hundido la cama. Stefan fue directo. Cuando los oí reír, supe que no había pasado nada.

Ron sonrió; me ofreció la botella de cerveza; le dije que no. La pasó a Andrea, que bebió un trago, con los ojos cerrados.

—No te lo creerás —me dijo ella—, pero en Molina un camarero nos ha preguntado por Maribel. Sin saber, claro, que hoy habías llegado tú.

—Debió de dejar una impresión muy fuerte el año pasado.

—Fuimos casi cada noche. Y cuando volvíamos, a esta hora, Maribel se iba siempre al terrado, a ver la ciudad. Decía que era el momento del día que más le gustaba.

—Sí, es cierto —acepté—. De siempre.

Al fondo del pasillo, Sondra abrió la puerta del dormitorio y vino, arrastrando los pies. Se había estirado vestida y la camisa que llevaba estaba arrugada; se dio cuenta y la alisó con suavidad, como si fuera un gesto que pudiera afectar a la niña que llevaba.

—Tengo que ir a trabajar —dijo, tocándose la cabeza con una expresión de sorpresa, como si diese vueltas a un sueño muy extraño que acababa de tener. Se agachó junto al montón de tierra y polvo y lo separó un poco de la cocina.

—¿Qué estáis haciendo? —le pregunté.

—Es la única manera de llegar a una cañería que hay detrás —me respondió—. Pero ya estamos acabando.

Sonrió, se levantó y fue hasta el lavabo. Andrea también entró. No cerraron la puerta. Yo me acerqué a la ventana y, contra la conversación de Andrea y Sondra, contemplé el inicio de la mañana. El trozo de calle que se veía estaba regado, con las farolas todavía encendidas. Me pareció como si escuchase el diálogo entre ellas dos desde la otra punta de un bar, dos mujeres que hablaban en murmullos y se reían, sin que yo pudiera entender nada más que estaban alegres y que se explicaban mentiras. Por otra parte, por el silencio de Ron mientras Sondra se arreglaba, parecía que ella se fuera por alguna razón transcendental, por mucho tiempo. Sondra arreglándose era la señal que el día había empezado de verdad. Cuando salió, el maquillaje la hacía mayor; le imaginé la timidez, y al mismo tiempo la resolución, con que saldría de una clínica unos meses después: entonces también la esperaría Ron, con la misma preocupación callada, la misma actitud desleída con que convertía en un muro cada pared donde se apoyaba.

—Recuerdos a Maribel —me dijo Sondra, pronunciando el nombre ahora muy claro, como si lo hubiera estado ensayando, como si formase parte de una primera lección de un idioma extranjero. Ella sabía que no me volvería a ver nunca más, que yo dejaría un teléfono y una dirección que ella nunca necesitaría utilizar. Se volvió a poner la chaqueta y, cuando se inclinó para besarme, noté que miraba a Andrea. Ron se volvió a despedir sin palabras, pero él, en cambio, de alguna manera estaba seguro de que sí nos volveríamos a ver, aunque yo no durmiera ninguna otra noche en aquel piso.

El golpe de la puerta sonó muy fuerte y el montón del zócalo deshecho se esparció un poco. Una hoja de árbol atravesó el suelo y llegó hasta los pies descalzos de Andrea; ella la recogió, se levantó, fue hasta la ventana y dejó caer la hoja; esperó que llegase abajo del todo y, entonces, se giró y me miró, dudando: la misma mirada y la misma duda de Sondra, antes, sobre si podía continuar hablándome de Maribel. Se sirvió otro vaso de whisky. La botella estaba ya en las últimas. Se bebió el vaso muy rápido, ávida, pero a mí me hizo ahora la impresión que en realidad no estaba borracha, que lo fingía, que interpretaba una borracha en realidad: la misma forma de mover la cabeza y de simular un hipo mudo, antes de otra carcajada.

—Si quieres —me dijo—, podemos subir al terrado y estar un rato. A mí me vendrá muy bien, la verdad, para despejarme.

