https://www.badosa.com
Publicado en Badosa.com
Portada Biblioteca Relatos cortos Fabulaciones

Dudas de un aficionado a la fotografía

Enrique Vásquez Valladares
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaMiraflores, Lima

Duda: incertidumbre frente a la toma de una decisión, incapacidad para afirmar o negar un hecho, vacilación ante varias posibilidades... En fin, definiciones hay muchas, pero lo cierto e indiscutible es que la duda existe. Viene, además, acompañada de sentimientos, todos por lo general negativos, y siempre la encontramos presente en nuestro diario vivir. Igual que las decisiones. Todos los días tomamos decisiones y todos los días dudamos frente a ellas. ¿Llevo o no llevo paraguas? ¿Voy o no voy al cine? ¿La invito o no la invito a cenar? Y así como hay decisiones simples y cotidianas, así también hay de las otras, las trascendentales, y todas, todas sin excepción, implican la existencia de algún tipo de duda. Pero hay un tipo de duda que es la peor: es la advenediza, la de ajeno origen, la duda que no nace en ti sino la que te siembran; son las dudas que jamás debieron existir y sin embargo existen, dudas capaces de atormentarnos e incluso cambiar nuestras vidas. Y en ese tipo de dudas, la complicidad de nuestra psiquis está manifiesta; los juegos con los que se entretiene ese titiritero que maneja nuestro cerebro se convierten en carnavales maquiavélicos con los que disfruta sádica y enfermizamente hasta arrastrarnos directamente al caos; las triquiñuelas y los laberintos creados, convierten tu mente en una especie de salón de espejos de feria, donde las imágenes son distorsionadas, haciendo parecer feo o ridículo lo que hasta hace poco fuera normal e incluso hermoso. Cada imagen retorcida, cada amorfa figura, está destinada a sembrar en ti esa cruel duda que otros de afuera germinaron, y que tu titiritero, ese que está allá arriba, se encarga de hacer crecer desordenadamente, como un inmenso y escabroso árbol cuyas desproporcionadas ramas se van extendiendo por cada rincón de tu mente sin dejar un solo espacio vacío, cubriendo cada recodo, hasta terminar estrangulando por completo tu razón. Quizás esta explicación no baste o incluso resulte imprecisa; quizás usted ahora no entienda lo que pretendo decirle, pero cuando sepa lo que me sucedió con Marcia, mi esposa, todo le quedará más claro.

La historia empieza un caluroso martes de 1999. Era de tarde y yo esperaba, como acostumbraba a hacerlo por esos días, el sobre con las fotos recién reveladas que el estudio solía llevarme a casa. Debieron haber llegado por la mañana pero al parecer algo los había retrasado. Por eso, cuando sonó el timbre y el muchacho me extendió el brazo con un pequeño paquete amarillo entre sus dedos, no tuve que hacer pregunta alguna. Se trataba, qué duda cabía, de las fotografías que nos tomamos mi mujer, mis hijos y yo, en aquel paseo que hicimos el último fin de semana a Los Pulpos, una simpática playa de las tantas que hay al sur de Lima.

Los paseos al sur solían crear un espacio agradable dentro de los conflictivos días que transcurrían entre Marcia y yo. Sería por eso que, en medio de la tensión nerviosa que había provocado en mí el excesivo trabajo en la petrolera o tal vez por las continuas discusiones que solíamos tener, nos reservábamos con especial interés el sábado, día que se había convertido en una especie de frágil columna vertebral de nuestro ya, desde hace un buen tiempo, casi invertebrado matrimonio. Los paseos sabatinos eran, pues, algo así como la crema que bañaba ese pastel, rancio y hongueado, en los que se habían transformado el resto de días de la semana. Supongo que por esta razón y mi conocida afición a la fotografía, incentivada por esos días con la adquisición de una moderna Kodak DCS, no dejaba pasar un solo sábado sin registrar con mi cámara esas típicas y cínicas imágenes familiares. Y nos tomábamos fotos: ella sola, yo solo, juntos, con los chicos, los chicos solos y así infinitas combinaciones en las que participaban la playa, el auto (un Corona del 97) y Pelusa, la mascota de la casa. Por eso, cuando recibí aquel sobre de fotos, exageré mi ya de por sí exagerada alegría y traté de buscar a alguien alrededor con quien compartir el insípido placer que me provocaba mirarlas. No encontré a nadie y casi de inmediato recordé que era martes, que estaba de vacaciones y que los cohabitantes de la casa estaban, o en el colegio o, en el caso de mi mujer, en su puesto de secretaria en el estudio de abogados para el que trabajaba.

