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Bola Luna

Alm@ Pérez
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaMercado de la Concepción, Barcelona
El mar, la mar

Aquel viernes no teníamos mucha faena. Nos limitamos a los encargos, y a la parte más interesante de ellos: la distribución a domicilio. Por ser la más pequeña, por lo general me tocaba a mí esa actividad, cosa que yo disfrutaba en la medida que me permitía gozar brevemente de la luz del día. El mercado estaba casi siempre a oscuras, apenas alimentado por los fluorescentes de las tiendas. El problema era que el número de tiendas iba disminuyendo con la subida de impuestos y con la nueva tendencia a comprar una vez por semana en los grandes y baratos supermercados de las afueras.

Llevaba tres encargos de pollo y rellenos que pesaban una tonelada a lo sumo. El primero era para el bar Pepito en la calle Balmes.

Era todavía muy temprano, casi no había un alma por las calles, lo cual provocaba una sensación de irrealidad al ambiente gris de un día que pronosticaba lluvia. Al pasar por la pequeña plaza de la Constitución, la misma señora de todas las placetas de Barcelona daba migajas de pan a un grupo de palomas cada vez más alborotadas con el banquete que caía de la falda de la anciana. La vieja señora, quizás una tieta burguesa que se quedó de soltera para cuidar de la mamá viuda, parecía dispersar su amargura entre las aletazos violentos de la pajarada gris. Llevaba, como siempre la recuerdo, su cabello blanquísimo perfectamente recogido en un moño de preguerra, y la bolsa de plástico de color verde que empezaba a amarillear.

Las calles, recién mojadas, despedían frescura. Los únicos sonidos casi se limitaban a aquellos del mercado que iba dejando atrás a medida que cruzaba calles de adoquín.

El bar Pepito dominaba la base de una manzana de viviendas del Eixample. El dueño del bar era un catalán con pajarita que me servía invariablemente un cortado cuando me veía entrar. Mientras sorbía mi café, los hombres de la barra, señores de lo más variado, me miraban con mayor o menor insolencia. Mi atención se concentraba siempre en los objetos y licores que el atiborrado aparador del bar duplicaba en un espejo gigantesco. Allí estaba también Juan, un muchacho andaluz que trabajaba de camarero a un ritmo de fiebre para poder casarse y adquirir, a un precio absurdo por lo elevado, un pisito en un barrio obrero de las afueras. Juan me contaba su infelicidad enrarecida de entusiasmo, siempre pendiente de la dura mirada del jefe que no admitía distracciones durante las horas del desayuno.

Cobro y me voy, o no cobro y me voy también. El dinero o la factura en mi bolsillo blanco, todavía impecablemente blanco a esas horas. Vuelvo a respirar Barcelona con un sol incipiente y los sonidos del tráfico cada vez más violentos.

Compro un bollo de pan en la esquina de Valencia. Contesto en catalán y la señora me da una mueca por sonrisa. Mi uniforme me vende barata, sencilla, quizás infeliz y probablemente explotada. Extranjera siempre en una región y un oficio que deforma el índice de mi mano derecha y que, en ocasiones, abre mi muñeca dispuesta a escapar de la imposición de la pesada tijera del pollo. Pero a mí no me importa, o invento que no me importa.

Señora Pellicer, quinto piso. La portera me conoce y me regala una sonrisa, reconociendo quizás en mí su frustada juventud de mandil y zuecos negros. La criada de la señora Pellicier lleva un delicado delantal de color blanco que contrasta con la ropa negra de su uniforme. Doña Constantina viene en un momento. Espero en el umbral. Las garzas de esmalte del biombo del recibidor asaltan mi retina como si las descubriera por primera vez. Junto al biombo, una silla muy bella, probablemente antigua, de un estilo jugetón que me recuerdan las contorsiones modernistas del museo Gaudí. La señora Pellicer, siempre muy propia, aparece a la puerta a pagarme, pero no tiene dinero ahora, su marido olvidó pasar por el banco. El pobre, siempre tan ocupado con sus negocios. Me da un cheque a cobrar en quince días. Me dice que muchas gracias y que si añadí perejil al pedido. Le digo que todavía no habíamos recibido el perejil cuando hicimos el encargo. Parece decepcionada. Antes de cerrar mi vista al biombo negro, las garzas vuelven a asaltarme con su belleza de colores.

