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Gris de tiempo gris

David

Nicolás Soto
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Cuando cumplió años, David recibió de regalo un cuatro. El señor Azael Lisandro, su padre, había notado que el muchacho, cuando estaba en la casa, gustaba de solazarse con su creciente colección de discos de 45 RPM, escuchándolos en su aparato portátil, también obsequio de un cumpleaños anterior. David era un coleccionista nato: tenía barajitas de los peloteros de grandes ligas; metras de todos los tamaños y colores; suplementos de Batman, Superman, Chánoc y de todos los superhéroes habidos y por haber; álbumes de cromos con los cuales se había ganado un velocípedo y un maletín de química infantil; revistas ilustradas con los carnavalescos gladiadores del pancracio que, junto a los suplementos, resultaban ávido objeto de intercambio con los otros chicuelos luego de la matinée dominical. Pero últimamente el furor coleccionista se había concentrado en los discos de 45 RPM.

Su gusto era ecléctico. Arrancaba con la versión que hacía Billo de «La Pollera Colorá» y Emilita Dago guarachando con «El Veneno de los Hombres»; pasaba por el sensual y quejumbroso «Tronco Seco» de Lila Morillo; hacía un rasante por la llanerada de Simón Díaz cantando «El Superbloque»; se venía en picada con el muy rítmico «The Twist» de Chubby Checker; y aterrizaba con Los Teen Tops y «La Plaga». Todos ellos debidamente clasificados dentro de un álbum en el cual se insertaban los discos en compartimientos de plástico. Y cuando estallaba un nuevo hit discográfico, del género que fuese, desde Palito Ortega hasta Tito Rodríguez, David lograba que se lo compraran. Todo lo que era música lo atraía, sin duda. Se quedaba embelesado frente al televisor viendo a Víctor Saume o Renny Ottolina anunciar una interminable sucesión de estrellas de todos los colores y procedencias: Lucho Gatica, Alfredo Sadel, el «Chogüí» Néstor Zavarce, Los Cinco Latinos, Virginia López, el Indio Araucano, Edith Salcedo, Chucho Avellanet, Olga Guillot. Fue de esa manera que el señor Azael Lisandro pensó que su muchacho a lo mejor tendría aptitudes para el «excelso arte» (como lo calificaba don Lorenzo Miranda Toledo) y decidió comprarle un cuatro.

Recibió las primeras lecciones del profesor Arístides Mazatlán quien, además de ser su maestro de 5º grado en el colegio del padre Carrasco, solía catalizar su pasión musical dirigiendo una orquesta bailable, la única en Santa Narda de Miguaque. El profesor Arístides Mazatlán era un mulato de considerable estatura, labio belfo, papada porcina y vientre amenazador, pero su carácter afable lo hacía el favorito tanto de David como de sus compañeros. Jamás se le había visto propinar palmetazos en la mano a quienes se excedían en sus travesuras, como sí era el caso del padre Carrasco cuando se le metía el demonio inquisidor en el cuerpo. Para el profesor Arístides Mazatlán lo único que importaba eran los mambos, las cumbias, los pasodobles, los boleros y los chachachás que arreglaba para el Combo «La Sensación», con sus cuatro saxos, dos trompetas, dos trombones de vara, percusión, contrabajo y piano, ejecutado por él mismo. A no dudar, era su verdadero orgullo, cual padre afortunado.

David se esmeró desde el primer día con el cuatro. Al principio se le dificultaba un tanto, de oídas, el La-Re-Fa#-Si de la afinación que todo venezolano canturrea como «cam-bur-pin-tón». Las yemas de los dedos le despedían chispas al escudriñar el retruque de la tónica, sensible y dominante del Re Mayor; pero, al cabo de poco tiempo y tomándole la avanzada a los otros aprendices, ya estaba chapurreando los acordes de «Compadre Pancho» y de «Moliendo Café». La muñeca se destrababa y el tímpano vislumbraba sutilezas armónicas. El profesor Arístides Mazatlán lo alentaba.

