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Gris de tiempo gris

Goza, Gonza III

Nicolás Soto
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—¡Qué bandido ese Pedrarias!

Giancarlo repite por enésima vez sirviéndose una porción musical de escocés.

—En casa de los Alvarenga están como de velorio, con persianas bajadas, luces apagadas y todo —prosigue el musiú.

—Me dijo Julia que la mamá de María Enriqueta puso la denuncia en la Judicial por rapto y seducción de menor. En buen paquete se metió el flaco —informa Gonzalo, enrolando las últimas briznas de hierba.

—No hables paja porque a ti te trajeron de Valencia por un lío más o menos parecido, según me contaron —asegura Sojito, apoltronado en un sofá estilo danés, tintineando el vidrio de su vaso repleto de Old Parr al ritmo de «American Woman» por The Guess Who.

Gonzalo se sonríe con cándida malicia.

—No, vale. Reconozco que yo era medio patotero en El Trigal y que más de una vez acabé fiestas a coñazo limpio. Por eso fue que mi familia decidió mandarme para acá, con mi tío, a ver si la paz y la tranquilidad provincianas me hacen coger carril.

—Y te apareciste en Miguaque con dos morrales full de machiche —guasonea Giancarlo.

—Por cierto que éste es el último joint que me queda —confirma Gonzalo, encendiendo el susodicho.

—Pásale ya el tabaco al musiú, antes de que se le salgan los ojos —recomienda Sojito—. Y hablando como los locos, ¿cómo te va con Julia?

—Chévere, pero hay que ver que las miguaqueñas sí son difíciles. Hasta ahora no hemos pasado de agarraditas de mano, y eso con mucho guillo. En Valencia a esta hora ya la hubiera arrastrado para la playa, a vacilarnos el amor en una carpa bajo la luna y las estrellas.

Sojito se levanta bruscamente.

—Estas benzedrinas me han tenido toda la noche con un hormigueo en los pies —dice, asomándose por la ventana—. Vamonós, musiú. Ya está amaneciendo y tenemos parcial de Biología en la primera hora.

—¡Qué bolas! —exclama Giancarlo—. Me siento al lado tuyo para copiarme porque no he estudiado nada.

Ambos se despiden y salen. En el cruce de la calle La Cuaima con Federación se separan. Ya hay tímidos rayos solares despuntando en el horizonte. Pedro Esteban se encamina a su casa. Siente un plácido mareo ribeteado de cálidos cosquilleos en los pies y en las manos que le infunden inagotables dosis de energía cinética. Un pensamiento recurrente: «¡Qué porquería es todo esto! ¡Qué porquería de pueblo!»

Entra a la casa. El desorden impera por doquier. Piensa: «La entropía se apoderó de este sistema cerrado... ¡Barajo con la termodinámica!»

Todas las puertas están abiertas, dando la impresión de moradas fantasmagóricas. Camina con sigilo, como si temiera despertar a despiadados espectros.

Está pasando frente al cuarto de Elena. Unos extraños aletazos solidificados llaman su atención. Se detiene y escucha con atención creciente. Decide asomarse. Hay tinieblas afelpadas cediendo ante el empuje de penumbras rojizas. Distingue el cuerpo desnudo de Elena, atravesado sobre el crujiente lecho.

Se acerca con una mezcla de susto y excitación. No la ve, en ese instante, como la lejana e indiferente progenitora que ha arrojado por encima de sus vidas un manto de sopor fatigoso. Ha habido una transformación entre ambos. El pequeño beato, devorador de vidas de santos y ascetas, está enterrado bajo un grueso estrato psicotrópico. El pequeño beato está aterrado por una avalancha de alucinaciones que resuenan en un jagüey de escalofríos cojos. El cadáver del pequeño beato se pudre en una tumba de colores centelleantes y nómadas.