En la seguridad de que los únicos habitantes de la casa éramos la Pelusa y yo, me propuse seguir las recomendaciones del psicólogo y tomar la tarde con la mayor de las calmas. Puse música suave, Kenny G creo, y respirando profundamente decidí enfrentar el stress que me había obligado a solicitar urgentemente esas vacaciones. Sin embargo, el lugar y el momento no eran los más adecuados. El departamento, un pequeño cubículo ubicado en el piso 14 de un edificio levantado en plena zona comercial de Miraflores, se convertía en un horno en el verano; ahí las habitaciones se distribuían con tanta estrechez, que sólo el arquitecto que lo diseñó podría justificarlo; el solo recordar que ahí vivíamos cinco personas y un perro hace que brote en mí una gota de sudor que me recorre el rostro desde la sien hasta el pómulo. Por eso, durante mis vacaciones, transitaba por la casa, con shorts, sandalias y un polo holgado, cuando lo llevaba. Así me encontraba vestido esa tarde, agregando únicamente a mi indumentaria aquel sobre de fotos que traía entre manos. Con forzada displicencia y sin el apremio que solía fingir ante la presencia de alguno de mis hijos o de mi mujer, me dirigí a la refrigeradora y saqué la última botella de cerveza que allí quedaba. Luego, acomodado (desparramado sería más preciso) en el sillón y con las piernas estiradas sobre la mesita de la sala, abrí aquel sobre más por aburrimiento que por interés, y fue, a partir de ese instante, cuando en mi vida empezaron a acontecer aquella serie de sucesos que terminaron por arrastrarme hasta acá.

Fue en la primera foto que vi (los rollos eran de veinticuatro tomas) donde encontré la imagen de aquella muchacha que no conocía. La foto era más o menos así: en el centro y como foco aparecía ella a cuerpo entero; negra su chamarra de cuero, negro su cabello y negros los guantes y botas que la protegían del frío; su rostro era agradable, su piel blanca y sus ojos, unos faroles oscuros que miraban como cuchillos, delataban la juventud de sus años; en cuanto a su figura, bastante cubierta por la ropa de invierno, ésta se presumía esbelta y hasta delicada. Como fondo, había un market que podía suponerse era de una gasolinera y que llevaba sobre el dintel de la puerta un letrero que anunciaba una marca de cigarrillos desconocida para mí: Phillips Morgan. Más atrás, montañas cubiertas de nieve y sobre ellas un cielo profundamente celeste que apenas era roto en su virginidad por una pequeña y densa nube blanca, como un lunar. Completaban la foto tres hombres, bastante alejados de la muchacha y que por la distancia a la que se encontraban parecían ignorar por completo el hecho de haber aparecido en la foto. Hasta allí, estaba claro: se trataba de un error. Y en efecto debía de serlo, pues al revisar el resto de fotografías, todas registraban nuestro paseo familiar del último sábado.

Mi primera impresión al ver la foto sólo originó, supongo, un gesto de extrañeza en mí. Era inútil tratar de recordar a la muchacha; sin embargo, y sin mediar razón, mi curiosidad hurgaba en mi mente a la búsqueda de sabe Dios qué detalle que me permitiera suponer que la conocía de algún lado. Todo era, por supuesto, en vano. Nunca la había visto, ni a ella ni el lugar, bastante extraño de por sí, en especial para quienes como yo, habiendo viajado en algunas ocasiones al extranjero, sólo hemos disfrutado de la nieve una o dos veces, como por ejemplo en mi reciente viaje a Vancouver, Canadá, hace apenas un mes, cuando la empresa creyó oportuno enviarme para uno de esos aburridos, pero anhelados por todos en la oficina, cursos de capacitación. Tratando, pues, de ignorar aquella intrusa fotografía, me dediqué a mirar las demás, siempre con esa sonrisa automáticamente estúpida que lucía en circunstancias similares. Marcia estaba casi en todas y, por alguna razón que nunca entendí, siempre aparecía en ellas, con una sonrisa que aparentaba una felicidad que a mi lado estaba seguro no sentía. ¿Hipocresía? ¿Terapia? No lo sé; pero por lo que sea, ella disimulaba bastante bien en las fotos nuestra complicada y casi tormentosa convivencia.