No transcurrió mucho tiempo para que David lograse dominar todos los aires de la música folklórica venezolana. Atacaba con destreza joropos, pasajes, valses, gaitas, aguinaldos, galerones, polos, merengues y guasas. Era prácticamente insustituible en los actos culturales, verbenas y en cuanto asomo de conjunto intentara formarse en el colegio. El padre Carrasco comenzó a fijarse en él, cosa impensable hasta ese entonces, y lo incluyó en el grupo de luminarias del plantel. Las luminarias eran los campeones del saber y el deporte, a quienes el temperamental sacerdote recurría para su particular lucimiento cuando recibía la visita de autoridades de cualquier índole y, especialmente, de las personas que expedían el dulce olor de aquello a lo que se refirió Quevedo como «poderoso caballero es Don Dinero». Fisonómicamente hablando, abarcaban desde el desmirriado Sojito, quien podía recitar sin espabilar las fechas de un sinnúmero de batallas de la independencia y todas las capitales del mundo, hasta el espigado «Chino» Rivera, as del básquet, campeón mateador del team de voleibol y cuarto bate de «Los Caimanes», el equipo de béisbol del colegio. Y ahora, como último ingreso al grupo de luminarias, David, el «Mozart de Miguaque», como lo glorificaba el padre Carrasco.

En cierta ocasión, el profesor Arístides Mazatlán le comentó a David que un amigo suyo estaba vendiendo un arpa por tan sólo doscientos bolívares. El señor Azael Lisandro accedió a desembolsar la suma olisqueando, con algún sentido de negociante, que la ganga valía la pena. Además, el muchacho prometía, cosa que no dejaba de proporcionarle un dejo de satisfacción.

David le embistió al multicorde instrumento con su entusiasmo habitual y, previsiblemente, en breve lapso ya estaba pulsando alegres pajarillos, puntillosas quirpas y recios seis por derecho. El profesor Arístides Mazatlán le había recomendado practicar con el afamado arpista Rogelio Obregón, muy conocido en todo el llano por su bordoneo feraz y por su tipleo de exquisita tesitura rítmica, quien, por esos días, estaba en Miguaque, amenizando fiestas y terneras en los hatos vecinos. No fue de extrañeza alguna, para quienes conocían la prodigiosa capacidad de aprendizaje del muchacho, que Rogelio Obregón quedase fascinado con la rapidez y versatilidad con que David absorbía todo lo concerniente a melodía, ritmo y armonía.

—Este carajito es un fenómeno —le repetía Rogelio Obregón a todo el que se le atravesase en el camino.

—Pues claro que sí. ¡Si no lo habré notado yo, que soy su preceptor! ¡Por algo lo bauticé como el Stravinsky de la música criolla! —se atrevió a espetarle el impulsivo padre Carrasco, como queriendo hacer sus derechos de primacía.

—Me lo llevo pa’Caracas a presentárselo a Juan Vicente Torrealba: ¡y le sale contrato en televisión! —manifestaba con excitación Rogelio Obregón, celoso de no dejarse arrebatar su descubrimiento, finalizando muy llaneramente con un estruendoso «¡nojoda!».

El entusiasmo del famoso arpista era genuino. No tardó en hablar con el señor Azael Lisandro.

—El muchacho tiene calidad, amigo Azael. Me gustaría hablar con Juan Vicente a ver si lo presentamos por el canal 2 y a ver, también, si le grabamos un disco.

Esa noche, el señor Azael Lisandro conversó el asunto con la señora Maritza, su esposa.

—¿Y con quién lo vamos a mandar? —preguntó la señora Maritza.

—Pues tienes que ir tú con él, mujer. Ni de vaina se va ese carajito solo, aunque toque el arpa con todos los Torrealbas del mundo. Además, así aprovechas y me le echas una chequeadita a Azaelito, a ver si necesita algo. Con tantos peos que hay en esa universidad no vaya a ser que se le ocurra meterse a guerrillero. ¡Ahí sí es verdad que la cagaríamos!