La respiración de Elena es fatigosa y ronca. Pedro Esteban la toma cuidadosamente por los hombros, la endereza y le coloca la cabeza sobre un par de almohadas. Se retira un tanto. La escuálida luz le permite contemplarla con sus ojos de pequeño beato cadáver. La ve con aprensión de machito en ciernes. Un bulto se apretuja dificultosamente en su ingle. La recorre de arriba abajo, detallando cada encrucijada de esa geografía tan mortífera. Elena deja escapar un largo eructo y un difuminado vaho de alcohol abofetea a Pedro Esteban. «Ella borracha y yo con esta traba», piensa. No, no piensa. Hay un deseo que trepa como una enredadera perturbadora. Su mano, inconscientemente, oprime la protuberancia entre sus muslos. La otra mano se ha acercado tímidamente hasta uno de sus senos. Lo acaricia y lo estruja, suavemente pero con firmeza. Toca el pubis perdiéndose en la maraña pilosa triangular, sin encontrar la raja bendita. Se baja el pantalón y se coloca entre sus muslos entreabiertos, la cabeza entre las dos cúpulas acaneladas que suben y bajan al compás de una respiración incierta, casi asmática. Se desespera porque no consigue el surco del dolor y del placer. Sigue a tientas, maldiciéndose por desconocer los senderos femeninos. Se apodera de él un frenesí de ceremonia aborigen. La erección le produce chispas topológicas en la mano mientras su boca babea epilépticamente las tetas de la diosa inerte. Al fin consigue la grieta a la par que su mano sigue friccionando con amotinada efervescencia el miembro. Tratando de dominarse intenta penetrarla. Un temor inasible lo embriaga y el pánico y la frustración quieren hacerle llorar porque la sábana se mancha con su semilla beatífica en la propia antesala del nirvana. Es un chorro incontrolable que lo moja a él y a Elena con intervalos cósmicos. De súbito, el cuerpo de Elena se sacude. Se aparta asustado y aún goteando para verla arquearse quejosamente. Elena vacía una viscosidad biliosa. Pedro Esteban la empuja, con estupor de desahuciado, haciéndole colocar la cabeza fuera de la cama para que no se sofoque con su propio vómito. Hay un recuerdo de Marilyn Monroe en su memoria. Trata, al mismo tiempo, de arremangarse los pantalones y percibe la almidonosa humedad con que su desvalida virilidad impregna el calzoncillo. Elena, luego de expulsar la fétida gelatina, ensaya a recobrar su postura de espaldas, recogiendo la pierna izquierda. Entreabre los ojos. Pedro Esteban está arrodillado fuera de la cama. No quiere que ella lo vea todavía con el pantalón desabotonado. Elena yace totalmente desnuda, manchada de semen y vómito, sin sentir una pizca de pudor.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, con voz cavernosa y aquejada de sueños estropeados.

Pedro Esteban no responde, en un disimulo de vergüenza y culpabilidad.

—Busca un coleto y limpia todo eso —ordena la diosa de las tetas erguidas y se vuelve a quedar dormida profundamente.

Once de la mañana.

Las muchachas del Colegio María Inmaculada salieron en tropelía a disfrutar del receso en el patio y los pasillos. El tema de conversación era el consabido.

—Quién la hubiera visto con su cara de mosquita muerta y su actitud de que nunca rompió un platico —comentó una trigueña narizona con un peinado a lo Doris Day.

—Ni siquiera aguantó tres pedidas y salió huyendo —remachó una flaca de cara larga y puntiaguda como una garza paleta.

—Ay, pero eso a mí, más bien, me parece... ¡tan romántico! —significó una gordita pecosa, haciendo gala de su desmedida afición por Corín Tellado y las ofídicas telenovelas.

—¡Qué romántico ni qué ocho cuartos, chica! —descalificó, ipso facto, la trigueña narizona—. ¡A quién se le ocurre fugarse con un portugués en una camioneta toda vieja y descascarada!

—Ay, chica, él es tan venezolano como cualquiera de nosotras —protestó la gordita pecosa.

—Pero es un limpio —recalcó la flaca carilarga.

