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La noche en la ventana

Edith Checa
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Será que la luz no entra hoy por la ventana como antes, será que aún es de noche, o que el amanecer ha dejado de regalarnos su belleza, el ozono, los cambios climáticos, la eterna noche de los tiempos que ya ha llegado. No. No es. Nada de lo que intento imaginar que es... es. Y quizás pienso en ello porque así no me siento tan sola en esta negrura que me llena la boca de un sabor desconocido, el sabor del color negro. ¿A qué sabe este color que se diluye en mi boca mientras miro entrar la noche por las rendijas de mi persiana y pienso en cómo saben los colores si los saboreas y me planteo si es que aún no ha amanecido o es que ya no hay amaneceres de regalo? No sé a qué sabe el negro. Sólo sé que me he quedado ciega.

Llevo días aquí tumbada escuchando cómo mi madre trastea con los cacharros de la cocina. Todo su afán es prepararme comidas que nunca cato porque no me entra nada desde hace semanas, las mismas semanas que llevo masticando este color negro, que me invade este color veinticuatro horas al día, todos los días de la semana, todas las semanas del mes, todos los meses de este año y de los futuros años. Y tanto pensar en días y semanas me hace recordar unas frases que alguien dijo alguna vez y que nunca entendí, o al menos no hice caso en su momento. Esa persona hablaba de independencia, de libertad para estar solo. Yo lo adapto a mi caso, a mi ceguera. Sería feliz si pudiera ver una hora al día, un día a la semana, una semana al mes y un mes al año. Menos aún, estoy tan sola aquí dentro de este color negro que me conformaría con ver una hora diaria. Incluso con una sola hora a la semana. Si eso tuviera lugar, y yo supiera cuándo se iba a producir el milagro de esos sesenta minutos, le pediría a mi madre, a mis hermanos o a mis amigos, que me llevaran en coche a la cima de una montaña para poder ver un amanecer o un atardecer, los bosques, las cumbres, los valles, las praderas, las nubes, el cielo raso, la luna, las estrellas. ¡Tópicos! No, no son tópicos, es la naturaleza que tanto echo de menos ahora y que está ahí y yo no puedo verla. Pero antes de contemplar toda esa hermosura, miraría a los ojos de Jorge. ¿Qué habrá pasado con Jorge?

Mi madre me está hablando, comienza cariñosa y dulce, me pide que me levante, me intenta animar porque ha hecho chocolate y ha comprado churros que se están enfriando. No le contesto. No puedo contestarle. ¿Es que no se da cuenta de que necesito estar en la cama? ¿No comprende que no quiero levantarme? Esta cama es mi territorio. El único que conozco. No puedo levantarme, ¿para qué? Siempre he sido torpe. Cuando veía, me chocaba con las puertas que estaban entreabiertas, con las esquinas de las mesas, se me caían las cosas de las manos con mucha facilidad, tropezaba con todo. Si antes era torpe, ¿cómo voy a ser ahora? La psicóloga me ha dicho que debo visualizar mi casa tal y como la veía cuando veía. Debo imaginar la puerta de mi habitación para poder salir de ella. Esa puerta da al salón. Debo dar un paso y recordar que a la izquierda estaba el sofá y, en frente, la librería grande. También a mi izquierda y junto al sofá está la mesita en la que tenemos colocadas revistas de arquitectura y pintura que jamás podré volver a mirar. A mi derecha debo recordar que está la librería pequeña y un poco más allá la puerta que da al pasillo que me llevará al baño y al estudio. Dice la psicóloga que debo salir de mi habitación y antes de dar un paso debo visualizar cómo era mi salón, el baño, el estudio, la otra habitación, la cocina. Debo familiarizarme con lo que siempre ha estado ahí aunque ya no esté en mis ojos. Pero no quiero levantarme, no quiero salir al salón y chocarme y perderme y visualizar a la ciega que soy intentando visualizar una casa que ya le es ajena porque no la recuerda bien. Porque no la recuerdo, ¿o sí?

