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Gris de tiempo gris

Ambos

Nicolás Soto
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Elena abandonó de un tirón el soliviantado tálamo, dejando a José Gregorio Livorini con la catastrófica frustración del acto no consumado.

—¿Qué te sucede ahora? —la voz del felino denotaba la borrasca desencantada por la carnalidad insatisfecha.

Elena no respondió y procedió, pausadamente y sin vacilación, a vestirse. Livorini la contemplaba, regodeándose con la intensa femineidad con que ella se colocaba sus prendas. De cada uno de sus movimientos emanaba una premeditación aborigen, logrando producirle una zozobra inagotable lindante con zafio deseo y con admiración apocalíptica.

Era la manera como se ponía la falda, con un cimbreo de esas caderas exudantes de urticarias lujuriosas. Era la manera como se abrochaba los botones, con esos dedos delgados y rectilíneos, con esas manos que plisaban la tela sobre sus erectos senos. Era la manera como arreglaba su cabello, negro, espeso, ondulante y oloroso a noches equívocas, como crin de yegua amotinada.

Cuando Livorini se persuadió que Elena estaba dispuesta a marcharse y a dejarlo echado como las reses cuando paren, brincó cubriéndose con la sábana testigo de sus desboques contenidos. Elena fue más ágil y logró abandonar la habitación antes de que pudiera asirla. Utilizando la sábana como manto hebreo, Livorini siguió en pos de ella.

—Pero, ¿qué es lo que te pasa? —exclamó con sorda indignación cuando, por fin, pudo agarrarla por el brazo, sin detenerse a encubrir su rebajada facha ante la mirada atónita de dos de sus áulicos que conversaban en el recibo donde finalizaba el patio central del caserón.

—Suéltame, por favor —siseó Elena, lanzando fuego ponzoñoso por sus pupilas, acto con el que siempre lograba domeñar, en parte, los arrestos agobiantes de su amante—. Te he dicho más de mil veces que no me gusta —continuó, al sentir cómo aflojaban las garras húmedas de la fiera— que me maltrates, ni que me mallugues, ni que me golpees cuando estemos haciendo... eso. Te lo advierto, es la última vez que tolero estas manifestaciones enfermizas tuyas. Ahora suéltame de una vez porque me quiero ir. Ya he tenido suficiente de ti por hoy.

—Te pareces a María Félix cuando te pones así, mi negra —balbució José Gregorio Livorini, colocando su mano sobre la cabellera de ella e intentando aproximarla hacia él.

Los dos espalderos no sabían si observar abiertamente la escena que se les ofrecía bajo la pálida luz de los amarilluzcos bombillos y la luna llena, o si voltear púdicamente hacia un lado y hacerse los desentendidos.

—Compadre, ésta como que es la única tercia que ha puesto al jefe a largar la babita. ¿No le parece? —dijo uno, entre dientes y fingiendo no ponerle caso al episodio.

—Yo siendo usted, compay, me haría el pendejo —advirtió prudentemente el otro.

Elena se zafó bruscamente del cerco de Livorini y enfiló hacia la puerta. Ahíto de cólera por el desaire, el felino nuevamente la atrapó con firmeza.

—Negra, no me desprecies así, mira que soy capaz de...

—¿De qué? —lo enfrentó ella, sin mostrar rasgo alguno de pavor, cosa de la cual ella sola era capaz ante su presencia de bestia desfachatada.

Esta impavidez lo desarmaba en forma total: era la mangosta que siempre derrota a la cobra. De un manotón, Elena se libró de su acecho y, sin darle tiempo a nada, le espetó:

—¡Deja de ver tantas películas mexicanas!

Livorini sintió deseos de golpearla. Mas, su voluntad flaqueaba ante la belleza fosforescente de esa mujer que era una danta y una flecha con curare y una lanza en ristre y una señal desnuda en las cenizas de su hombría. Lo que muchos adversarios en lances abismales no se atrevieron, ni por asomo, a subestimar, ella lo resquebrajaba, lo trituraba, lo desintegraba.

La vio trasponer la puerta, con su caminar de lino y de espinas de rosal.

—Síganla y vigilen que no le pase nada —ordenó a los dos espalderos—, pero sin que ella se dé cuenta.

Los dos interpelados interrumpieron sendos bostezos internalizados y partieron raudos tras la barragana de su amo.

Elena se dirigió, sin titubeos y sin mirar atrás, hacia su casa. Su ánimo denotaba una confusión vítrea. La atracción zoológica que había venido experimentando hacia el machismo aspaventoso de José Gregorio Livorini estaba evolucionando certeramente sin que ella supiera el derrotero.

Era un maremágnum de sentimientos encontrados. Por un lado, existía un ansia de su parte por conseguir una sombra protectora, un baquiano de carácter que guiara su vida hacia derroteros de autosuperación. Pero ese paradigma debería ser, a la vez, un prodigio capaz de satisfacerla como hembra porque, y en esto era sincera consigo misma, comprendía que en su naturaleza cerril confluían todas las corrientes ígneas de esa tierra y de ese ambiente de pasiones soterradas. Ella era una suerte de cénit sensual y, por más que tratase de evadir tal circunstancia, siempre se encontraba como punto de referencia y confrontación para las demás mujeres de Miguaque, y como trofeo de caza para todos los machos que podían dejar de atisbarla como a la droga que conforta.

Pero, por otro lado, deseaba ser amada y comprendida. Cuánto hubiera dado por desahogar sus cuitas con algún espíritu de igual resonancia y obtener alivio a sus angustias. Sin embargo, todo lo que le rodeaba no era sino una caterva de reflejos de plástico, meros zombies que deambulaban por su vida, sin aportar nada a ese vacío inicuo que cada día la asfixiaba y la oprimía más.