—Y es más feo que un porrazo en la espinilla a medianoche —intervino una catirita cabeza de escobillón.

—Parece un loro machorro —se afincó la flaca garza paleta.

—Jesús, Rebeca, no seas tan ordinaria —la reconvino la trigueña narizona.

—Siempre presentí que María Enriqueta era la más valiente y osada de todas nosotras —suspiró la gordita pecosa.

—Y la más puta también —agregó la flaca garza paleta, sin dar un respiro, provocando risillas cómplices de la trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón.

—¿A quién llamas así, estúpida? —resonaron la voz y la autoridad de Julia Limardo, testigo involuntaria de la soez afirmación, al irrumpir desde detrás de una columna que la había ocultado a la mirada de las urracas parlanchinas.

—Mira, pues, quién sale a defender a la otra —respondió, amoscándose, la flaca garza paleta—: ¡la noviecita del mechudo!

—Una chismosa lengua de hacha es lo que eres tú —replicó Julia.

La trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón se amedrentaron con la fogosa aparición de Julia. No así la flaca garza paleta.

—Defiendes a esa bandida —dijo ésta— porque eres igual que ella. Tal para cual: cada ladrón juzga por su condición.

—¿Y a ti quién te otorgó el derecho de calificar a los demás? —fustigó Julia—. Ocúpate de tus propios asuntos y no seas tan entrépita.

Julia pretendió dejar, con esta respuesta, zanjada la discusión. Comenzaba a alejarse cuando la voz arrogante de la flaca garza paleta la detuvo.

—Yo no seré reina de belleza como María Enriqueta y tú, pero por lo menos no ando enredada con drogadictos.

Julia se tornó con gesto de extrañeza.

—No hables idioteces, Rebeca.

La interpelada avanzó dos pasos, separándose de las otras.

—La que no debe ser tan ingenua eres tú, Julia Limardo. Avíspate y abre los ojos.

Julia permaneció paralizada por la curiosidad. La flaca garza paleta aprovechó para consolidar la ventaja que le ofrecía la sorpresa.

—¿Cómo? ¿Todavía no sabes que tu mechudo y sus compañeros de la banda de twist se fuman el LSD como cochinos comiendo nepe? Estás igualita al marido que le ponen cachos: ¡eres la última en enterarte! Yo que tú me cuidaría mucho de arrejuntarme con esos marihuaneros.

Las otras se desamedrentaron.

—Se la pasan con los ojos rojos como un tizón —reseñó la trigueña narizona.

—Y la boca se les pone más seca que teta de vieja —sentenció la catirita cabeza de escobillón.

Julia estaba atónita y luchaba por disimularlo.

«La verdad es que a mí no me gusta nada que los hombres se dejen crecer el pelo, la barba y los bigotes porque parece que anduvieran abandonados y no como José Bardina y Raúl Amundaray que siempre están bien peinaditos y buenosmozos», pensaba la gordita pecosa.

—Cuídate, Julia Limardo, porque leí en la Vanidades que los hombres cuando fuman droga se ponen esquizofrénicos y les da por atracar, matar y violar —advirtió, para finalizar, la flaca garza paleta procediendo a abandonar el campo de batalla junto con las otras tres.

Julia intentaba digerir la información en tanto que se dirigía a la salida del colegio. ¿Qué significaba todo esto? «Rebeca es chismosa», meditaba, «engreída y chocante. No, no puede ser cierto nada de eso. Habráse visto. Los muchachos, es verdad, tienen sus rarezas pero no creo que anden metidos en esa cosa tan repugnante.»

Salió del colegio, presurosa. No deseaba aguardar por el transporte escolar. Seguía desatando, en su confundida mente, réplicas y contrarréplicas, alrededor de las petulantes disquisiciones de Rebeca. Pero había una sombra tóxica recostada en los huacales extraviados de su alma. «Drogas, drogas», pensaba y asociaba imágenes abyectas, repulsivas, pecaminosas. Estaba asustada.