Mi madre me insiste en que me levante a desayunar. No cesa de darme razones para que realice esa acción tan sumamente fácil, según ella. Fácil y necesaria porque me estoy volviendo un vegetal, me estoy muriendo en vida y la estoy matando a disgustos. La escucho lloriquear. Lo que no sabe mi madre es que no puedo imaginar sus lágrimas en su rostro porque no recuerdo cómo es, de qué color tiene los ojos, no recuerdo su semblante, sólo sé que tenía arrugas y la cara alargada, nada más. No puedo acordarme de su cara y por tanto no sé si la persona que está llorando, porque dice que la estoy matando a disgustos, es mi madre o una impostora.

La psicóloga dice que debo aprender a escuchar y a reconocer las cosas por los sonidos y los olores, por el tacto. Pero mi madre no se acerca a mí para que yo la toque, nunca se ha acercado y me ha abrazado como yo he hecho siempre con mi hija. Mi hija... a ella no quiero verla, ¿verla?, le he pedido que no venga a verme en este estado. La única persona que me cuida es mi madre pero parece que la estoy matando y cuando la mate del todo no tendré a nadie que esté conmigo porque he dicho que no quiero verlos. ¡Verlos!, qué incongruencia. Que no quiero olerlos, ni escucharlos.

Mi madre sale de la habitación. Creo que está derrumbada. De nuevo escucho que trastea en la cocina. Ahora viene. Percibo, y me asombro de ello, el sonido almohadillado de sus alpargatas en el suelo, parece un gato caminando sobre las baldosas. Se acerca. Me dice que huela, debe de ser que me ha acercado la taza a la nariz, noto que algo despide vaho caliente y yo intento oler pero no sé a qué huele, este color negro que tengo en la boca invade mis glándulas olfativas y no percibo nada más.

Se ha sentado en el borde de mi cama, justo al lado de mi brazo derecho. Lo sé porque se ha hundido el colchón por ese lado. Dice que va a untarme un poco de chocolate en los labios para que lo saboree y me entren ganas de probarlo. Y lo hace. Me pone un poco de líquido espeso y caliente como si me pintara los labios, como si se dedicara a recomponer muertos y pintara mi boca de muerta con carmín marrón caliente para adecentarme. Intento sacar la punta de la lengua para buscar el sabor y al hacerlo recuerdo cuando sacaba la punta de mi lengua para unirla a la de Jorge, jugábamos a juntar la punta de nuestras lenguas y eso me excitaba, me provocaba un deseo feroz concentrado en mi vagina y en mi vulva y ya no podía parar hasta el final. Ésa era nuestra contraseña. Cuando cada noche nos acostábamos a dormir sabíamos si el otro deseaba sexo si alguno de los dos sacaba la punta de la lengua y la introducía entre los labios del otro. Si al otro le apetecía entonces abría la boca como se abre un volcán en erupción. ¿Dónde estará Jorge? Nadie me ha dicho qué ha pasado con él tras el accidente. Nadie me ha dicho si está vivo o muerto. Pero no viene a verme y yo no quiero preguntar. Prefiero pensar que aún está hospitalizado, con los huesos rotos y sin fuerzas para llamar por teléfono. Prefiero pensar eso a la certeza de que murió el mismo día en que yo me quedé ciega. Y nadie me habla de él. Y yo no pregunto: ¿Y si hubiera muerto?

Intento sacar la punta de mi lengua para mojarla en los labios marrones oscuros de muerta que me ha puesto mi madre y parece que lo consigo un poco, y algo siento, empiezo a sentir un sabor distinto al negro. No lo sé, estoy confusa.

