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Doña Perfecta

Capítulo IV

La llegada del primo

Benito Pérez Galdós
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El señor Penitenciario, cuando Rosarito se separó bruscamente de él, miró a los bardales y viendo las cabezas del tío Licurgo y de su compañero de viaje, dijo para sí:

—Vamos; ya está ahí ese prodigio.

Quedóse un rato meditabundo, sosteniendo el manteo con ambas manos cruzadas sobre el abdomen, fija la vista en el suelo, con los anteojos de oro deslizándose suavemente hacia la punta de la nariz, saliente y húmedo el labio inferior, y un poco fruncidas las blanqui-negras cejas. Era un santo varón, piadoso y de no común saber, de intachables costumbres clericales, algo más de sexagenario, de afable trato, fino y comedido, gran repartidor de consejos y advertencias a hombres y mujeres. Desde luengos años era maestro de latinidad y retórica en el Instituto, cuya noble profesión diole gran caudal de citas horacianas y de floridos tropos, que empleaba con gracia y oportunidad. Nada más conviene añadir acerca de este personaje, sino que cuando sintió el trote largo de las cabalgaduras que corrían hacia la calle del Condestable, se arregló el manteo, enderezó el sombrero, que no estaba del todo bien ajustado en la venerable cabeza, y marchando hacia la casa, murmuró:

—Vamos a conocer a ese prodigio.

En tanto Pepe bajaba de la jaca y en el mismo portal le recibía en sus amantes brazos doña Perfecta, anegado en lágrimas el rostro y sin poder pronunciar sino palabras breves y balbucientes, expresión sincera de su cariño.

—¡Pepe... pero qué grande estás!... ¡y con barbas! Me parece que fue ayer cuando te ponía sobre mis rodillas... ya estás hecho un hombre, todo un hombre... ¡Cómo pasan los años!... ¡Jesús! Aquí tienes a mi hija Rosario.

Diciendo esto, habían llegado a la sala baja, ordinariamente destinada a recibir, y doña Perfecta presentóle a su hija.

Era Rosarito una muchacha de apariencia delicada y débil, que anunciaba inclinaciones a lo que los portugueses llaman saudades. En su rostro fino y puro se observaba la pastosidad nacarada que la mayor parte de los poetas atribuyen a sus heroínas, y sin cuyo barniz sentimental parece que ninguna Enriqueta y ninguna Julia pueden ser interesantes. Pero lo principal en Rosario era que tenía tal expresión de dulzura y modestia, que al verla no se echaban de menos las perfecciones de que carecía. No es esto decir que era fea; mas también es cierto que habría pasado por hiperbólico el que la llamara hermosa, dando a esta palabra su riguroso sentido. La hermosura real de la niña de doña Perfecta consistía en una especie de transparencia, prescindiendo del nácar, del alabastro, del marfil y demás materias usadas en la composición descriptiva de los rostros humanos, una especie de transparencia, digo, por la cual todas las honduras de su alma se veían claramente; honduras no cavernosas y horribles como las del mar, sino como las de un manso y claro río. Pero allí faltaba materia para que la persona fuese completa: faltaba cauce, faltaban orillas. El vasto caudal de su espíritu se desbordaba, amenazando devorar las estrechas riberas.

Al ser saludada por su primo, se puso como la grana y sólo pronunció algunas palabras torpes.

—Estarás desmayado —dijo doña Perfecta a su sobrino—. Ahora mismo te daremos de almorzar.

—Con permiso de usted —repuso el viajero—, voy a quitarme el polvo del camino.

—Muy bien pensado —dijo la señora— Rosario, lleva a tu primo al cuarto que le hemos preparado. Despáchate pronto, sobrino. Voy a dar mis órdenes.

Rosario llevó a su primo a una hermosa habitación situada en el piso bajo. Desde que puso el pie dentro de ella, Pepe reconoció en todos los detalles de la vivienda la mano diligente y cariñosa de una mujer. Todo estaba puesto con arte singular, y el aseo y frescura de cuanto allí había convidaban a reposar en tan hermoso nido. El huésped reparó minuciosidades que le hicieron reír.