Me había casado con Marcia un verano de hace siete años en el vetusto edificio de la municipalidad de Miraflores. Para mí era el tercer matrimonio y, a pesar de mis dos fracasos anteriores, estaba seguro que éste sería el definitivo. La tarde de mi boda, premonitoriamente quizás, fue extrañamente fría. En esa época del año el Sol suele estar resplandeciente y el mar exhibe su azulina plenitud desde el malecón donde se levanta el edificio municipal; sin embargo, esa tarde, ni el Sol ni el mar quisieron estar presentes, ocultándose ambos tras una densa e inusual neblina. Aun así la boda fue todo un éxito y así lo acreditan más de un centenar de fotos que yo mismo tomé y que guardo conmigo con especial cariño.

Marcia y yo fuimos una pareja feliz, yo diría que por lo menos durante tres o cuatro años. Durante ese tiempo no sólo nacieron los niños, sino que además nos hicimos de Pelusa, una yorkshire que estoy seguro (siempre lo estuve) era el único personaje de la casa que acompañándome a muchos de mis paseos en el Corona, conocía, y guardaba con destacada nobleza canina muchos de los secretos que durante años había guardado celosamente a Marcia. Como, por ejemplo, esa costumbre que tenía los miércoles por la noche de ir a recoger a Yoli a la salida de su Instituto, o aquella otra de tomar uno que otro jueves un café con Tere. Todas, por cierto, costumbres dejadas de lado desde hace tres años, cuando ante la inminencia de un divorcio, decidí convertir esas escapaditas en meros recuerdos y guardar a cambio una fidelidad absoluta hacia mi esposa. Fueron días muy difíciles, lo recuerdo, y si Marcia no me abandonó, fue quizás porque jamás pudo comprobar fehacientemente algunas de mis fechorías. Si de algo podía jactarme, es que siempre fui muy cuidadoso en mis aventuras no dejando nunca huella alguna que me delatara.

Volviendo a Marcia, y por las razones que sea, los últimos años a su lado se revistieron de tonos grisáceos propios de una relación venida a menos. Las discusiones y los celos primaban en la mayoría de nuestras conversaciones y las caricias y los besos que antes prevalecían en nuestra relación habían pasado a convertirse casi en algo del pasado. Me atrevería a pensar que mi recargada labor como financista de la Oil Petroleum, no sólo me había quitado tiempo para atenderla, sino que había incluso cambiado mi habitual humor, convirtiéndome en el hombre amargo y alterado que fui durante esos años y llevándome a un extremo tal de tensión nerviosa, que me vi obligado a solicitar, con premura inusual, las ya mencionadas vacaciones que en esa época disfrutaba.

Como observarán la situación me tenía muy tenso. De hecho, recuerdo una oportunidad, en que, viendo cómo Marcia jugueteaba con Pelusa, sentí la absurda preocupación de que en un instante de debilidad (complicidad femenina al fin y al cabo) mi peluda amiga terminara por delatar, con sus miradas y ladridos, algunos de mis antiguos secretos, pudiendo con ello poner fin a mi ya de por sí frágil matrimonio. Así pues, en medio de esos opacos y desteñidos días, los sábados y sus paseos al Sur, se encargaron de teñir con tonos menos pálidos, lo anodino de aquel presente.