Miró por toda la sala, buscando con la vista, hasta que encontró las llaves, sobre una estantería; las cogió y me las mostró, convirtiéndolas en una parodia de objeto tentador, una incitación a un juego. Rió e hizo un gesto grandilocuente con los brazos, como si sostuviera un titular de periódico:

—Es la hora de Maribel.

Me puse un jersey por encima del pijama y salimos al pasillo. Ella cerró la puerta con un golpe y comenzó a subir los escalones con un caminar cómico de ladrón. El tramo de escalera final era todavía más precario que el inicial desde la calle. Al final, Andrea se detuvo y movió la puerta metálica con un esfuerzo que me pareció sobreactuado. El cielo era un cuadrado brillante, inesperado, diferente del que se veía desde el piso. Salimos afuera y vi, por primera vez en este viaje, la ciudad de día. Los terrados del entorno eran todos iguales, con una simetría que rompían las barandas; en todos había depósitos de agua. Lejos, ahora sin niebla, se podía ver el perfil de los edificios famosos del centro, pero desde allí eran un suburbio. Hacia el otro lado, había un paisaje plano. No se veía ningún puente y en el cielo había un disco apagado que, a aquella hora, tanto podía ser el sol como la luna. Andrea se apoyó en una pared que habían repintado hacía poco. Estuvimos unos momentos largos y tensos en silencio, mirando los terrados. Uno de los depósitos de agua hizo un ruido y comenzó a funcionar. La noche con niebla había creado una especie de humo que poco a poco se iba deshaciendo.

—No entiendo esta manía que tiene la gente por venir a Nueva York —me dijo—, como si aquí hubiera alguna cosa diferente.

—Para nosotros es el mito —le expliqué—. Ayer, junto a mí en el avión había un matrimonio mayor que venía por quinta vez. La mujer me estuvo explicando que, en un viaje anterior, le había pasado una historia increíble...

—Aunque me imagino que, vista en un viaje de vacaciones, debe de ser otra cosa —murmuró Andrea, hablando sola.

De repente, sentí la necesidad de acabar lo que yo estaba diciendo, como si también esto lo llevase memorizado.

—Un árabe que había tenido al lado en aquel viaje les había dado un número de teléfono y se había ofrecido a enseñarles la ciudad. Un árabe rico, por supuesto, me dejó muy claro la mujer. Ella llamó a la mañana siguiente desde la habitación del hotel y aquel número estaba todo el rato comunicando, hasta que descubrió que era uno de los números del mismo hotel desde donde ella estaba llamando. Y que con el nombre que le había dado el árabe no había nadie registrado.

Andrea levantó la vista y me volvió a mirar con curiosidad irónica: parecía dudar si yo me había creído de verdad a aquella mujer, como si todo en realidad fuera una historia para asustar a niños pequeños, que todo el mundo conoce excepto los extranjeros.

—En cuanto llegué aquí —me dijo—, supe que no me gustaría. Aunque Stefan siempre dice que cualquier cosa es mejor que lo que dejamos allí... —se estiró como si tuviera sueño y señaló con el brazo hacia los edificios del centro de la ciudad—. La primera vez que subí a un rascacielos tuve la misma sensación que he tenido siempre después, de angustia por estar rodeada de agua. Stefan dice que hay un nombre para este miedo.

Hizo una pausa esperando que yo se lo dijese, pero no lo hice. Añadió:

—A Stefan le gusta mucho estar aquí. No lo cambiaría por ningún otro sitio del mundo.

—¿A qué os dedicáis? Maribel me dijo que Stefan era un saltimbanqui.

Lo dije pensando que era quizás era una palabra italiana que la gente del teatro utilizaba en todos los países, pero ella me miró como si fuera un insulto. Se lo traduje, intentando describir lo que yo pensaba que hacía un saltimbanqui: para mí era un término literario, me sonaba a juglar, a alguien muy delgado, en pantalones de malla, dando botes, trepando...

—Me viene la imagen de Burt Lancaster —le dije y ella por primera vez sonrió. Su gesto no era despectivo o triste.