Su relación con Livorini había empezado como otra reacción de rebeldía ante el cerco invisible que cercenaba sus pasos silvestres de potranca cimarrona. Desde el primer día que la vio, la bestia no ocultó su deseo. Ella percibió, al mismo tiempo, cómo los demás rivales se cohibían ante la pretensión avasalladora del demonio suelto. Como ya era hábito, ella jugó con él, enardeciéndolo, provocándolo, incitándolo abiertamente sin garantía cierta de posesión. Y donde los demás reculaban por miedo intestinal a la muerte, Elena obtenía la miés del encanto, del subyugamiento, de la adoración.

Cuando al fin se entregó a él, fue un noviciado ambivalente. El gozo físico franqueó una satisfacción medianamente gratificante. En realidad fue ella quien, muy sutilmente, dominó el acto carnal con habilidades de cortesana parisina, con artes de favorita del serrallo, con prodigios simulados de Herodías sabanera. Pero el horripilante vacío siguió perturbándola. Livorini carecía de cualquier sagacidad que halagara, potenciándola, su alma de mujer, su espíritu ávido de sensibilidad por un verdadero hombre.

Su familia se había acostumbrado a los devaneos con que atraía a los moscardones miguaqueños. En cierto momento, hasta habían tomado a guasa los defectos evidentes de los viejos verdes que la acosaban. Pero con Livorini era distinto. Un silencio macerante la recibía cada vez que visitaba a la vieja dulcera. La antigua locuacidad se había desvanecido en una serie de omisiones sólidas y de mutismos astillados. Cándido procuraba ser amable, pero la suavidad algodonosa de sus maneras y su cortesía lampiña cada día le resultaban más difíciles de soportar.

Pedro Ramón se hundía inexorablemente en el tremedal de la degeneración y la inconsciencia. Era su culpa, su estigma y, no obstante, Elena no sentía ningún remordimiento por ello. No representaba sino el duro precio que debía pagar por la subsistencia en un entorno donde, aunque no lo pareciera, prevalecía la supervivencia del más apto en los términos darwinianos más transparentes. Si la debilidad de Pedro Ramón no le permitía erguirse, entonces lo lógico era que pereciese. De todas maneras, ya su patrimonio estaba prácticamente evaporado y su utilidad, como proveedor de emolumentos, desaparecía a pasos agigantados por causa de su inveterado alcoholismo. Elena ni siquiera se paseaba por la posibilidad del divorcio. «¿Para qué amargarse la vida?», pensaba, «si con aguardar un tiempo más todo este rollo se soluciona solo.» Además, la pletórica bolsa de Livorini compensaba las deficiencias suplidoras de Pedro Ramón Sojo.

De Pedro Esteban no llegaba a pensar en términos conscientes. Habían arribado entre ambos a la ignorancia mutua, acrecentada por la muralla de silencioso reproche que se había erigido entre sus presencias incorpóreas. Cualquier rasgo de amor filial, germinado durante el proceso maternal, desapareció de cuajo al Elena darse cuenta de que el centro de su existencia era ella misma y que no había lugar para nadie más, por muy brotado de sus entrañas que fuera. La vieja dulcera había cuidado de Pedro Esteban durante sus primeros años, con eficiencia de vaca matrona resguardando a sus becerros. Pero la penosa carga de las constantes enfermedades del pequeño, causantes de su esmirriada y jipata contextura, determinó el que, al cabo de diez años, la vieja se fatigara y comenzara a prestar más atención a sus propios achaques, dejando al niño completamente a la deriva. Pedro Esteban subsanó el abandono entregándose a los libros, registrando minuciosamente la biblioteca de Pedro Ramón y devorando con fruición las fulgurantes novelas de Julio Verne y Emilio Salgari, la lid civilización-barbarie de Rómulo Gallegos, las ditirámbicas epopeyas de la guerra de independencia, los enjundiosos atlas de geografía universal y las historias detectivescas de Ellery Queen. Elena sólo asumía la existencia del retoño en las ocasiones en que el padre Carrasco la llamaba para hacerle entrega de los diplomas que Pedro Esteban obtenía por su ejemplar conducta y aplicación.

Elena pensaba de pasada en todo esto, evocando a todos esos seres que poblaban su existencia como fantasmas de almidón, como espectros de un mundo traído por los pelos. Todavía, conjeturaba, no había empezado, ni por asomo, a vivir para ella misma, aun cuando jamás hubiese tomado en cuenta a los demás a no ser para satisfacer sus propias necesidades, su propia coquetería, su propio apetito.

Llegó a su casa. La luz anémica de los faroles públicos se combinaba escuetamente con el nácar ensuciado de la luna llena, formando un ambiente de fotografía granulosa y subexpuesta. Los dos espalderos de Livorini se detuvieron en la esquina, contentos de que la labor encomendada estaba próxima a su fin. Observaron a Elena entreabrir el pesado portón de roble. Una luz de amarillo enfermo torció las penumbras.

De repente, vieron descender de un Charger, aparcado en el sitio usual del Cadillac de Livorini, a una figura de delgadez egipcia con intenciones de abordar a la enamorada de su patrón.

—Elena —se escuchó decir al hombre en un susurro contenido.

Uno de los sicarios hizo ademán de sacar el revólver que portaba y adelantarse para interceptar al desconocido.

—Espera —lo contuvo su compañero.

Elena tuvo deseos de acelerar su entrada a la casa. No era que tuviese miedo, pues en Miguaque los atracos eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, sabía que José Gregorio Livorini mantenía un constante espionaje de su casa cuando ella se encontraba ahí y prefería evitar cualquier incidente, por baladí que fuera, para evitar desproporcionadas y aun violentas reacciones por parte del felino. Mas, esa voz que se oyó en el estridente silencio de la canícula tocó una extraña fibra en su vientre, inmovilizándola durante un segundo.

—Elena, por favor —musitó el desconocido con una especie de timidez tambaleante, a la par que se acercaba con pasos remotos, como queriendo evadir el tedio de las estrellas.

El espaldero seguía con la mano engarfiada en la cacha del revólver.

—¿Quién es ese carajo, compañero? —preguntó.

—Esperemos a ver, compay. Nosotros no somos quiénes para meternos en ese berenjenal. Lo nuestro es estar ojo’e pipa para después informarle al jefe.