Pero no quiero salirme del tema. Volviendo a la calurosa tarde en que recibí las fotos, recuerdo haber mirado todas ellas sin prestar especial interés en ninguna. Aburrido por el calor y con un bostezo de pereza las regresé a su sobre original y tras colocarlas sobre la mesa del comedor, me dirigí al dormitorio para echar una siesta; ya luego Marcia, acompañada de mis hijos, cumpliría su parte del show, revisando las fotos con ese gesto alquilado que, al igual que yo, reservábamos para este tipo de ocasiones. Pero esto no sucedió, y es que, apenas mis párpados empezaron a cerrarse, la imagen de Marcia haciéndome un escándalo frente a la foto de aquella desconocida me asaltó de inmediato. ¿Y acaso no tendría razón? Era probable. Era bastante probable que Marcia reaccionara así frente a la foto de una mujer, guapa además, la cual por cierto —y esto me culpaba más—, había sido supuestamente tomada desde mi flamante Kodak DCS. Lo que es peor, yo había conocido a Marcia cuando aún estaba casado con mi segunda esposa de una manera singular: le había tomado una foto sin siquiera conocerla. Ese hecho fortuito acontecido tantos años atrás, abonaría, cómo no, ahora en mi contra. Tendría pues, razones para dudar de mí. Con esos antecedentes y más por precaución que por cargo de conciencia, regresé al comedor y, extrayendo del sobre la misteriosa foto, la oculté dentro de Cien años de soledad, libro que, estaba seguro, Marcia, acostumbrada a lecturas sobre metafísica y yoga, jamás leería. Luego, retomé, sin mucho éxito, mi siesta.

—Gabriel —me dijo Marcia—, ¿has visto las fotos del último paseo? —mientras dejaba su cartera sobre la mesa del comedor.

—Sí, claro que las vi. Bonitas, ¿no? —repliqué.

—Mira... acá está la Pelusa... y mira acá los chicos... ¡qué gracioso salió Luchito...! qué buenas... pero... a ver... sólo hay veintitrés, falta una...

—Seguro que se veló —me adelanté a contestar.

Dicha estas palabras no pude menos que sentirme un tonto. Era cierto que en el sobre habían venido veinticuatro fotos, pero también era cierto que la que descansaba entre la historia de Aureliano Buendía era imposible que hubiera sido tomada por mi cámara. Aun así, no me parecía adecuado que Marcia supiera de su existencia, así que decidí mantenerla oculta evitando cualquier mal entendido. Aquella noche me dediqué a pensar sobre el origen podía tener esa foto. Hice memoria. Para comenzar, en mi viaje a Vancouver no llevé ninguna cámara fotográfica, por lo que era imposible que alguien en aquella ciudad pudiera haber tomado esa placa; en segundo lugar, en Lima, no existe un lugar así, y, en tercer lugar, a esa muchacha, la de la foto, nunca la había visto en mi vida. Todo eso había suscitado en mí una curiosidad tal que la mañana siguiente me desperté totalmente decidido a desenredar aquella madeja en la que empezaba a sentirme atrapado. Lo primero que hice fue dirigirme al lugar donde revelaron las fotos y preguntarle a Julio, el fotógrafo del estudio a quien desde hace muchos años mi esposa le encargaba todos los revelados, por el misterioso origen de la foto que acababa de recibir. Él me lo aclararía todo.

—La revelamos en su último rollo, don Gabriel... Lo recuerdo porque era la única foto que no tenía relación con las demás... ¿Dónde la tomó? ¿No es de acá no?

—No sólo no es de acá, sino que yo nunca la tomé y menos mi esposa que no sale de Lima desde hace varios años. Esa foto debe de pertenecer a otra persona...

—No, don Gabriel. Yo mismo las revelé. Usted debe tener los negativos, revíselos.

Me despedí de inmediato. Era obvio. Los negativos estaban allí y sólo bastaba mirarlos para probar que esa foto no pertenecía al rollo de mi cámara. Regresé sudoroso al departamento y de inmediato me lancé a la búsqueda del sobre. No lo encontré. Luego de un par de horas levantando cojines y revisando cajones desistí. El sobre no estaba.

—Hola —me dijo Marcia mientras cerraba la puerta con un mal humor que ya conocía.

—Hola Marcia, qué tal el día... —respondí.

—Como siempre. Mejor háblame de otra cosa —Marcia detestaba su trabajo, sin embargo, algo más que eso se traslucía en sus gestos.

—¿Marcia, has visto el sobre con las fotos del paseo?

—Las fotos ya están en el álbum —su voz sonaba seca y cortante.

