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Por culpa del doctor Moreau

Fernando Sorrentino
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaSanta Rosa, Argentina
1.

Todo llega en esta vida: también llegó el momento en que Marina me dijo:

—Quiero que conozcas a mis padres.

2.

De esto hará una década: sucedió una húmeda tarde de verano, cerca de la estación Acassuso, a la sombra de unos eucaliptos mecidos por un viento que traía el olor de distantes lluvias. Sin embargo, hoy no puedo recordar el rostro de Marina.

Sé, sin duda alguna, que era hermosa: es cierto que yo estaba enamorado de ella. Pero insisto: era hermosa; no cabe discusión sobre este punto. ¿Qué más, qué más puedo recuperar de Marina? Era alta, era morena, era risueña, era irresponsable, era simple, ignorante e infinitamente querible. ¿Me recordará ahora con tanta pobreza como yo a ella? ¡Y pensar cuántas veces nos dijimos que estábamos hechos el uno para la otra!

3.

Andábamos alrededor de los veinticinco años. En aquella época todo me salía bien. No conocía la desdicha y, si la había conocido alguna vez, ya estaba olvidada. Tenía una ingenua visión optimista del universo. Confiaba en la honestidad de los gobiernos, en los ascensos que obtendría en mi empleo, en la finalización de mis estudios, en la dignidad de los hombres. Vivía en el mejor de los mundos posibles.

Sin que los entorpecieran sino ligeros y previsibles obstáculos, todos mis proyectos se encarrilaban por el curso que yo les había asignado. Mi proyecto era casarme con Marina en un plazo no mayor de un año. Y no tenía el más pequeño motivo para dudar de que, en efecto, antes de un año me casaría con Marina.

Y, como todo llega en esta vida, también llegó el momento en que Marina me dijo:

—Quiero que conozcas a mis padres.

4.

La señora Stella Maris, la madre, constituía una versión madura de Marina (que, en realidad, se llamaba, cacofónicamente, Marina Ondina). Calculé que así sería Marina dentro de dos décadas, cuando fuéramos, a nuestro turno, padres de una muchacha, que llevaría nombres de rima menos intensa: tal fue el objetivo de largo plazo que me formulé al saludarla. Queda entendido, pues, que la señora Stella Maris era una alta, morena, risueña y elegante dama de unos cuarenta y cinco años.

Pero el padre de Marina resultó el hombre más horrible que he logrado conocer. Su conformación respondía a una estatura reducida. Esto no es grave. Nadie debe inferir que era un enano: no era sino una persona de talla breve. Lo inadmisible era que la cabeza sola le usurpaba más de la mitad de su altura. ¡Y qué cabeza, Dios mío! El primer rasgo que me atrajo (o, más bien, me repelió) fue su color, un color impropio de una piel. Parecía un tornasol entre rosado y negro, con todos los matices intermedios, tan sensible a las luces, que me obligaba a parpadear cuando me encandilaba con sus resplandores. Al mismo tiempo, se advertía que esa piel era húmeda y era lícito suponerla —aunque no la toqué— viscosa. Cabello no tenía y barba tampoco, y era evidente que no los había tenido nunca: hasta tal punto la simple observación demostraba que ningún pelo podía germinar en aquella cabeza. La parte superior amenazaba con ser una rotunda esfera, pero se frustraba en un hemisferio perfecto, pues, a partir de lo que sería la línea del ecuador (más o menos a la altura de las inexistentes orejas), la cabeza se transformaba en una columna cilíndrica, hasta perderse, sin admitir la transición de un cuello, entre los pliegues de una especie de túnica amarilla, de tela de toalla, que lo cubría hasta los pies sin que pudiera encontrarse el ensanchamiento correspondiente a los hombros. Es decir, el padre de Marina conservaba el mismo diámetro desde la cúspide hasta los cimientos. Era un monolito con la cumbre redondeada, al que alguien hubiera envuelto hasta la mitad con un toallón amarillo. Unos pocos centímetros por sobre la toga se hallaba la boca, o sea una hendidura móvil y desdentada, flexible y córnea a la vez, que se contraía hasta desaparecer o se dilataba tanto, que, extendiéndose sus comisuras hasta la nuca, transmitía la sensación de que el señor Octavio fuera un degollado cuya cabeza, descansando sobre una mínima base no alcanzada por un verdugo negligente, podría venirse estrepitosamente al suelo con que sólo la más famélica de las moscas se posara sobre ella. Carecía de orejas y de nariz: esos lugares se mostraban tan lisos y pulidos como la calva; nada, ni una cicatriz, ni una arruga, ni una marquita. Los ojos eran dos: descomunales, redondos, sanguinolentos, sin cejas, sin pestañas, sin blancos, sin pupilas, sin movimiento, sin expresión.