El paso vacilante del desconocido pretendía disimular una enigmática cojera. Elena lo atisbó con ojos de colegiala sepultada en aluviones de sangre, de placentas y de retratos descoloridos.

—Nectario —se escuchó a sí misma decir, con una voz que pertenecía al pasado y que le trajo reminiscencias fugaces de paseos en convertible atravesando la luz azucarada del estero, de metáforas tropicales en la aguda voz de Benny Moré y de palabras de amor al desgaire en momentos secuestrados a la brisa exquisita del recuerdo.

—Elena —repitió él, ahora casi con énfasis de caballero andante, acercándose con su renquera y su soledad trashumantes.

Se miraron el uno al otro como reflejados en ecos ocultos tras hileras de aprehensiones umbrías.

Ella se adelantó de un paso. Nectario, o Benavides, permaneció expectante, con manos inquietas y ojos fijos en la cercanía acanelada de la hembra vislumbrada a través de la luz leucémica.

Elena reconoció en las borrosas sombras de la esquina a los espalderos de Livorini. Su instinto de danta en la manigua resurgió, de golpe, dejando de lado la sorpresa por su tropezón con el pasado.

—¿Ése es tu carro? —preguntó, sofocando la emoción.

Nectario, o Benavides, lo confirmó con un gesto.

—Vamonós de aquí —conminó ella, obligándolo con su actitud a seguirla.

Los dos espalderos notaron, sin tener tiempo a reacción alguna, cómo partió el Charger en veloz arrancada.

—Al jefe no le va a gustar esta lavativa —aseveró uno.

—Vamos a sortearnos quién de los dos le va a echar el cuento completo —propuso el otro.

José Gregorio Livorini sólo mostró una mueca de gallito aguijoneado cuando escuchó el episodio. Sus dos subalternos creyeron que, por una vez en la vida, se iba a tomar el asunto un tanto a la ligera.

Súbitamente, un salvaje puntapié reventó en varios pedazos un taburete cercano. La furia de la bestia se desencadenaba. Sin mediar palabras, Livorini se vistió en un santiamén y salió como una tromba. Los dos sigüises escucharon la ronca exhalación del Cadillac al partir a toda mecha.

—Preferiría enfrentarme a Mandinga antes que tener un encontronazo con el jefe esta noche —dijo uno.

—No hombre, compita, eso es así mientras la encuentra. Cuando la consiga ella sabrá cómo aquietarlo y dejarlo mansiiiito —argumentó el otro.

Elena y Nectario no supieron qué decirse mientras el Charger desandaba distancias. La luz de los faros se mezclaba con el rumor de la luna llena desgarrando los velos de la tenue y calurosa oscuridad. Elena señaló un camino lateral. La noche se llenó de polvo y de arias entonadas por hipnóticas chicharras. Llegaron a la orilla de una quebrada herida por un fajín largo y delgado de refracciones lunares. La brisa jugaba con la cabellera de ella.

—Aquí podemos estar tranquilos. Esto pertenece a una finca de mi... marido —explicó Elena, con cierta vacilación, al descender del vehículo.

Nectario, o Benavides, fumaba con fatigado nerviosismo. Luchaba para encontrar las exactas palabras.

—Te preguntarás por qué, después de tantos años.

Su voz era un murmullo perdido en un laberinto azul marino. Caminó hacia Elena, evidenciando el agarrotamiento de su pierna. Nectario, o Benavides, percibió su mirada aprensiva, mezcla de lástima y dolor.

—Es un recuerdo de aquella época. También es una de las razones que retardó mi regreso.

Breve pausa.

—Hay muchas cosas que debo explicarte.

Elena remontaba un torbellino confuso. Muchas cosas la atraían a ese hombre. Simultáneamente, había tantos días, tantos meses y tantos de años de ausencia plomiza que se interponían entre ellos como un muro construido sobre cimientos de calendarios despedazados. Su respiración excitada finalizaba en polaridades de alegría y tristeza, de calmas y borrascas, de enojado amor y cuajada indiferencia.

—Este... este accidente —exhaló, dubitativamente, Nectario, o Benavides— ha sido la causa de que no me haya presentado antes. Aquel balazo que recibí la tarde cuando me capturaron no fue apropiadamente curado mientras estuve preso. En ciertos momentos tuve pavor de que me cortaran la pierna. Total, ya para qué, si igual me quedé lisiado. Ya nada es como antes.

Elena intentó hablar. Él no la dejó.

—No, no digas nada... aún. Déjame terminar de contarte. Es una deuda que tengo contigo y conmigo mismo. Cuando me llevaron de aquí, Elena, te juro que deseé fervientemente la muerte. Comprendí que estuvo mal el haberte engañado al no revelarte mi secreto: quién era, qué hacía aquí y todo lo demás. Al enamorarme de ti estuve a punto de contártelo todo, pero me abstuve al percatarme de que podía ponerte en peligro. Hoy agradezco el no haberlo hecho. No deseo aburrirte con el rosario de bestialidades de que fui objeto y de las que he sido testigo.

Nectario, o Benavides, encendió otro cigarrillo.

—Llegó un momento en que me sentí profundamente pesimista por todo el género humano al notar cuánta vileza, cuánta villanía, cuánta vesania puede existir en algunos seres que, a simple vista, no difieren en lo más mínimo de ti, de mí o de cualquier persona. Pero, más que eso, sentí miedo por mí mismo y por mi cobardía física.

Nectario, o Benavides, hablaba sin levantar la vista.