—No, es una especie de mago. Y yo le ayudo. Actuamos para niños en escuelas privadas o en fiestas de gente rica. En Polonia actuábamos para gente mayor, pero aquí hay ya demasiados que se dedican... —se acercó y puso su mano junto a mi oreja izquierda, acariciándola durante un segundo; después, separó la mano y me mostró una moneda entre sus dedos—. Cosas así.

Me di cuenta de que Stefan debía de haber marchado hacía mucho más tiempo del que me había parecido antes y que Andrea continuaba, insomne cada noche, mirando borracha la ventana abierta, vigilando cada temblor diferente de las ramas, cada ruido de la calle que se pareciera a los pasos de él, al primer impulso, al salto desde el árbol: una cadena de sonidos tan familiar, a su manera, como para otros lo es el claxon de un coche, la puerta de un buzón o el ladrido de un perro mientras la llave gira en la cerradura. Estuvimos unos momentos en silencio. Pensé que, de aquí a un rato, sería de verdad la mañana y que yo bajaría a la calle y tendría que comenzar las vacaciones. Habría recogido las pocas cosas que había sacado de la maleta y me iría a la dirección del hotel de buen precio que llevaba apuntada, por si acaso. Por si acaso me encontraba con alguien como Andrea que, ante mí, se pasaba la mano por la cara y, cuando la separaba, aparecía un rostro diferente, brillante, bañado en lágrimas. Desde tan cerca, me di cuenta por primera vez de la edad real que debía de tener, casi cincuenta años. Tenía un aspecto indefenso, roto, pero entonces habló con decisión, como si ya hubiera decidido mi fortaleza:

—Stefan me dijo que aquí es donde se la tiró por primera vez. Cada vez que subíamos aquí lo explicaba, que a ella follar en un terrado de Nueva York, con el Empire State al fondo, le parecía una experiencia muy fuerte.

Me miró muy atenta, no porque temiera nada sino para comprobar cómo conformaba yo los ojos a lo que ella acababa de decir, como si de lo que tuviera que tener miedo no fuera de mis manos, sino de mis ojos. Estuve unos momentos en silencio, mirando la ciudad, sopesando. También aquel otro terrado se había convertido en la imagen de una prisión.

—Stefan debe de ser un hijo de puta —dije.

—Sí —aceptó Andrea, y fue como si se lo dijese a ella misma y admitiera, después de escucharlo, que era verdad, pero que era también un insulto tan inocuo como la palabra «saltimbanqui».

Se acercó un poco más:

—Abrázame —me pidió.

Yo sabía que no había nada sexual en aquel abrazo, sólo la compasión de ayudarla a pasar aquel mal momento, hasta que el alcohol le volviera a cambiar el humor. La cogí del brazo y ella hundió la cabeza en mi pecho.

—Supongo que no te servirá de nada —le dije—, pero Maribel piensa que él todavía vive aquí. Por eso he venido yo.

Andrea dejó ir una carcajada como las que yo le había oído antes, desde la cama, cuando Ron todavía no había entrado por la ventana. Le cogí la mano como si buscara la moneda que ella había hecho aparecer antes. Nos besamos. Abrí los ojos y me encontré con los suyos, muy abiertos, como asustados. Su beso era furioso. De tan cerca, su cara, sus mejillas, su cuello, tenían un aspecto frío, dolido. Yo tenía las manos paralizadas en su cintura, incapaz de acariciar su cuerpo; ella enterró sus dedos entre mi pelo. Tuve la misma sensación que la primera vez en aquel otro terrado, con Maribel, que podría estar mucho tiempo así, en aquel abrazo incómodo. Nos dejamos ir hasta que acabamos estirados. La pared rugosa me arañaba la piel.

—Espera —me dijo Andrea.

Se buscó alguna cosa que parecía molestarle en el bolsillo de los pantalones; sacó las llaves del piso, me las volvió a mostrar con la misma malicia de antes y las lanzó un par de metros detrás de mí, como si fueran la primera pieza del montón de ropa que entre los dos teníamos que formar.

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Copyright ©Antoni Carrasco, 1997
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Fecha de publicaciónFebrero 2001
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