—Aquí tienes la campanilla —dijo Rosarito, tomando el cordón de ella, cuya borla caía sobre la cabecera del lecho—. No tienes más que alargar la mano. La mesa de escribir está puesta de modo que recibas la luz por la izquierda... Mira, en esta cesta echarás los papeles rotos... ¿Tú fumas?

—Tengo esa desgracia —repuso Pepe, sonriendo.

—Pues aquí puedes echar las puntas de cigarro —dijo ella, tocando con la punta del pie un mueble de latón dorado lleno de arena—. No hay cosa más fea que ver el suelo lleno de colillas de cigarro... Mira el lavabo... Para la ropa tienes un ropero y una cómoda... Creo que la relojera está mal aquí y se te debe poner junto a la cama... Si te molesta la luz no tienes más que correr el transparente tirando de la cuerda... ¿ves?... risch...

Pepe estaba encantado.

Rosarito abrió una ventana.

—Mira —dijo—, esta ventana da a la huerta. Por aquí entra el sol de tarde. Aquí tenemos colgada la jaula de un canario, que canta como un loco. Si te molesta la quitaremos.

Luego abrió otra ventana del testero opuesto.

—Esta otra ventana —añadió— da a la calle. Mira, de aquí se ve la catedral, que es muy hermosa y está llena de preciosidades. Vienen muchos ingleses a verla. No abras las dos ventanas a un tiempo, porque las corrientes de aire son muy malas.

—Querida prima —dijo Pepe con el alma inundada de inexplicable gozo—. En todo lo que está delante de mis ojos veo una mano de ángel que no puede ser sino la tuya. ¡Qué hermoso cuarto es éste! Me parece que he vivido en él toda mi vida. Está convidando a la paz.

Rosarito no contestó nada a estas cariñosas expresiones, y sonriendo salió.

—No tardes —dijo desde la puerta— el comedor está también abajo... en el centro de esta galería.

Entró el tío Licurgo con el equipaje. Pepe le recompensó con una largueza a que el labriego no estaba acostumbrado, y éste, después de dar las gracias con humildad, llevóse la mano a la cabeza como quien ni se pone ni se quita el sombrero, y en tono embarazoso, mascando las palabras, como quien no dice ni deja de decir las cosas, se expresó de este modo:

—¿Cuándo será la mejor hora para hablar al señor don José de un... de un asuntillo?

—¿De un asuntillo? Ahora mismo —repuso Pepe, abriendo su baúl.

—No es oportunidad —dijo el labriego—. Descanse el señor don José, que tiempo tenemos. Más días hay que longanizas, como dijo el otro; y un día viene tras otro día... Que usted descanse, señor don José... Cuando quiera dar un paseo... la jaca no es mala... Conque buenos días, señor don José. Que viva usted mil años... ¡Ah!, se me olvidaba —añadió, volviendo a entrar después de algunos segundos de ausencia—. Si quiere usted algo para el señor juez municipal... Ahora voy allá a hablarle de nuestro asuntillo...

—Dele usted expresiones —dijo festivamente, no encontrando mejor fórmula para sacudirse de encima al legislador espartano.

—Pues quede con Dios el señor don José.

—Abur.

El ingeniero no había sacado su ropa, cuando aparecieron por tercera vez en la puerta los sagaces ojuelos y la marrullera fisonomía del tío Licurgo.

—Perdone el señor don José —dijo mostrando en afectada risa sus blanquísimos dientes—. Pero... quería decirle que si usted desea que esto se arregle por amigables componedores... Aunque, como dijo el otro, pon lo tuyo en consejo y unos dirán que es blanco y otros que es negro...

—¿Hombre, quiere usted irse de aquí?

—Dígolo porque a mí me carga la justicia. No quiero nada con la justicia. Del lobo, un pelo, y ése, de la frente. Conque... con Dios, señor don José. Dios le conserve sus días para favorecer a los pobres...

—Adiós, hombre, adiós.

Pepe echó la llave a la puerta, y dijo para sí:

—La gente de este pueblo parece muy pleitista.

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Copyright ©Benito Pérez Galdós, 1876
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Fecha de publicaciónFebrero 2002
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