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Segundos afuera

Ricardo Costoia
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La luz del vestuario dibujaba sobre las taquillas destartaladas mi figura, la de un tipo que espera, pugnando entre el miedo y la sed de victoria. Sentado sobre la camilla, sintiendo el calor que los músculos a fuerza de aceite verde y fricciones que mis asistentes, minutos antes, ungieron como un talismán de protección, un ritual que efectuaban cada sábado de sacrificio. Un acto de seguridad para ellos y de magia para mí.

No permití que me envaselinaran. No quise justificar mi falta de sensatez ante ellos. Para qué explicarles que era un acto de lealtad, que el verdadero guerrero va al combate con su pecho desnudo, sin ventajas, solo con sus miedos.

Faltaban pocos minutos, el murmullo lo denotaba. Los guantes ya cubrían mis manos, perfectamente vendadas, con un esmero que nunca decayó en las tardes de entrenamiento. Yo y la bolsa. Yo y la soga. Yo y mis dudas.

¿Qué me llevó a entrar a aquel gimnasio de mala muerte a probar suerte en las artes del pugilato? Eran muchas las razones, aunque nunca nadie las entendió.

Es tan fácil condenar desde la comodidad de un buen pasar. Los cadáveres vivientes me prejuzgarían desde sus cómodos ring sides, a la espera de mi fracaso, sentir que mi cuerpo sobre la lona los pondría un escalón arriba, sentirse victoriosos desde sus discursos de cordura.

En esas tardes que pasé descargando golpes sobre una bolsa maltrecha, la agitación no menguaba mis pensamientos. No había odio ni rencor, solamente ideas encontradas. Aquellas ideas de culpa tan prematuramente adquirida de «poner la otra mejilla», aunque la realidad daba muestras de que era sólo una retórica que moría en una idea doctrinaria. Luego aquello de Nietzche a través de la voz de Zaratustra que pregonaba: «cada gran injusticia se saldará con seis pequeñas». Y aquello de la ley del Talión... y tantas y tantas otras.

La evocación agitada de los mitos griegos, las andanzas de aquellos héroes que deambulaban por el Egeo a la caza de minotauros, cancerberos y esfinges, venciendo una y otra vez su mala suerte terrena, su fragilidad ante la omnipotencia de dioses tan humanamente imperfectos. Solo ellos y su ingenio, sólo ellos y su valor.

¿Quería ser yo Odiseo subido a un ring? ¿Recuperaría Itaca ante la cuenta de diez? ¿Penélope estaría tejiendo, acompañada de su oráculo radial?

Sé que no eran los pensamientos típicos de un cultor de los puños. Me unía con ellos una camaradería que pocas veces había encontrado en otros lugares. Esos chicos con sed de gloria, con sus dos armas enfundadas en vendas y guantes, con su ilusión de futuros distintos.

Y yo allí, con mis divagues, esperando la hora de la verdad, el momento de poder enfrentar a la «dama del alba», montada a mis miedos y mis dudas.

El reglamento y los límites encordados permitían una justa igualitaria. No era como en la supuesta realidad donde las cuerdas se corren para la ventaja del más cínico.

Los golpes en la puerta anunciaron la partida. Me incorporé, estiré los brazos y las piernas y partí, enfundado en una bata humilde. Como debe ir el guerrero a la batalla.

Transité por el pasillo oscuro hasta la salida al gimnasio. La luz del ring enceguecía, y a los costados la gente clamaba entrega y en lo posible sangre, un vencedor y un vencido.

Caminé con pasos lentos, como quien se dirige al cadalso sabiendo de su inocencia, con la frente alta y la mirada fija en la nada, con una diferencia: yo lo elegí.

Pasé por entre las cuerdas y desde el centro saludé a la concurrencia. No miraba sus caras, no quería encontrar rostros conocidos que me sacaran de mi combate interno. Me senté en el banquillo del rincón azul, a la espera que el rojo fuera ocupado por mi partenaire, por ese retador que me permitiera librar mi propia batalla.

Entró al gimnasio aclamado, no lo vi hasta que subió. Sin la bata su cuerpo reflejó las intensas luces. Quise encontrar su mirada pero no lo logré.

El arbitro subió, controló que las ataduras de los guantes estuvieran correctas, me deseó suerte y se dirigió al otro rincón a repetir el ejercicio.

La campana sonó y nos llamó al centro del ring. Allí pude ver los ojos de mi rival: una mirada con un brillo especial, tratando de neutralizar cualquier sentimiento. Las recomendaciones de rigor del juez, chocamos los guantes y nos dirigimos a nuestros rincones.