Mi madre está llorando. Creo que llora de verdad. Se ha dejado caer sobre mi brazo, sobre mi hombro. Tengo su pelo justo sobre mi nariz y me hace cosquillas. Debe de estar pringándose con el carmín recién inventado de mi boca. Me hace cosquillas, intento expulsar aire por la nariz para que se aleje el pelo molesto de mi madre que llora dejando caer su cuerpo convulso sobre mi hombro. Y, al expulsar todo el aire y respirar, he sentido algo nuevo, creo haber percibido un olor que me parece familiar y nada tiene que ver con el negro. Huele a violetas. Como esos caramelos que venden en una tienda especializada y que tiene forma de florecilla de color violeta y sabe a violetas. Es el perfume de mi madre. No lo había vuelto a oler desde que era niña y se empeñaba en vestirme por las mañanas porque llegaba tarde al colegio y se enfadaba porque tenía que ponerme la ropa a pesar de tener ya diez años. El pelo de mi madre huele a violetas, y por un segundo he olvidado que sólo puedo oler negro, y al recordarlo ha vuelto otra vez ese maldito sabor-olor-vida negra, futuro negro, pensamiento negro, recuerdos negros. Me gustaría que se levantara de nuevo y volviera a caer sobre mi hombro y dejara su pelo hacerme cosquillas en la nariz para volver a oler las violetas de su cabellera.

Y la oigo que me dice al oído llorando: Ayúdame, no puedo más, por favor, si no quieres ayudarte a ti misma intenta hacerlo por mí. ¡Levántate!

Y como un resorte esa palabra ha provocado un milagro inesperado y estoy incorporándome. ¡Levántate! Le dijo alguien a Lázaro, y Lázaro que estaba muerto se levantó, y yo me levanto lentamente, como si hiciera siglos que hubiera estado paralizada en esta misma cama. Mi madre emite sonidos extraños, la imagino, la visualizo aunque sin rasgos en la cara, con las manos tapando su boca porque está a punto de gritar al ver que la muerta está resucitando. Y la oigo gritar una palabra que no sé si es para mí porque nunca me la había dicho, me llama «cariño», y eso sólo me lo llamaba Jorge. Ahora se ríe y yo estoy ya sentada en el borde de la cama, un borde caliente porque aún conserva la calidez de su cuerpo que se ha levantado de repente al ver que yo comenzaba a moverme. ¡Por fin!, dice, ¡por fin! Y la oigo reír como una loca y comienza a aconsejarme y a repetirme las cosas que me decía la psicóloga que me ha estado visitando dos veces por semana aquí mismo, en esta misma habitación.

Noto que me pone las zapatillas y en un principio las rechazo, pero luego las acepto porque no quiero romperme el dedo meñique del pie izquierdo como ya me rompí contra el quicio de una puerta cuando era torpe pero aún veía.

Ya estoy de pie y me tambaleo, siento que voy a caerme y noto que mi madre me sujeta. Siempre he tenido vértigo cuando cerraba los ojos, incluso fui a un neurólogo porque es exagerado el balanceo que tengo cuando no veo, y ahora no veo, por tanto presupongo que me caeré en cuanto dé el primer paso. Y ni siquiera sé si tengo los ojos abiertos o cerrados. Creo que los tengo cerrados, es mejor no abrirlos para no ver, sin ver, el negro que me invade.