—Yo te preguntaba por el sobre. El sobre y los negativos.

—Ya los boté. Ayer mismo boté el sobre a la basura. ¿Por? —preguntó retadora.

—Por nada —le dije—, por nada...

—A todo esto, te llamó una mujer por teléfono desde Vancouver. Mira Gabriel, no me gusta nada ese tipo de llamadas. ¿Quién es, ah? Me dijo que se llamaba Mariotte.

—¿Mariotte...? No conozco a ninguna Mariotte... ¿pero te dijo si llamaba de alguna empresa..., de parte de alguien..., alguna referencia...?

—Mira Gabriel, mejor no disimules tanto. Cuando le dije si quería dejarte algún encargo me dijo muy oronda y con ese español mascado: «Es personal, lo llamaré más tarde...» —Marcia hacía muecas esforzándose en poner cara de boba.

Traté de hacerle manifiesta mi extrañeza por esa llamada; sin embargo, por alguna absurda razón me sentía culpable y Marcia lo notó. Era esa maldita foto, no cabía duda.

—Seguro que tuviste una aventura en Vancouver. Mira Gabriel, yo me entero de una de esas aventuras tuyas y hasta acá llegó lo nuestro. Tú lo sabes. Ya hemos pasado por esto otras veces y sabes que no te permitiré una más. Mejor háblale a tu amiguita y dile que no llame acá..., ¡es el colmo, encima le das el teléfono de la casa! —Marcia había perdido la calma y ahora su rostro empezaba a enrojecer—. Ya estoy harta de tus sinvergüencerías... ¿Hasta cuándo Gabriel, hasta cuándo...? —su voz tenía altibajos.

No supe cómo negar algo que sabía que no era cierto. Digamos que me había especializado en enfrentar las acusaciones de Marcia cuando éstas tenían algo de cierto; entonces yo tenía preparada mi estrategia, tenía la defensa lista, los parachoques preparados; ahora era diferente, me acusaban por algo de lo que me sentía totalmente inocente. Me estaban enfrentando en un terreno en el que no sabía combatir.

Discretamente esa noche, luego de mirarla una vez más, la fotografía de... ¿Mariotte? (no sé por qué pero asumí que esa foto era de la tal Mariotte) fue a parar entre las páginas de Macondo. Y fue precisamente esa noche cuando se iniciaron las malditas dudas. Empecé, mientras Marcia dormía, a rehacer mentalmente mi viaje a Vancouver; reproducir, minuto a minuto, los cinco días de mi estadía en esa ciudad, tratando de encontrar en algún instante algo que me ayudase a recordar a esa muchacha. Nada. Absolutamente nada. Si bien es cierto que alguna vez me divertí visitando esos bares donde las jovencitas arquean sus desnudos cuerpos cogidas de un tubo, no tuve relación alguna con ninguna mujer, ni siquiera una conversación medianamente íntima o privada. En cuanto al curso al que asistí, tuve algunas compañeras mujeres, pero no recordaba a ninguna que se llamara Mariotte; sin embargo, resultaba posible que hubiera entregado mi tarjeta de presentación a más de una. Quizás, alguna de ellas hubiera querido comunicarse conmigo en la oficina y allá le habieran dado el teléfono de mi casa. Esta teoría, aunque poco probable, era la única que podía explicar esa inexplicable llamada, pero... ¿y la foto... y esa extraña foto?