—Hubo momentos afiebrados en que caí presa de alucinaciones perversas que, puedo asegurártelo, eran tan vívidas, tan reales, tan plausibles, que existen lagunas en mi mente en que la diferencia entre lo ilusorio y lo verdadero está signada por un matiz somero, por una pátina de ensueño. En una pesadilla recurrente, sueño que me acobardo de la manera más abyecta y que confieso todo, aun antes de que los esbirros me pongan la mano encima. Y lo que es peor, Elena, no sé, no tengo la más mínima certeza si eso ha sido un sueño o si ha sido la realidad. Es una angustia cauterizante que me carcome porque muchas de las personas que denuncié en esa maldita pesadilla, en esa maldita alucinación, fueron capturadas. Y varios entre ellos fueron ajusticiados por esos desalmados, por esos sádicos como Polanquito, aquel enano repugnante que intentó ponerte las manos encima, Elena, aquel macaco repulsivo y libidinoso que pretendió abusar de ti y que ojalá, hoy en día, esté pudriéndose en el infierno. Quisiera borrar esta incertidumbre de una vez por todas pero le tengo miedo a la verdad, le tengo miedo a la oscuridad implacable, le tengo miedo a la muerte.

Nectario, o Benavides, contemplaba la opalescente claridad del astro que colgaba de la tapa del firmamento. Vio la silueta del perfil de Elena contra el fondo acuático de la noche calurosa.

—Y, sin embargo, nunca pude dejar de pensar en ti. En todo momento me aferraba a tu recuerdo para escapar de las visiones malignas. Pero, a la vez, temía volverte a ver porque la certeza de que nada continuaría siendo como antes se apoderaba de mi espíritu y me hacía desfallecer. Llegué a pensar en el suicidio, Elena, porque tuve el convencimiento de que vivía recluso en un purgatorio de espejismos. Pasé días enteros sin comer, sin dormir, toda mi atención enclavada en el dolor físico que me corroía. Renegué de ti, una y mil veces. ¿Para qué abrigar tantas esperanzas? No era más que una piltrafa, un minusválido, un tullido. ¿Qué podría una preciosa flor como tú ver en mí? Estaba predestinado a la conmiseración. Por lo tanto, la salida preferible era quitarme la vida. Ah, pero soy, además, un maldito cobarde. ¡Soy un cobarde! ¿Me oíste? Aparte de ser un abyecto, un reptil, un sapo, un delator, soy también un cobarde, ¡un maldito cobarde!

—Nectario, por favor —trató Elena de interceder.

—¡Y también soy un farsante! ¡Ni siquiera me conoces por mi verdadero nombre! Tú que eres el único ser con el que he sentido verdadera afinidad. Más que afinidad: amor.

Elena sintió una culpabilidad farragosa.

—Porque te amaba, Elena, y todavía te sigo queriendo, aunque no puedo saber si estoy enamorado de un recuerdo borroso de hace quince años. No sé si has cambiado, si eres otra, si has encontrado felicidad con otro hombre. Y heme aquí, apareciendo cual príncipe de cuentos infantiles, reclamando un derecho que no supe hacer valedero por causa de mi desidia y mi cobardía. Te traicioné una vez al desear la muerte como alivio para mis propias contradicciones. Te seguí traicionando cuando recobré la libertad por no haber venido junto a ti a compartir los momentos buenos y los malos. Sólo pensaba en mis impedimentos, en mis limitaciones, en mis complejos. Pretendí conservarte como un recuerdo aterciopelado pero sin atreverme a conjurar tu imagen impíamente claveteada en mi corazón. Nada me satisfacía, nada me distraía, nada me alegraba.

Hálito de brisa en la hojarasca.

—No podía continuar viviendo en esta permanente zozobra, con tu recuerdo viniendo a mi mente a cada hora del día y de la noche para reprocharme por las traiciones que cometí. Hace pocos días me topé con un miguaqueño, de los de aquella época, de los que me llaman Nectario, como tú. Al principio, mi intención fue esquivarlo. No deseaba exorcizar fantasmas del pretérito porque podían revivir cicatrices despiadadas. Pero la insistencia de esa persona fue tal que no tuve más voluntad de hacerme el desentendido. Conversamos amablemente de los tiempos idos. Le pregunté por toda la gente que había conocido y procuré mantener la tertulia en los términos anodinos usuales. Sin embargo, sabía que, a la larga, mi boca pronunciaría tu nombre, como en efecto lo hice. Traté, de la mejor manera posible, de no delatar mi emotividad. Esa persona, Elena, me contó un sinfín de cosas. No quise creer un ápice de lo que me refirió. Pero la duda carcomía mi mente. ¿Cómo era posible que el ansia de mis desvelos hubiese caído, también, en la degradación? ¿Es verdad todo eso, Elena? ¿Hemos transitado por caminos paralelos? Me resisto a creerlo. Pero si es así, si todo ello es cierto y no se trata únicamente de habladurías de pueblo chiquito, entonces quiero saberlo de tus propios labios. Quiero oírlo de tu propia boca.

Elena intuyó que, por segunda vez en su vida, estaba a punto de perder el dominio en su relación con un hombre. Con el mismo hombre. Un vibrante nerviosismo la vestía con ropajes ripiados de desasosiego y turbación.

—Nectario, yo... yo quisiera también explicarte todo.

Nectario, o Benavides, se le aproximó, la patética cojera comprimiéndole el alma.

—No soy quién para juzgarte, ni quiero que pienses que he venido para enmendarte o recatarte de las garras del pecado o redimir tus culpas. Si existe esa redención de que tanto nos hablan, yo, más que tú, soy candidato a afrontarla. Pero no quería sumergirme en ese mar de perdones y penitencias sin antes haber obtenido el consuelo de tu compañía. Elena, hoy me siento mejor que en mucho tiempo. He descargado un peso enorme que me aplastaba. Sé que no soy un portento de fortaleza o un dechado de virtudes. Sólo pido la gracia de tu caridad.

Elena puso una mano en su mejilla por vez primera en quince años.

—¿No piensas quedarte? —le preguntó, con una candidez de hacía tres lustros.