—¿Y cuándo sería la ida? —volvió a preguntar la señora Maritza.

—El lunes de la semana de arriba —contestó el señor Azael Lisandro, aflojándose la correa que le torturaba el cada día más prominente abdomen, a la par que sacaba la cabeza por la ventana que daba al zaguán y arrojaba un ensordecedor escupitajo.

—¡Por Dios, Azael, que no me gusta que desgarres así! —lo increpó la señora Maritza.

—¡No seas güevona, mujer! —masculló el señor Azael Lisandro.

El día siguiente fue sábado. El señor Azael Lisandro pasó la jornada inspeccionando una finca que tenía intenciones de adquirir por los lados de Tenapa, un pueblo cercano a Miguaque. Cuando llegó a su casa ya eran casi las ocho de la noche. La señora Maritza estaba viendo Casos y cosas de casa en la televisión.

—¿Dónde está David? —interrogó el señor Azael Lisandro.

—En el cine con Pedrarias —respondió la señora Maritza.

A las nueve y media ya David estaba en la casa. Como de costumbre, se sentó al lado de su padre a disfrutar del desigual combate que, en lucha de relevos, libraban Jaime «El Fantasma» y el «Dragón Chino» contra el «Tigrito del Ring» y el «Gladiador Croata». La puerta de la calle permanecía abierta para que penetrase algo de brisa y amainara, en algún grado, el bestial calor del verano.

—Ese réferi está vendido pa’los rudos —comentó el señor Azael Lisandro, meneando con el índice los cubos de hielo del «Old Parr» que se estaba tomando.

—Mmmmjú —fue la respuesta de David.

Al terminar el último enfrentamiento, el señor Azael Lisandro se enfrascó en una larga discusión con Arquímedes, un antioqueño propietario de una ferretería ubicada a media cuadra de la casa de los Lisandro, también en la calle La Cuaima. El señor Azael Lisandro argüía que la lucha libre era puro circo, que «dónde carajo se veía que un tipo que estaba medio muerto y más cortao que una cántara de leche vieja se parara recuperado y ganara un combate a punta de tacles voladores y tijeretas asesinas». Y Arquímedes replicaba que él había presenciado una lucha allá en Medellín donde uno de los contrincantes había quedado «muertito de verdad-verdad que se lo juro mire luego de que le aplicaran una doble nelson y el hombre no se pudo soltar pero tampoco se rendía qué verraco el hijuelagranputa y cuando sonó la campana y el árbitro logró que el rudo lo aflojara (porque el susodicho era el técnico) el hombre cayó largo a largo y llamaron al médico de la comisión y el doctor le tomó el pulso y le alumbró las pupilas con una linternita y dijo qué va su merced este infeliz ya pasó a mejor vida y se formó la madre de las verraqueras con tángana y todo venga que le cuento vea».

—Si hubiera estado allá Paulita, la madrina de los luchadores, segurito que le cae a carterazos al rudo y al árbitro —comentó el señor Azael Lisandro, riendo de buena gana y meneando el derretido hielo.

Después de agotar las incidencias del pancracio arrancaron a hablar de política. «No, Arquímedes, a esta ancha base se la está llevando el diablo». «Pues fíjese que allá los liberales y los conservadores andan como uña y carne con el pacto nacional, vea usted». David decidió acostarse.

A las cuatro de la madrugada se despertó. Un ring-ring le taladraba incesantemente los oídos.

A la mañana siguiente, domingo, se reunió de nuevo con Pedrarias. Se pasaron la jornada oyendo una y otra vez el mismo disco.

El miércoles, el señor Azael Lisandro preguntó:

—David, ¿dónde está el arpa?

El muchacho titubeó, pero se decidió a contestar.

—Se la vendí al «Negro» Melo por cuatrocientos bolívares.

El señor Azael Lisandro se quedó casi congelado.

—¿Cómo es la vaina?

David remató la faena.

—Voy a comprarme una guitarra eléctrica.

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Copyright ©Nicolás Soto, 1997
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
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