La mañana siguiente me dirigí a la oficina. El simple hecho de encontrarme aún de vacaciones hizo que mi visita fuera motivo de burla. Luego de intercambiar algunas bromas con mis compañeros de trabajo —regresó el loco, regresó el loco, se burlaban mis colegas— consulté a mi secretaria por las llamadas recibidas en mi ausencia. Ninguna de una tal Mariotte, ni siquiera del extranjero, menos aún de Vancouver. Por allí nada. Desilusionado me despedí de algunos empleados y luego de lanzar algunas miradas asolapadas a las piernas de la nueva secretaria de González, salí de la oficina para regresar a mi departamento en Miraflores. El viaje en auto fue insoportable. El mal estado en que se encontraba el sistema de aire acondicionado era una tortura; mi frente brillaba, el smog se atoraba en mi garganta, las venas latían en mi frente y de no ser por algunas escasas bocanadas de aire que irrumpían ocasionalmente por la ventana del auto, no hubiese podido llegar a mi destino. Ya en casa y aprovechando que no había nadie, busqué el libro de García Márquez y tomé de entre sus páginas aquella foto que tantos problemas me estaba trayendo. Allí estaba Mariotte. Miré con detenimiento la foto y, claro, pensándolo bien, esas montañas no me resultaban del todo desconocidas, podían corresponder tranquilamente a la cadena de las Rocallosas, lugar adecuado para esquiar y tan sólo a dos horas de Vancouver. Yo había hecho esa ruta el último día de mi estadía en esa ciudad y pude haber pasado tranquilamente por esa estación de gasolina... Phillips Morgan... Phillips Morgan... esa marca de cigarrillos... sí, sí lo recordaba... era una marca de cigarrillos canadiense que incluso llegué a fumar alguna vez. Era posible, era muy probable que yo hubiera estado allí, en esa gasolinera; sin embargo, Mariotte... Mariotte... no recordaba a ninguna Mariotte y, además, yo no había llevado ninguna cámara fotográfica en mi viaje, de eso estaba seguro. Andaba en esas cavilaciones cuando sentí que la puerta se abría. Era Marcia. Apenas si tuve tiempo para esconder una vez más la foto entre las páginas del libro.

—¿Estás leyendo? —me dijo.

—Ya lo he leído... Sólo lo hojeaba, tenía unas dudas... —dije cerrando el libro y ocultando a Mariotte en él.

—Desde que te fuiste a Vancouver estás muy raro... Ahora se te ha dado por tener dudas literarias... A propósito, manda a revisar la cámara fotográfica; está fallando; desde que la trajiste de Vancouver no está funcionando bien.

—¿La cámara...?

—Sí. La cámara. La cámara está fallando.

—No, no..., está bien... la cámara puede estar fallando... pero yo no la llevé a Vancouver...

—Ay Gabriel, a ti algo te pasa..., seguro que estás con la cabeza caliente. Yo te conozco, papito...

—Marcia, te juro que no llevé esa cámara a Vancouver...

—Mira Gabriel, algo te debe estar fallando... pero en fin, ya ni me importa; lo único que te digo es que el obturador de la cámara no cierra.

Marcia volteó y dejó la habitación con un portazo. Hacía varias semanas que andaba de muy mal humor y si no hubiera sido por eso habría pensado que lo de la cámara era una broma. Yo no había llevado esa cámara a Vancouver. Eso era imposible, lo recordaría, si no... ¿dónde estaban las fotos que tomé...? A no ser... ¡Mariotte!... No, no podía ser. Yo no había tomado esa foto, yo no había llevado esa cámara a mi viaje.

Aquella noche no concilié el sueño. Revisé uno a uno los hechos. Primero la foto de una mujer a quien no conozco llega a la casa formando parte de un grupo de fotos que corresponden a un fin de semana familiar; segundo, la foto al parecer había sido tomada con mi cámara y además en Vancouver, ciudad en la que he estado hace unos días; tercero, llama por teléfono una tal Mariotte desde esa misma ciudad preguntando por mí; cuarto, Marcia me asegura que he viajado con mi cámara fotográfica a Canadá; y quinto, Julio, el muchacho encargado del revelado está seguro de que esa foto pertenecía al rollo de mi cámara. Demasiadas cosas para ignorarlas y suponer que no estaba pasando nada. Pero, acaso había alguna lógica en estos sucesos. ¿Habría yo llevado mi Kodak DCS a Vancouver? ¿Le habría tomado yo la foto a Mariotte? ¿Le habría además dado mi número de teléfono? Y si todo eso hubiera sucedido, ¿era posible que no lo recordara? Marcia estaba ya sospechando algo además... pero ¿qué podía sospechar? Si yo no había hecho nada... ¿o sí? ¿O lo había hecho y no lo recordaba? Todo eran dudas, dudas... Esa noche fue la primera de una serie de noches en las que mi mente recreó imágenes que no recordaba haber vivido. Mis pensamientos, liberados de todo control, fueron armando con delicadeza de orfebre la escena allá en Vancouver: me veía con mi gabardina gris y mis guantes de cuero, sonriente frente al surtidor de combustible, cámara en mano y pidiéndole a Mariotte que posara para la foto. Recreé incluso una fugaz relación con aquella muchacha y hasta tejí en mi mente una despedida romántica y apasionada en la que dejé en sus manos una tarjeta personal que llevaba impreso mi número telefónico. Las primeras noches todo fue como un ejercicio para dar forma a esa sucesión de hechos inexplicables, algo que se fue creando casi para justificar el mal humor de Marcia y así pensar que su proceder correspondía a una historia que ella pudo haber armado con justificadas, aunque falsas, razones. Sin embargo, con el pasar de los días, esa historia fue ganando un espacio en mí. Ya no me resultaba difícil pensar en Mariotte y me convencí de que la Kodak DCS me había acompañado en el viaje. Después de todo y aunque mi fidelidad hacia Marcia era una realidad evidente, quizás allá en Vancouver, tan lejos de casa... no lo sé... todo era posible. Por lo que fuera, llegué a la conclusión de que aquella historia con Mariotte pudo haber sucedido; razón más que suficiente para seguir escondiendo su foto.