5.

—Octavio está a régimen —aclaró la señora Stella Maris al advertir que yo miraba la fuente destinada a su marido.

La señora Stella Maris, Marina y yo comíamos alimentos —digamos— corrientes. La fuente del señor Octavio, en cambio, se nos mostraba como una suerte de antología de la fauna marítima. El brusco hedor de pescadería prorrumpió en mis narices hasta lo profundo, hasta los ojos, haciéndome lagrimear. Como mi futuro suegro tenía las manos envueltas en las mangas de la túnica, que terminaban en un nudo, manejaba los cubiertos como lo haría una persona que no se hubiera quitado los guantes. Fuente tras fuente de peces, moluscos y crustáceos sin cocinar eran agotadas rápida y vorazmente por el señor Octavio. A ojo calculé que había ingerido no menos de cinco kilos de aquellos animalejos multicolores. Creí distinguir calamares, camarones, ostras, cangrejos, caracoles, medusas, mejillones, almejas, estrellas y erizos de mar, corales, esponjas, aguavivas, peces irreconocibles...

—Octavio está a régimen —ratificó la señora Stella Maris hacia el final de la comida—. ¿Vamos al living para tomar el café?

Le cedí el paso al señor Octavio y observé su modo de caminar. Lo hacía irregularmente, ora dando un paso muy veloz, ora otro lentísimo, sin que hubiera, por otra parte, esa alternancia de uno a uno que podría indicar una cojera corriente. Su andar recordaba el de un automóvil cuyas ruedas fueran: una, triangular; otra, oblonga; otra, redonda, y la cuarta, ovalada. Ya dije que la toga amarilla lo cubría por completo, con excepción de la cabeza. El ruedo era generoso y se arrastraba por el suelo a manera de vestido de novia.

La señora Stella Maris depositó una bandeja con pocillos de café sobre una labrada mesita octogonal, flanqueada por dos sillones. En uno nos sentamos Marina y yo; frente a nosotros, mesa por medio, el señor Octavio y su esposa. Pude entonces observar otro detalle, que, durante la cena, me había pasado inadvertido. Cuando el señor Octavio hablaba, en la sección del cilindro cubierta por la túnica se producían unos movimientos reflejos, como si invisibles brazos acompañasen con ademanes las partes más salientes del discurso. Daba la idea de que el cuerpo del señor Octavio se hallase en ebullición: tan violentas y frecuentes eran las burbujas amarillas que formaba la toga.

El señor Octavio era locuaz, con una irrefrenable tendencia a monopolizar la conversación. Hablaba y hablaba y hablaba. Yo ni lo oía. Pensaba: «¿Pero es posible que este hombre monstruoso haya engendrado a Marina, a mi encantadora, bella y angelical Marina?». De repente, pensé que, en su juventud, la señora Stella Maris habíale sido infiel a su marido y que Marina era fruto de esos amores ilícitos. En seguida, llevado de este pensamiento, me encontré lanzándole a la señora Stella Maris cómplices miradas de solidaridad —por suerte, no las advirtió—, como dándole a entender que yo había descubierto su secreto, pero que no la delataría. Al contrario, al contrario: aprobaba sin reservas su hazaña, aprobaba todo, menos que ese gárrulo vestiglo parlante fuera el padre de mi Marina.

Una pregunta dirigida a mí me volvió a la realidad. La conversación había decaído en el tema de las enfermedades. La señora Stella Maris se lanzó con entusiasmo a desarrollar este asunto, en el que se sentía cómoda.

—Estás como el pez en el agua —acotó el señor Octavio.

Ella sonrió con orgullo y siguió adelante. Tenía, en este aspecto, un magnífico currículum: operaciones, fracturas, infartos, afecciones hepáticas, trastornos nerviosos... Yo, como soy tímido, había guardado hasta entonces un silencio excesivo. Marina me instó con una mirada a intervenir en la plática. Con humildad, aduje ciertos accesos de asma que me hostigaban de tanto en tanto.

—Para el asma —dijo el señor Octavio, con su voz llena de burbujas—, nada mejor que el mar. El mar es mucho mejor que cualquiera de esas porquerías que recetan los médicos, salvo, por supuesto, el aceite de hígado de bacalao.

—Por favor, Octavio —le reconvino su esposa—, no digas eso, que una vez en Mar del Plata me agarré un resfrío que me duró como dos meses.

—¿Ves? —sentenció el señor Octavio—. El pez por la boca muere. Recordá que ese famoso resfrío lo pescaste aquí, a pocos kilómetros de Buenos Aires, cuando íbamos hacia Mar del Plata, no en Mar del Plata. No hay como el mar para la salud.