José Gregorio Livorini estacionó pesadamente el Cadillac delante del viejo caserón de la mal alumbrada calle Federación. La noche sonaba en el lejano escobilleo del diálogo entristecido entre una guitarra y un piano que labraban lánguidamente un vals peruano. El portazo coincidió con la porfía electromecánica de Julio Jaramillo repitiendo monótonamente «un corazón triste... un corazón triste... un corazón triste», hasta que un sonido chirriante le concedió la misericordia de evadir el surco rayado. Varios perros asomaron sus hocicos vociferantes desde las casas vecinas. Una furia contumaz, en mezclote con un ansia enjabelgada en fucsia, barría cualquier esbozo de pensamiento racional en la mente de José Gregorio Livorini.

Instintivamente hurgó en sus bolsillos y dio con la copia de la llave que había logrado proporcionarse de la casa de los Sojo. Con un solo movimiento, como en un plano secuencia, penetró al interior. La oscuridad sólo era interrumpida por la magra azotaína lumínica de un bombillo de cuarenta vatios sitiada por una mafia de insectos en desusada danza mortífera. El taconeo de sus puntiagudas botas flageló el meduloso silencio como puñales apócrifos.

Abrió la puerta de la habitación de Elena. Con agobio urticante revisó las gavetas de su cómoda. Vio sus prendas íntimas y sintió un garrote vil en tiempos transitivos. Vació los cajones y sacó con saña rizada los vestidos del escaparate. Arrojó las prendas mientras su boca paría espumarrajos anárquicos. Todas las pertenencias terrenales de Elena fueron a parar al suelo.

Livorini respiraba escurridizamente. Sintió necesidad de aire fresco. Salió al patio y se apoyó en una columna redonda. Vio la pequeña fuente del centro y se dirigió hacia ella. Se mojó la frente, las sienes, se restregó los ojos y las gotas de agua fueron como sucedáneo para unas lágrimas invisibles que tenía prisioneras en su pecho. El incesante hormigueo en sus pies le impedía quedarse estático en un sitio. Fue a las otras habitaciones, encendiendo a su paso todos los bombillos, y procedió a victimizarlas con idéntica rabia. Recordaba a ráfagas su improductiva búsqueda. Se vio a sí mismo, como en una película tridimensional, llegar al Hotel Santa Narda y entrar en estampida al Salón Azul en pos de ella. El aire acondicionado, revuelto con el pesado humo y la cháchara de los comensales, lo abofeteó con una coz almibarada. A través del velo de su exaltada soberbia vio al padre Carrasco, al coronel Ferrer y al «Cabezón» Alvarenga, el gorrón más conspicuo de Miguaque, invitarlo a compartir una animada libación de fino escocés. Oyó llamar su nombre por aquí y por allá, pero había un magnetismo neurótico que lo impulsaba a pasar de largo en su persecución electrizada. Tropezó con una mesa y, temeroso de perder un precioso segundo, la desvió de una sonora patada. Se asomó la cervecería del hotel y atisbó entre las parejas que bailaban al compás de las voces alegronas de Cheo García y Memo Morales. La gente se apartaba amoscada evadiendo su paso insolente. Los mesoneros, con ficticias obsequiosidades, intentaban conducirlo a una mesa desocupada o a su lugar favorito en la barra y él, de un empellón, los apartaba. Se marchó, dejando tras de sí una impresión de rebaño aliviado ante el alejamiento temporal de las pezuñas obscenas del depredador.

El asfalto lamió los hilos rechinantes del desfogado Cadillac. Llegó a la sede de la Asociación de Ganaderos. Los retratos empañados de Anacleto Livorini y de su padre, Juan Bautista, colgando en la galería de los fundadores, recogieron el aire intimidador que dejó a su paso. Vio a Efraín Alvarenga, a Alfredo Enrile Salom y a Lino Fragachán saludarlo desde la oficina de la presidencia. No había nadie más, se percató. Exclamó un sonoro juramento a todo pulmón que se oyó en todos los rincones del amplio local.

—Esa mujer va a ser perdición —comentó flemáticamente Efraín Alvarenga, escuchando alejarse el candente taconeo.

—Carajo, pero qué buena está —puntualizó Lino Fragachán, chupándose sonoramente los caninos.

—Ya lo veo por el mismo despeñadero por donde rodó Pedro Ramón —pronosticó Alfredo Enrile Salom, acomodándose la faltriquera.

—Yo a quien veo es a ustedes dos poniéndose en ese pocotón de hectáreas. ¡Cómo les gusta velar güires, nojose! —auguró, a su vez, Lino Fragachán rascándose el cogote.

—No hables boberías, Lino, que tú también estás ahí como gavilán en alambre, esperando a que los mangos se pongan bajitos para estirar las manos y embuchártelos —recriminó Alfredo Enrile Salom, acariciando una leontina dorada.

—Con la gran salvedad de que, además de las tierras, le quieres echar el guante a la moza otra vez, Lino Fragachán, porque desde que regresó José Gregorio más nunca tuviste chance de salir con ella «a dar unas vuelticas», como acostumbrabas decir —clarificó Efraín Alvarenga, atisbando a la fiera aludida arrancar el Cadillac a trompicones.

—Feliz yo, que no tengo mujer que me domine —replicó Lino Fragachán, jurungándose las fosas nasales.

—¡Gallo picador! —Alfredo Enrile Salom animó la cosa.

—Si lo dices por mí —arguyó defensivamente Efraín Alvarenga ante la clara alusión a la absorbente María Esperanza—, estoy orgulloso de ser monovaginal. No ando por ahí metiéndome en camisa de once varas.

—Bueno, chico, no te lo tomes tan a pecho —intervino otra vez Alfredo Enrile Salom, acariciando un rejo—, porque, si a ver vamos y que me perdone mi difunta mujer, a cualquiera se le mete la candela en el cuerpo nada más que de ver a Elena. Y por eso es que más o menos comprendo lo que le pasa a José Gregorio.

—A mí no me interesan sus tierras —advirtió Lino Fragachán, con cierto dejo de insinceridad, mientras se sacaba la cera de los oídos con un fósforo—, pero al menor síntoma de agüevonamiento le caigo a la tercia otra vez.