Hicimos algunos paseos más los siguientes sábados y aunque llegué a reparar el obturador de la cámara tomándonos con ella muchas fotos familiares, los paseos ya no eran los mismos. Marcia estaba más alejada que nunca de mí. Su malhumor era evidente, su rechazo expreso, su desinterés total. Un domingo, antes de acostarnos me lo dijo:

—Te volvió a llamar esa tal Mariotte desde Vancouver...

—Pero... debiste avisarme... Sabe Dios quién será —mi voz no era convincente.

—Mira Gabriel, una vez más te digo, y que sea la última —remarcó esta frase— si me entero de que tienes una amante o siquiera una aventura, lo nuestro se acabó para siempre.

Las cosas iban mal. Extrañas ideas me recorrían la psiquis, llegué incluso a extrañar a Mariotte, a desear que volviese a llamarme por teléfono, que se comunicase de alguna forma conmigo. Por las tardes, mientras esperaba que Marcia llegara de su oficina, me acercaba con especial emoción a la biblioteca al encuentro de su foto; llegué incluso a esperar ansiosamente que el reloj marcara las cuatro, para en la soledad que a esa hora reinaba en el departamento, poder disfrutar a solas con la foto de Mariotte, poder disfrutar de Mariotte...

Fue una de esas tardes cuando Marcia me encontró mirando la foto con una expresión mezcla de melancolía y deseo.

—¡Ya lo sabía desgraciado! Ya lo sabía... —fueron las únicas palabras que dijo, luego de arrancármela de entre mis manos. Luego, volteándola, leyó algo en el reverso. Decía: «Te amo. Mariotte.»

—Marcia..., ¡espera...! —la llamé infructuosamente mientras leía aquella dedicatoria que por alguna razón nunca antes había notado.

Pero no lo hizo. De inmediato se dirigió al dormitorio y dando un par de vueltas a la llave se encerró para llorar amargamente. Aquella noche y las dos siguientes dormí en el sillón de la sala. Traté en vano de hablarle durante esos días pero no me lo permitió; tan sólo la escuchaba llorar y escapaba a cualquier intento mío de acercarme. Me convencí de que la culpa había sido mía. Todo lo que había pensado Marcia debió, sin duda, de ocurrir. Al tercer día de ser sorprendido con la foto entre mis manos, Marcia abandonó la casa y se llevó a los chicos con ella.

Todo eso sucedió hace dos años. Los primeros meses fueron terribles; bajé más de diez kilos a causa de lo dura que resultó para mí esa separación, perdí mi trabajo y hasta mis amigos me dieron la espalda. Alguna vez incluso pensé en suicidarme y es probable que lo hubiera hecho de no ser por la invalorable ayuda brindada por el doctor Peschiera que me atendió en aquella época y quien luego de un largo tratamiento psicológico, me rescató de la más profunda de las depresiones. Sin embargo el tiempo pasa y las cosas, buenas o malas, se van dejando atrás. Hace tan sólo seis meses, cuando me encontraba totalmente repuesto de lo que viví con Marcia, la vi pasar abrazada de Julio, el dueño del estudio de revelados. Fue entonces, que con la mente despejada, con la claridad que da mirar las cosas en retrospectiva y con la frialdad del caso, lo entendí todo.