—Claro, claro —dijeron, dijimos, profusamente—; el clima marítimo, el yodo, la arena...

—Nada mejor que el mar —repitió el señor Octavio, con un tono de autoridad irrefutable—. Ocho días en el mar y ¡adiós asma! Si te he visto, no me acuerdo.

—Sí, papá, sí —concedió Marina—. A vos te gusta el mar porque sos de Acuario, pero hay gente que no congenia con... Yo, por ejemplo, aunque soy de Piscis...

—Y —dijo la señora Stella Maris— yo soy de Cáncer, y tampoco me gusta demasiado el mar...

—A mí —confesó Marina— el mar me pone nerviosa.

—Al contrario —repuso el señor Octavio—. Todo es cuestión de adaptar el organismo. Una vez que te acostumbrás, vas a ver cómo el mar te calma los nervios.

—Hablando de nervios —interrumpió la señora Stella Maris—, el susto que nos pegamos en el avión, cuando veníamos de Río de Janeiro...

—Yo te lo había advertido —el principio rector de la conducta del señor Octavio era el de oponerse a cuanto allí se dijera—. Te dije: viajá en barco. El barco es seguro, es cómodo, es barato, se siente el olor del mar, se ven los peces... Aunque el avión tarde mucho menos, no se puede comparar.

La energía con que pronunció estas palabras causó cierta impresión, por lo que sobrevinieron unos instantes de silencio. Yo no me sentía capaz de reanudar la conversación. En realidad, no me sentía capaz de nada. El aspecto monstruoso del señor Octavio —aunque atenuado por cierta paradójica simpatía que emanaba de sus imperativas opiniones—, su voz acuosa, el olor de su dieta marítima eran fuertes argumentos que me impelían a retirarme. Sentía la transpiración en la frente y el ahogo en el cuello de la camisa; mis piernas, sin que las pudiera gobernar, se mecían incesantemente. Estaba desasosegado y hasta diría que enfermo. Sólo quería irme a casa. Una inquietante sensación proveniente de mi estómago me hacía vacilar entre el vómito y la diarrea nerviosa.

Pero aquel terceto verborrágico era incontenible. La señora Stella Maris y Marina, aunque siempre encontraban la inapelable refutación del señor Octavio, no parecían fastidiadas. Se veía que ése era el modo habitual en que transcurrían sus charlas: el señor Octavio, digno y calmo, destruía todos los argumentos de su esposa y de su hija; ellas admitían esta situación con naturalidad.

De nuevo advertí que se requería mi opinión. El debate giraba en torno de cuál sería el mejor lugar para que Marina y yo pasáramos nuestra luna de miel. Marina sugería débil y simultáneamente el campo, las sierras de Córdoba, las provincias del norte; el señor Octavio patrocinaba con tenacidad a Mar del Plata.

—Es más sano —dijo—, más natural. Hay mar, hay sal, hay yodo, hay arena, hay caracoles... No hay nada mejor que el mar...

Yo estaba desfalleciente. Creí entender que Marina argumentaba en favor de un lugar tranquilo, con pocos turistas...

—¿Querés un lugar tranquilo? —el señor Octavio era invencible—. Ahí tenés San Clemente, Santa Clara del Mar, Santa Teresita... ¡Lugares tranquilos hay a patadas en la costa atlántica!

Haciendo un gran esfuerzo, me puse de pie y anuncié tenuemente que me retiraría.

—¿Tan temprano? —preguntó el señor Octavio, mirando el reloj—. Faltan todavía ocho minutos para la medianoche.

La recriminación que emanaba de estas palabras volvió a arrojarme en el sofá. ¡Qué personalidad poderosa tenía aquel hombre tan horrible!

Con pálida alegría, contemplé la posibilidad de que una botella de whisky, recién llegada en brazos de la señora Stella Maris, me reanimara en parte. De un solo trago vacié mi vaso.

—En mis tiempos —decía el señor Octavio—, cuando yo era joven, íbamos a bailar por los cafetines del puerto de Bahía Blanca...

Me distraje un instante tratando de imaginar al señor Octavio como bailarín.

—...a veces bailábamos toda la noche, hasta el amanecer. En cambio, la muchachada de ahora, a las ocho de la noche ya está en la camita, con su frazadita y su bolsita de agüita calentita... ¡Ja, ja, ja! Si parecen nenitos del jardín de infantes...