—Genio y figura hasta la sepultura. Pero de verdad que tú te la pasabas saliendo con ella, Lino, y, por lo que se te ve, ganas de volver a las andadas como que no te faltan —afirmó el papá de María Enriqueta, sin dejar de recordar el estiramiento cargado de enojo que experimentaba María Esperanza cada vez que alguien, siquiera por asomo, mencionaba el caso de Elena en su casa.

—Ay, hermanito, si te contara —se vanaglorió Lino Fragachán a la par que escupía una concha de caraota que se le había quedado varada en las encías— ¡Qué teticas más paraditas y duras, siempre apuntando al cielo, nojile! ¡Qué culito tan redondito! ¡Ay, coño, se me está parando el machete nada más que de acordarme!

Alfredo Enrile Salom se relamió de impaciencia.

—¿De verdad te la dio, Lino?

Alvarenga y Enrile aguzaron la atención. Fragachán se tomó un par de segundos, que parecieron lustros, para disfrutar de la ávida atención de sus colegas.

—Sí —mintió infantilmente Lino Fragachán, sin poder reprimir un eructo que le hizo recordar el cochino frito con caraotas negras que se había zampado en la cena.

Las calles de Santa Narda de Miguaque jipeaban sollozos de falsa sangre bajo la silueta cromada del Cadillac. José Gregorio Livorini atravesó su presencia de res tasajeada en la discothèque La Tinaja, en los restaurantes Da Bettino y El Escorial, en el Club Libanés y en el casino de los militares. En todos los lugares le salían las mismas caras fantasmales, verdosas y ebrias de pícaras soledades, invitándole a compartir un trago, mirándole con recelo y miedo de azogadas blasfemias. Bocas pintarrajeadas, ojeras pleistocénicas, máscaras raídas por palideces remotas, voces en huecos cariados y respiraciones aritméticas se entrecruzaban con el idioma de los altavoces, haciendo que los cuerpos desnudos debajo de las telas se cimbraran indulgentemente. Una trompeta colérica le comunicó mudamente que los músculos, los huesos y el pelo de Elena danzaban con frenesí, simulando un coito bajo telarañas de campanario, en un rincón de aquella luz verde que revoloteaba como un aguaitacamino con plumas de metal. La tomó por un brazo y la haló por la fuerza. El colorado consorte que la acompañaba, evidentemente un forastero, se violentó. Ya iba Livorini a descerrajarle cuatro tiros con el calibre cuarenta y cinco cuando se dio cuenta de que la muchacha se parecía mucho a Elena.

—La vas a contar de vainita, catire —le espetó al paralizado y gagueante compañero de la chica, al tiempo que se embusacaba nuevamente el Colt.

Siguió vaciando gavetas, tumbando cuadros y fotografías enmarcadas. Las pocas pertenencias de Pedro Ramón y Pedro Esteban encontraron temporal reposo en el piso de cemento pulido.

Entró a la cocina. Las cacerolas y los platos comenzaron a caer estrepitosamente. El estruendo asesinó con premeditación, alevosía y ventaja al lloriqueante vals peruano de la lejanía.

Volvió a recordar su peregrinación desesperanzada por todos los dancings, botiquines de mala muerte, prostíbulos y galleras, buscándola como un ánima en pena, con una desesperación autista y delirante. La pensaba acompañada por el otro y la furia devenía en borrachera pirotécnica. Le daban ganas de esconderse encima de un sueño senil y taparse los oídos para no escuchar el ruido acre de su adicción por ella. Sacó el revólver y vació su contenido contra las vitrinas, el refrigerador y la vajilla. Todo volaba, cual tautacos alucinados.

«Tenapa», pensó. «Está en Tenapa con el desgraciado del Charger.»

Jadeó como un toro maneado. Se pasó el envés de la mano por la boca, aun teniéndola reseca y le repugnó el olor a pólvora mezclado con dulce de hicacos y carato de maíz fermentado. Sintió un escozor en el cogote.

Pedro Ramón lo observaba con una expresión de venado empolvado desde el umbral del comedor. Una sombra dentada que lo arropaba lo hacía ver como un espanto televisivo. José Gregorio Livorini, habituado a considerarlo como una no persona, lo miró como se mira a un bicho estorboso. Con su paso de tigre en los raudales, lo apartó de un zarpazo haciéndolo trastabillar y caer. Pedro Ramón quedó como prosternado, sosteniéndose de un quicio de ladrillos. Un brillo de acantilado pétreo imantó sus ojos. Cogió un filoso cuchillo de picar huesos y lo contempló breve y premeditadamente. Buscó la espalda, la nuca, la tráquea, la yugular, la carótida de Livorini. El mitigado taconeo le advirtió que éste se marchaba con tranco estirado y veloz.

«La Miguaqueña» se había detenido y Pedro Esteban venía justo de apearse cuando la fiera surgió del amarillento corredor.

José Gregorio Livorini casi ni vio al hijo de su querida ni al gentío que se arremolinaba asustado por los plomazos. Pero sus ojos de depredador afiebrado dieron con el semblante de prominencias agudas de Pedrarias y su memoria trajo a colación una reciente afrenta. Nuevamente la retentiva del rapiño grabó la faz del enemigo. Mas la urgencia de la hembra escurridiza lo obligó, intuitivamente, a postergar el lance. Pedrarias, inmutable, devolvió la mirada.

La mano de Elena seguía, cálida y gentil, sobre la mejilla de Nectario, o Benavides. Lo veía con ojos profundos y encendidos de ingenuidad, los mismos ojos de hacía quince años. Escuchó el caroní de palabras que se abría paso hasta la savia de su alma como peñascos que aplastaban su congoja y la música de aquella voz que empapelaba su espíritu con un discurso olvidado.

—Nectario, no tengo nada que perdonarte.

Nectario, o Benavides, se apartó un tanto de ella, como buscando fuerzas en el bramar hormigueante de la quebrada.

—Pero es que soy una piltrafa. He debido venir a buscarte inmediatamente que salí de la cárcel. En vez de eso, traté de alejarte de mis pensamientos. No sabes cuántas estupideces e idioteces he hecho para olvidarte, sin resultado alguno, por supuesto. Me dejé picar, viejo hábito al fin, por el tábano de la política y me he metido hasta el codillo en las luchas fratricidas del partido.