El complot había funcionado de maravilla. Ambos, Marcia y Julio se entendían desde hacía algún tiempo. De alguna manera, Julio consiguió una foto de una mujer en Vancouver (o en lugar muy parecido) y las mezcló con las fotos de nuestros paseos, con la siniestra finalidad de que, aprovechándose del terrible stress por el que pasaba, hacerme creer que yo la había tomado. Por supuesto que para este fin contó con la complicidad de Marcia, quien colaboró con supuestas llamadas telefónicas de Mariotte, las que, está de más decir, formaron parte del siniestro complot. Luego, con una serie de detalles y acosos no cejaron hasta convencerme que yo había vivido un affaire con esa tal Mariotte. Y así, paso a paso, con esa paciente frialdad criminal, lograron su objetivo. Trabajaron minuciosamente sobre mi mente como se trabaja con un bloque húmedo de arcilla; poco a poco, paciente y maquiavélicamente inundaron mi cerebro con imágenes irreales hasta hacerme creer que éstas en verdad existieron. Debía reconocer que su trabajo había sido casi perfecto.

Y digo casi, porque ahora, luego de haber descubierto la verdad, empecé una cruzada por recuperar mi dignidad. Batallé dura y tenazmente por la vía legal acusando a Marcia por aquella tortura psicológica a la que me había sometido; la acusé además de haber hecho abandono del hogar premeditadamente, con total alevosía y execrables fines. Gasté mucho dinero en abogados e incluso, debo ser sincero, llegué a corromper a algún juez. Pero al final lo logré. La verdad salió a la luz y ella fue declarada culpable. Los hijos, mis hijos, han sido entregados a mi custodia, y no sólo eso: siendo ella la única de los dos que trabajaba fue obligada, por el tercer juzgado civil de Lima, a depositarme en una cuenta corriente el 50% del sueldo que percibe en el estudio de abogados. En cuanto a su familia y sus amigos, todos le dieron la espalda a raíz del escándalo.

Ahora soy feliz. Mariotte, mis hijos, Pelusa y yo, vivimos en Vancouver, en una casita pequeña, muy cerca a ese surtidor de gasolina en el que le tomé, hace dos años, una foto que hasta ahora guardo para mí. Tenemos por costumbre pasear todos los sábados por las Rocallosas y nos encanta practicar el ski. En cuanto a mi afición por la fotografía, ésta se ha visto reimpulsada con la compra de una Kodak DCS PRO 14n, modelo de última generación, que nos acompaña en todos nuestros paseos sabatinos. Mis dudas han desaparecido por completo y la felicidad sería absoluta, de no ser porque en el último rollo de fotos correspondiente a nuestro reciente fin de semana en las Rocallosas, encontré una que me llamó particularmente la atención: la foto a cuerpo entero de una muchacha que no conocía y que al parecer había sido tomada en una playa del Caribe. Tenía como fondo un calmado mar azul y un cielo limpio y despejado; palmeras, cocos y uno que otro bañista a lo lejos, completaban la escena.

Estoy seguro de que se trata de un error; sin embargo y por las dudas he ocultado esa foto entre las páginas de Conversación en la catedral. La verdad es que, con lo celosa que es Mariotte, prefiero ser precavido y evitar así cualquier malentendido.

Tabla de información relacionada
Copyright ©Enrique Vásquez Valladares, 2003
Por el mismo autor RSS
Fecha de publicaciónSeptiembre 2004
Colección RSSFabulaciones
Permalinkhttps://badosa.com/n139
Cómo ilustrar esta obra

Además de opinar sobre esta obra, también puede incorporar una fotografía (o más de una) a esta página en tres sencillos pasos:

  1. Busque una fotografía relacionada con este texto en Flickr y allí agregue la siguiente etiqueta: (etiqueta de máquina)

    Para poder asociar etiquetas a fotografías es preciso que sea miembro de Flickr (no se preocupe, el servicio básico es gratuito).

    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)