Mi madre no deja de hablar y no tengo fuerzas para decirle que me agobia, que necesito silencio, quiero concentrarme para dar el primer paso en esta habitación oscura en la que únicamente sabía manejarme fundida en el cuerpo de Jorge. Sólo con Jorge podía estar a oscuras y moviéndome cuando jugábamos en la cama o en el suelo, contra la pared o la puerta, ebrios de pasión. No me gustaba abrir los ojos en la habitación negra cuando Jorge dormía y ahora no puedo abrirlos, no quiero. Mi madre tira suavemente de mis brazos, está delante de mí y tira de mis brazos como debió de tirar cuando era una niña y daba mis primeros pasos y me tambaleaba como me tambaleo ahora que también soy niña y estoy a oscuras en la inmensidad de una habitación que siempre me pareció pequeña y que en este momento siento eterna porque la negrura no tiene horizonte ni tiene límites. Y doy el primer paso y el suelo se reblandece como si fuera de algodón, que no lleva huesos, blando y negro como el alquitrán aún caliente en el que se quedarían las huellas si pisara sobre él y pudiera despegarme. Y creo que me he quedado pegada para siempre porque no puedo levantar el pie que está detrás para volver a dar otro paso y continuar ese camino extraño que está marcando mi madre con el efluvio de su perfume de violetas que visualizo en mi pensamiento como si fueran aquellos dibujos animados en los que el olor de una tarta se reflejaba en la película como una culebrilla en el aire que volaba hasta las fosas nasales de algún animalillo hambriento. Un camino extraño que mi madre marca también con el hilo de voz que le sale de su boca y que se queda flotando en el aire como si fuera una cuerda o un cordón umbilical al que me agarro con la poca pasión que me queda para continuar esta expedición por un bosque de tules negros.

Y consigo elevar el pie rezagado y mi madre suelta un ¡bien! que me llena de pronto de una pequeña sensación ahora rara pero que en otro momento de mi vida hubiera definido como «ilusión». Doy otro paso más y algo roza mi brazo izquierdo y me asusto. Es un roce frío pero suave y reconozco la madera del quicio de la puerta de mi habitación. Comprendo entonces que estoy cruzando el umbral del reducto donde he pasado mis últimas semanas y que voy a enfrentarme al salón que debo recordar para no espanzurrarme sobre el suelo. ¡Ya estamos en el salón!, grita alborozada la portadora de violetas mientras sigue tirando de mí cada vez con más seguridad y fuerza. Estoy en el centro del salón y muevo la cabeza como si mirara o mirando sin ver o viendo en mi interior lo que recuerdo de esa estancia en la que tanta felicidad obtuve durante años charlando con Jorge o abrazándole o viendo peliculones magníficos de la mano de ese hombre que amo aunque no me llama por teléfono.

Mi madre se empeña en que me siente en el sofá porque dice que estoy sudando y se me nota cansada. Va a ir a la cocina para calentar otra vez el chocolate y los churros para que me los coma calentitos por fin. Me dan ganas de preguntarle cuántos años tengo, porque no lo recuerdo. Necesito saber cuántos años tengo y cuánto tiempo hace que me quedé ciega, y cuánto tiempo falta para que alguien me diga qué ha pasado con Jorge.

La psicóloga insiste en que me he quedado ciega pero no muda ni sorda, que debo hablar a mis seres queridos porque lo están pasando muy mal al verme así. Y pienso que no deberían pasarlo mal porque precisamente ellos me ven, ven.

Estoy sentada en el sofá. Sola. Ciega. Pero me envalentono al percibir que mi madre entra en el salón con el chocolate otra vez caliente. La miro, sin ver, y le pregunto directamente, sin rodeos, sin esperar más, porque no puedo soportar tanta incertidumbre

—¿Dónde está Jorge?

La taza se tambalea en las manos de mi madre como yo me he tambaleado hace unos minutos también en sus manos, y pienso que a lo mejor más que ciega soy taza, taza negra, si he de ponerme un color.

—¿Dónde está Jorge?

Y mi madre se sienta cerca de mí y no consigue contestar a la primera y yo, entonces, siento que el corazón se me encoge porque comprendo que le he perdido para siempre.

—¿Dónde está Jorge?

Y mi madre por fin arranca a hablar y me contesta con dos frases que se me quedan clavadas en los ojos como cuchillos:

—Pues - dónde - va - a - estar - sino - en - la - cárcel - de - donde - no - debería - haber - salido - nunca. El - muy - cabrón - lo - que - te - ha - hecho.

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Copyright ©Edith Checa, 2002
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Fecha de publicaciónOctubre 2002
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