El soliloquio del señor Octavio, agravado en su fase final por esa serie de diminutivos injuriosos, había adquirido los inconfundibles tintes de un ataque personal. Me puse de pie, resuelto a retirarme de viva fuerza, si fuese necesario. Por fortuna, no fue menester apelar a la violencia. El señor Octavio recobró sus maneras afables y, después de tenderme la anudada manga de su toalla amarilla, dijo, con el aire confortable de quien se apresta a rubricar una jornada perfecta:

—Bueno... —y, a través de la tela, se restregó las manos—, ahora a la cama, con un buen libro...

Asentí con amplitud. Quería salir de aquella casa. De permanecer allí un segundo más, creo que hubiera caído desmayado.

—Te acompaño hasta la vereda —dijo Marina.

6.

Entre la casa y la vereda estaba el jardín: me golpeó como una bendición la fragancia vegetal de pinos y abetos. Respiré con hondura, procurando que el aire puro expulsara los últimos vestigios de la hediondez de pescadería. Me pareció resucitar: al instante se evaporaron las sensaciones estomacales que me habían hostigado.

—¿Viste, pobre papá? —dijo Marina.

—Sí —contesté vagamente, sin saber qué agregar.

—Él está mucho mejor —continuó Marina, tomándome de la cintura, como quien se apresta a hacer una confidencia—. Hasta hace un año no lo podíamos sacar de la pileta. Día y noche en la pileta. Ahora, por lo menos, come en la mesa y duerme en la cama. Ya es un progreso, ¿no?

Dijo tantas cosas y yo sólo reparé en una, la menos importante:

—¿Tienen pileta de natación en la casa?

—Claro, ¿nunca te lo dije? En el jardín del fondo. Ahora no te la puedo mostrar porque la está usando papá. Todas las noches se da un chapuzón, antes de acostarse. Así digiere mejor.

Formulé una pregunta imbécil:

—¿No se le corta la digestión?

—Al contrario: necesita agua salada. Eso sí, cuando está en el agua, se pone muy agresivo y no reconoce a nadie. Ni a nosotras nos reconoce. Cuando vuelve a tierra, ya viste qué bueno y simpático es...

Abrumado, sin saber qué hacer, miré el reloj. Marina esperaba algo de mí.

—¿Y los vecinos? —pregunté—. ¿No se quejan?

—¿Por qué se van a quejar? Ruido no hay ninguno. Papá más silencioso no puede ser. Ni siquiera se zambulle. Llega al borde de la pileta y se deja resbalar así: shhhh...

Su mano se deslizó flojamente por mi rostro. Asustado, di un salto hacia atrás. Marina quiso reconfortarme con una anécdota jocosa:

—Una noche estaba semisumergido, junto al borde de la pileta. El perrito del vecino del fondo pasó el cerco de ligustrina y se acercó a olerlo. Entonces papá sacó algunos de sus brazos y... ¡shak!

Y, con una sonrisa juguetona, Marina simuló estrangularme. Ni siquiera me rozó: sólo dio un paso adelante e hizo la mímica de extender los brazos hacia mí. En esta demostración, sus miembros parecían haber adquirido singular plasticidad y fuerza. Si antes yo había dado un salto hacia atrás, ahora volé literalmente unos tres metros. Marina se echó a reír, divertida con mi desproporcionada reacción. Marina reía, reía, reía. Me pareció que su boca se dilataba hasta la nuca, que la cabeza se hacía redonda y se agrandaba, que desaparecían la nariz y las orejas, que perdía su soberbio cabello prieto, que su piel se tornasolaba en negro y en rosado... Para no caer, me apoyé en un árbol.

—¡Che! ¿Qué te pasa? —Marina me sacudió del brazo y yo recuperé mi lucidez.

Allí estaba la misma adorable Marina de siempre. La Marina alta, morena, risueña, irresponsable, simple, ignorante e infinitamente querible.

—No es nada —dije, resoplando—. Me siento un poco mal.

Para concluir de reanimarme, Marina dijo:

—¿Querés venir a nadar, mañana a la mañana? Total, es domingo. Te traés la malla y listo.

Prometí concurrir, a eso de las diez. Me despedí de Marina como siempre: con un beso.

—Hasta mañana —dije.

7.

Pero no volví.

Con súbita lucidez, antes de que el tren llegase a La Lucila, supe todo lo que debía hacer. En los siguientes quince días fui un torbellino de actividad febril y arreglé casi todos mis asuntos pendientes. No atendí el teléfono y logré cambiar de domicilio y de empleo. Como suelen decir las crónicas policiales, dejé de presentarme en los lugares que solía frecuentar. Al cabo de un tiempo, conseguí radicarme de manera definitiva en Santa Rosa, provincia de La Pampa: la ciudad goza de un clima muy seco y está ubicada equidistantemente lejos, tanto del océano Atlántico como del Pacífico.

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Copyright ©Fernando Sorrentino, 2001
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Fecha de publicaciónEnero 2002
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