Elena presentía invocaciones de molinos antaños.

—¿Sabes? —deslizó Nectario, o Benavides—, estoy de fugitivo otra vez.

Encendió otro cigarrillo. Elena sintió un vacío de alforja enmohecida en el vientre.

—No sé si te comprometeré en algo, pero esta vez quisiera contarte algunas de mis cuitas para no tenerte así, tan en ascuas. Por favor, no me mires de ese modo, como si fuera a morirme en unos minutos porque se me desmigaja el corazón, Elena.

Se aproximó a él y tomó su mano, más que todo para darse ánimo a sí misma.

—Los compañeros que no fuimos aventados al exilio comenzamos a sufrir un lento, pero inexorable, proceso de radicalización en nuestra visión de la dinámica política. Cosa que nunca fue bien vista por la gente que estuvo afuera, disfrutando las más de las veces de pasantías confortables al amparo de universidades yanquis y, ¿por qué no decirlo?, del Departamento de Estado, mientras nosotros aquí nos embraguetábamos con los esbirros de Pedro Estrada. Creo que si Ruiz Pineda no cae muerto le hubiera disputado de tú a tú el liderazgo del partido a Rómulo Betancourt, a Leoni, a Carlos Andrés Pérez (¡ese policía sangriento!), porque Leonardo estaba empezando a darse cuenta de la necesidad de transformación profunda, radical y sin dobleces que amerita este país. Después del 23 de enero, los enfrentamientos frontales con la vieja guardia no se hicieron esperar. Nuestros puntos de vista diferían desde la médula misma de los conceptos. Ellos se conforman con el pragmatismo reformista, sin ruborizarse por su alianza con la burguesía pro-yanqui y las camarillas gorilas militaristas. Nosotros abrevamos en las fuentes renovadoras del marxismo-leninismo y de la revolución cubana. La ruptura era inevitable. Cuando Gumersindo Rodríguez (¡ese energúmeno traidor!) escribió el editorial en Izquierda, todos sentimos que el momento de empuñar las armas había llegado. Por supuesto, a causa de mi pierna estropeada no han querido que yo suba a las montañas, pero he estado colaborando con los cuadros de las guerrillas reuniendo medios, consiguiendo suministros de todo tipo, distribuyendo información. Y, como era de esperarse, la Digepol, nuestra nueva Seguridad Nacional, ya está detrás de mis pasos, por lo cual tengo que vivir enconchado y cambiando de identidad como quien muda de camisa. Pero te estoy aburriendo con mi monserga política, ¿verdad?, y no estamos aquí para eso. Fíjate en todos los barullos en que me he metido nada más que con la intención de olvidarte para fracasar estruendosamente. Y, ¿sabes?, me alegro de haber fracasado y de seguir fracasando porque, pensándolo bien, no quiero olvidarte nunca, nunca, nunca, nunca. ¿Qué dices a eso?

Elena apoyó la cabeza sobre su hombro y suspiró, sintiendo una rara paz.

—Yo tampoco he podido borrarte de mi mente.

Las luces de los escasos vehículos que venían en sentido contrario fatigaban las córneas extendidas de José Gregorio Livorini. Un iracundo cornetazo de una gandola amarilla lo conminó a rectificar su desplazamiento, sin dejar de ver la taciturna orilla de la carretera.

De pronto, de un camino lateral, emergió un auto deportivo. Era un Charger, sin duda alguna. Manoteó, con arrebato de gavilán hipócrita, el volante, obligando al Cadillac a tornarse vertiginosamente. Las ruedas chillaron con un clamor insípido. Oprimió el pie contra el acelerador y, antes de que el otro vehículo tuviera tiempo de reaccionar, le cortó el paso, evitando la colisión por un tris.

Descendió lívido, como un Dios vectorial, apuntando el calibre cuarenta y cinco con una sola mano. Sus botas punzaron el hirviente asfalto, embriagado de un deleite feroz.

Se aproximó, sin titubear. Los ocupantes del Charger eran dos tórtolos asustados. Habían escogido la soledad del monte para desahogar sus ansias carnales.

Desencantado, José Gregorio Livorini licuó su rencor pateando inmisericordemente el guardafangos del auto deportivo. El galancete ni se atrevió a proferir una queja, apercibido como estaba de la identidad de su atacante.

—¡Par de pajúos! —reverberó, en su catarsis neurasténica.

Nectario, o Benavides, sintió que los géneros de su alma revoloteaban como goteras de lluvia de azafrán.

—Hay tantas cosas todavía... —dijo.

—Cállate —Elena interumpió con sus dedos la disquisición.

Permanecieron acurrucados silenciosamente observando la luna llena asomarse en el cielo agrietado por un infinito de espejuelos arcaicos.

En Tenapa todos dormían. Algún perro realengo cruzaba por las calles cobijadas de polvo tenue del verano. La argamasa cromada del Cadillac quebraba los vórtices del calor arcilloso. Algunas caras ajadas osaban asomarse por los ventanales que vieron, en alguna ocasión, el fatigado cuerpo de un héroe rumbo al borbotón bermejo del cadalso.

—¡Ave María purísima! ¡Ese hombre es el Anticristo! —murmuró, desde detrás de un postigo, una beata tenapeña.

Una prostituta desdentada miró, refugiada en la sombra de un bombillo rojo y tristón, cómo el Cadillac giró sobre sí mismo y retornó, cual corcel volviendo grupas, al camino de Miguaque. Su boca, hilera de marfiles decapitados, se abrió golosa ante el ofrecimiento de un sorbo de Polar por parte de un parroquiano sudado.

No supieron cuánto tiempo duraron escrutando el idioma de la noche. El amanecer los descubrió compartiendo sus alientos en una batalla blanda y flexible.

Decidieron volver a Miguaque. La amarilla bola incandescente parecía engullirse el rectilíneo asfalto.