Cruzó la calle. Distinguió, en el ancho lote baldío que se extendía frente al colegio, una nube polvorienta que se acrecentaba en galopes férvidos. Era Alfredito Enrile, acercándose, como si huyera de pestes preñadas, encima de un cuarto’e milla.

—¡Julia, Julia! —oyó gritar su nombre y desaceleró el paso.

Alfredito Enrile desandó la distancia en poco tiempo, colocándose al lado de Julia mientras contenía al brioso macho tensando las riendas.

—Si me vas a preguntar por María Enriqueta, Alfredito, déjame decirte, de entrada, que yo fui la primera sorprendida con lo que pasó.

—Pero, ¿co-co-co-cómo es po-posible, Ju-Julia? —atinó él a interrogar con su infaltable tartamudeo.

—No sé, no sé. Preferiría no hablar de eso.

—E-ese ma-maldito po-portugués. Si lo vu-vuelvo a ve-er le voy a re-reventar el a-a-alma a pa-patadas —amenazó Alfredito Enrile.

—Con eso no se soluciona nada. Si María Enriqueta tomó esa decisión sus razones habrá tenido...

—Pe-pe-pero es que no-no hay ni-ninguna explicación, Ju-Julia.

Ella se había detenido. Miraba a la lejanía.

—Sí la hay.

—¿Y-y-y cuál es, e-entonces?

—Se enamoró, Alfredito. Simple y llanamente. Todo el mundo quería obligarla a ser lo que ella no deseaba ser, a amar lo que ella no tenía por qué amar, a guardar una apariencia que no se ajustaba a la realidad de su corazón. María Enriqueta se obstinó de vivir en un mundo que no es su mundo.

—No, Julia, de-déjate de pe-pendejadas. Ésa no-no es una ra-razón para salir hu-hu-huyendo co-como u-una p...

Julia estalló en cólera, interrumpiéndolo.

—Te equivocas, Alfredito Enrile. Puede que yo no apruebe su conducta pero eso no nos da pie para calificarla de prostituta.

Alfredito demudó el enojo por la burla amarga.

—Y yo-yo que estaba pe-pensando se-seriamente ha-hablar con mi tío E-Efraín y mi-mi tía Ma-María Esperanza para pe-pedirla e-en ma-matrimonio.

Julia lo escrutaba con ceño sardónico cuando un ruido estrábico de metales en fricción le hizo volver la cabeza.

Gonzalo se acercaba, cabalgando una desportillada Harley-Davidson de largos, angulados y cromados manubrios que se reflejaban agresivamente en unos cosmopolitas espejuelos de aviador. Frenó haciendo gemir los cauchos. Julia quedó flanqueada. Gonzalo lucía risueño.

—Vengo del colegio —explicó, haciendo oír su voz por encima del estruendo reseco de la moto—. Pregunté por ti y me dijeron que hacía poco te habías ido.

—Sí. Decidí venirme antes de la hora. ¿Tú conoces a Alfredito Enrile?

—Tanto gusto —expresó Gonzalo, cándidamente.

Alfredito chasqueó los dientes despectivamente. Gonzalo resintió el desaire.

—Bueno, creo que es hora de irme —intervino Julia para cortar la tensión.

—Si quieres te llevo —ofreció Gonzalo.

—No, gracias. Prefiero irme a pie.

—Déjame llevarte, Julia. En realidad, a eso vine —insistió Gonzalo, evidenciando su interés especial por la chica.

—Es que... no sé si será correcto montarme en tu moto —explicó ella, observando muy de reojo y rápidamente a Alfredito Enrile.

—¿Qué tiene de malo que te vengas en mi moto?

Alfredito Enrile ripostó con tono gélido que no lograba disimular su gaguera:

—Aquí, en Mi-Miguaque, las mu-muchachas decentes no se a-andan mo-montando en mo-moto como las pu-putas drogo-gómanas de Caracas y Valencia.

Gonzalo se irritó con la indirecta.