Las últimas recomendaciones del entrenador (siempre de más) y luego la campana:

—Segundos afuera, primer round.

Se abalanzó de entrada, con más voluntad que pericia. Fui contrarrestando el vendaval de golpes a fuerza de quiebres de cintura y reculadas, punteé con izquierda y encontré una guardia demasiado relajada, vulnerable. Ante una derecha de él que quedó en el aire conecté mi primer derechazo, pleno al mentón. Una vez recobrado del golpe continuó con su andanada de puñetazos sin destino. El round pasó sin pena ni gloria, él tratando y yo tratando de que no.

Cuando me senté en el banquito y me quitaron el protector traté de ver la mirada, aunque su vista alzada y su agitación dejaban notar que el esfuerzo había sido más sanguíneo que cerebral. Mi disciplina me había ubicado en una posición más acomodada.

Mi entrenador hablaba y simulaba golpes, pero no lo escuchaba, sólo un pensamiento rondaba en mi cerebro: «Ingenio y valor, como los griegos.»

—Segundos afuera, segundo round.

Sonó nuevamente la campana, salí a puntear y esperar el instante preciso, con la atención en esos puños que lograba evitar, a la espera de que el hueco apareciera.

Apareció. Abrí con izquierda, conecte en punta de derecha, gancho bajo de izquierda y cross de derecha. Se desmanteló, la sucesión de golpes lo dejó como una marioneta sin hilos que solo atinó a rodearme con sus brazos. Sentí en mi oído la agitación de su respiración. El público y mi rincón clamaban imperativamente el destino del oponente, como nuevos césares, bajando su pulgar ante el gladiador tendido en la arena.

No pude. O mejor dicho, no quise. Buscaba combate, no victoria. La pelea no era con él, era conmigo. Por qué hacerle pagar con el sufrimiento a ese luchador que quería torcer el destino a fuerza de coraje.

Yo no lo quería torcer, solamente entender un poco ese derrotero de preguntas encontradas.

Cuando el árbitro nos separó le di espacio y lo vi. Los pómulos hinchados, algunas gotas corrían bajo su nariz y el protector pendía de sus labios. Su mirada era de miedo, y sin embargo se abalanzó entre una maraña de golpes sin destino. Lo mío fue un juego de cintura y piedad.

Sonó la campana, cada cual a su rincón. El protocolo de las estrategias, un poco de agua y mis pensamiento. Al cabo de esos tres minutos encontré ciertas similitudes, la otra mejilla, la ley del Talión y las palabras de Zaratustra eran todo lo mismo: palabras. La justicia era sólo un conjunto de visiones consensuadas. La piedad y la valentía eran cuestiones relacionadas, aunque sea sólo arriba de un ring.

Por primera vez descuidé la concentración en la pelea para observar el entorno: la multitud me aclamaba. Corrí la vista hacia el otro rincón, la mirada de él recorría las gradas con resignación.

Pensé en mí: Penélope estaría orgullosa aunque notaba que las tierras de Itaca estaban cada vez más lejos.

—Segundos afuera, tercero y último round.

Como en los otros dos, salió al ataque abanicando el aire una y otra vez. No me costó mucho encontrar el hueco para el gancho de derecha.

Su cabeza se fue hacia atrás, despidiendo gotas de sudor, coronada como un sol. Se desplomó sobre la lona, con los ojos y la boca bien abiertos. No sé si eran gotas de sudor o lágrimas.

Se levantó a la cuenta de ocho y con pasos zigzagueantes fue a encontrarme al rincón neutral. Lo esperé y lo abracé, el árbitro trató de separarnos pero no pudo con la fuerza de los dos. Al cabo de unos segundos desanudamos los brazos. Caminé el ring en todas las direcciones posibles. Los gritos de la gente pedían más, exigían más. ¿Quién era yo para defraudarlos?

Me dejé encerrar sobre el rincón azul. Descargó una serie de combinaciones inofensivas a la zona baja. Quebré la cintura y lo llevé hasta el centro del ring.

Abrí la guardia imperceptiblemente y la mantuve expectante. No podía fallar.

Primero en punta de izquierda y después un cross de derecha. Y fue todo.

Los diez segundos que duró la cuenta fueron de gloria, serían mis últimos instantes sobre un ring.

Desde la lona, con los ojos cerrados, escuché cómo el árbitro contaba.

Como un pantallazo, como un flash, a lo lejos, sobre el horizonte, se dibujaban las playas de Itaca.

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Copyright ©Ricardo Costoia, 2002
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Fecha de publicaciónEnero 2004
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