En el cruce de las calles La Cuaima y Federación, Elena le solicitó detenerse.

—Es mejor que me dejes aquí —dijo.

Nectario, o Benavides, chupó su cigarrillo, aparcando el vehículo. Había arrugas alrededor de sus ojos y el pelo le había aclarado un poco, pero todavía conservaba la prestancia de doncel gachupino de los viejos días.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Elena.

Nectario, o Benavides, adoptó un aire de alerta permanente.

—Me comunicaré contigo tan pronto que me sea posible —respondió, siseando como Pedro Armendáriz—. Tengo que desaparecerme por unos días, tú sabes, para despistar a la Digepol.

—Cuídate mucho —le aconsejó Elena, entornando los ojos a la manera de Dolores del Río.

Ella se apeó.

—Elena...

Ella se volteó y lo vio inclinarse sobre el asiento que acababa de desocupar, sacando un tanto la cara por la ventanilla.

—Te quiero —dijo él.

—Yo también te quiero...

El motor del Charger roznó. En rápida arrancada, dobló la esquina, enrumbándose a la Laguna de La Chamana.

Llegó a la casa. El portón estaba abierto de par en par, lo cual no era raro conociendo la anárquica ebriedad de Pedro Ramón y sus inusuales horas de llegada. Lo dejó entreabierto, previendo el pronto arribo del muchacho de los mandados de Cándido con el anafe repleto de chicharrón y tere-tere. Apagó el amarilluzco bombillo que resguardaba la imagen del corazón de Jesús del anteportón y entró al recibo.

Un sacudón rapaz le hizo perder el equilibrio al tiempo que un sordo palmetazo le abochornaba el oído derecho.

Cayó sintiéndose prisionera de vértigos incoherentes. Sintió su cabellera halada con furia incolora. Sus ojos vagaban erráticos en las órbitas huidizas. ¿Eran éstos, acaso, los tejidos macizos de la muerte?

Por poco se rompe su cuello de Nefertiti, obligado a girar con ímpetu azaroso. A través de un crespón abrasador que empañaba su campo visual, divisó a la frenética bestia. Dos bofetones histéricos transformaron sus pupilas en astillas opalinas. La sorpresa y la magnitud del ataque la sumergieron en una pasividad salobre.

Las manazas peludas de José Gregorio Livorini apretaban su nuca, obligándola a mirar el rictus apestoso que ataviaba su rostro de tigre hambreado.

—¿Dónde andabas? ¿Ah? ¿Ah? —regurgitaba con sadismo solar.

Elena hizo un esfuerzo supremo por hablar.

—Suéltame, desgraciado.

Livorini apretó con más fuerza. Elena intentó arañarlo. Sus uñas comenzaban a clavarse en la mejilla del agresor, cuando José Gregorio Livorini las apartó de un empellón.

La inmovilizó por completo.

—¿Con quién andabas, puta de mierda? ¡Dímelo ya, porque voy a matar como a un perro a ese coño de su madre!

Elena sentía como si la estuvieran descuartizando.

—Vete y déjame en paz, José Gregorio...

—¿Quién es ese tipo? ¡Nojoda! ¡Dime!

—Es más hombre que tú —dijo Elena, casi imperceptiblemente.

Livorini la golpeó con renovado furor, desgarrándole el vestido. Le templó el cabello para que no pudiera refugiar la cara.

—¡Puta! ¡Maldita puta coño de tu madre! —profería una y otra vez, en una letanía que no se diferenciaba en nada de un llanto gangoso y coagulado.

Una sombra esculpida en falso bronce surgió en el umbral. Elena hizo acopio del último anhelo de supervivencia que le quedaba en las entrañas.

—¡Ayúdenme, por favor!

José Gregorio Livorini interrumpió el castigo y se volteó, receloso.

Pedro Ramón Sojo permaneció junto a la antepuerta del corredor, observando el desastre con mirada extraviada en lloviznas decrépitas. Un hilillo de baba le flanqueaba la comisura de los labios. Su mano temblorosa asía una botella de caña clara.

José Gregorio Livorini lo oteó con una ojeada andróptera sin por ello soltar a Elena. Se irguió pesadamente, levantándola como un fardo inerte.

—¡Vaya a acostarse, gran jefe, que éste es un problema entre nosotros dos! —ordenó Livorini, con el imperioso tono habitual.

Arrojó el cuerpo exánime de Elena sobre una poltrona, secándose el sudor, como si nada estuviese ocurriendo.

—Asesino... bellaco... —masculló Pedro Ramón.

Con agilidad sorpresiva, a pesar de la borrachera, se arrojó sobre la bestia quebrándole la botella de caña clara en la cabeza.

José Gregorio Livorini, inmutable, palpó su cráneo y observó, en sus dedos, sangre. Ahíto de ira, se tornó, de improviso, y le asestó un soberbio derechazo en la quijada al beodo.

El cuerpo de Pedro Ramón voló por el aire como un títere de madera. Al estrellar su cabeza contra la grumosa pared, se escuchó un golpe opaco y sepulcral.

Como si sus articulaciones se hubiesen desarmado, la masa corporal de Pedro Ramón Sojo se derritió en el piso. Parecía un trapo fantasmal. La baba era ahora sanguinolenta.

Livorini ni se dignó observarlo. Su atención fue distraída por un sonido metálico. Una cacerola llena de cochino frito había caído al suelo. El mandadero de Cándido, un canilludo catire bachaco, miraba a José Gregorio Livorini con los ojos inequívocos del terror. Sin solución de continuidad, partió en veloz carrera dejando atrás el penetrante olor de la fritura.

Elena, mal que bien, había logrado recuperar algo de conciencia.

—Lo mataste... —dijo, más como constatación que como recriminación.

José Gregorio Livorini escupió con desdén. Vio a Elena, por última vez, con inescrutable actitud. Recogió su sombrero borsalino, pateó la cacerola desparramando los trozos de cochino frito por el zaguán y se marchó con sigilo jactancioso.

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2002
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