—¿Qué tiene que ver la decencia con las motocicletas?

—¿Qui-quién es e-este pa-pazguato, Ju-Julia? —increpó Alfredito Enrile, halando la rienda por la inquietud del macho ante el ruido metálico—. ¿O-otro de los hippies a-amigos de So-Sojito?

—Muchachos, por favor...

—¿Qué es lo que te pasa a ti, imbécil? —retó Gonzalo, crispando los puños.

—¡Gonzalo, no! —Julia trató de aplacar los ánimos.

—¿Conque te-te las da-das de a-arrechito? —el tartamudeo de Alfredito Enrile era ahora un hilillo de bucles engripados.

Gonzalo se sintió presa de una furia pagana. Arrancó bruscamente con su moto levantando la rueda delantera. Dio una media vuelta pronunciada y enfiló de frente contra Alfredito Enrile. El caballo se encabritó.

—¡Muchachos, no! —gritó Julia, echándose hacia atrás.

Alfredito Enrile consiguió controlar al macho. Con un breve caracoleo, esquivó el encontronazo y procedió a perseguir a Gonzalo.

—¡Pa-párate, ma-maricón!

La humareda no lograba delatar quién perseguía a quién. El lote baldío pronto se les hizo pequeño. Alfredito jineteaba con destreza inscrita en el código genético. Gonzalo hacía que la motocicleta se desgañitara en roncos bramidos.

Se entrecruzaron varias veces, como bizarros caballeros en justas medievales, midiéndose y observándose con ira creciente.

De pronto, Gonzalo quiso sorprender con una maniobra de esguince, alzándose y estirando su mano para halar a su contrincante. Alfredito Enrile eludió el lance aprovechando el acendrado dominio que tenía de su cabalgadura. Gonzalo se fue de lado, casi en horizontal, procurando dar un giro pronunciado en alta velocidad. Un desnivel del terreno le hizo perder el equilibrio. La caída fue brusca y aparatosa. Rodó cinco metros y quedó tendido, largo a largo.

Alfredito Enrile giró, volviendo caras. Espoleó al cuarto’e milla y enfiló al galope hacia donde estaba su adversario. Había perdido todo sentido de la ecuanimidad.

Gonzalo vio, en nubes cristalinas desenfocadas, lo que se le venía encima. Haciendo un esfuerzo denodado, se apartó de las mortíferas coces logrando, con el mismo impulso, levantarse. Todo le daba vueltas, pero el instinto lo guió en tres zancadas hasta la moto. Alfredito Enrile venía cargando otra vez y todavía no conseguía encenderla. Nuevamente creyó verse bajo los cascos del bruto.

Se agachó, dominando el mareo, en una fracción de segundo y asió una laja. La lanzó con todas sus fuerzas y vio, a través de una capa plástica de sudor, cómo atinó a clavársela en la frente, tumbándolo del caballo. Un fortuito acto reflejo lo hizo brincar felinamente para sortear al equino.

Alfredito Enrile sintió la sangre como un manojo líquido en su cara. Una sombra arcillosa se le aproximó, prendiéndolo por la pechera. De un templón, Gonzalo lo alzó con brusquedad. Alfredito Enrile procuró soltar sus pesadas manos, en gesto defensivo, pero un veloz pescozón de su contrincante lo desarticuló, cayendo al polvoriento suelo como un amorfo saco de estopa.

Gonzalo lo miró arrastrarse. Sentía una suerte de punzón hurgando entre sus costillas. Repentinamente, recordó.

Buscó a Julia, pero ella no estaba allí. La calle cercana lucía desierta. El azul mentolado del cielo y el terrible sol del mediodía asesinaban las sombras.

La respiración de Alfredito Enrile se escuchaba dificultosa. Gonzalo recogió su moto, la encendió a la segunda patada y se alejó raudo, haciendo flamear su lacia melena por entre los cortinajes de la canícula llanera.

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Fecha de publicaciónDiciembre 2002
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