Bajo las escaleras de piedra deformadas por tantos pasos. Los rellanos también están a oscuras. Afortunadamente, en cada piso impar se exhiben los carichosos vitrales que dan al tragaluz.

Ya en la calle, me dirijo al bar Perú, local gobernado por unos uruguayos exiliados. A saber por qué llaman a su bar «Perú». Me acarician con su acento meridional mientras dosifican piropos. Absoluta indiferencia por mi parte. Uno de los clientes me dirige indirectamente una apología de los piropos. Por primera vez me pronuncio y les digo a los presentes, hombres todos, que lo que la mujer quiere es andar por la calle sin agobios, sin presiones verbales, se trate de halago o de ofensa. Discrepan. Me voy ligeramente enfadada, con el traqueteo de mis zuecos negros con incrustaciones de sangre fosilizada y alguna que otra entraña de animal inclasificable para el ojo inexperto. Quizás se trate de dragón o de bruja, dependiendo de la pócima o brebaje a confeccionar. Mientras invento esoterismos me detengo, ya de vuelta al mercado, en la preciosa librería adyacente al conservatorio de música. Alguien toca el piano y me dejo embadurnar de Debussy.

Cría cuervos

Bronca.

Corro hacia la tienda, quiero decir, doy saltos torpes en la medida que me lo permiten mis pesados zuecos. Rápido buceo por la pequeñísima puerta y al mostrador.

«Què volia», «Qué quería», «Qué desea», «Qué le apetece hoy». Ofrezco deseos sin plumas a todo el que se acerque al mostrador rutilante de cadáveres bellos, otra vez indescifrables. Carcasas para el caldo; conejo para el horno; codornices; rellenos de jamón y queso; rellenos de prunas, pasas, piñones y beicon; rellenos de piña y melocotón, de sueños a granel, de pequeñas porciones de esperanza, de absoluta infelicidad. Y también pollo, por supuesto, pollo. Lo peso: kilo y medio, ochocientas pesetas. ¡Qué barbaridad! Para compensar, la monstruo de clienta, con una tienda atiborrada de gente, me dice que se lo desaga todito. Se lo hago repetir. Que sí, todito el pollo deshecho, sin huesos, dividido en cómodos paquetes, y la pechugas, como no, para rebozar. Exceso al precio de ochocientas pesetas y mala cara. Mi clienta favorita, la Maite, me mira a espaldas de la señora abusona con cierta lástima. Estoy hasta los huevos de la lástima ajena...

Elaboro en silencio, pero me sale al final, cómo no, la vena simpática y le pregunto trivialidades a la señora del exceso. Que su hijo no aprueba en el Instituto. Que su hijo es un genio pero un vago. Que no tenía que haberle comprado la tabla del surf, la moto, ni el estéreo. Que los hijos son una lata y unos parásitos. Mi madre, con una oreja en tan fascinante conversación, le da la razón: «Hijos como cuervos...» Mientras saco los ojos al cuarto de conejo para el arroz que la señora añadió al pedido para jorobar a la aburrida clientela, pienso en la frase de mi madre.

El conejo fresco y sin piel es un precioso animal. Sonrosado, la carne tiene que ser firme y consistente. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño para preservar la ternura al cocinarse. No quieres nunca una coneja parida, que tarda una eternidad en cocinarse y siempre queda dura la carne.

Para vender confiadamente el conejo tienes que exhibirlo con la cabeza, por aquello del mito del «gato por liebre.» Parece ser que ambos animales se parecen mucho en el cuerpo, pero discrepan en el cráneo. Esto permitió la venta de gato por liebre en tiempos de depresión económica. Pero nuestros conejos eran genuinos, con su cabeza apuntada y unos dientes saltones blanquísimos. Los ojos son también muy bellos si el animal es fresco. Tienen una preciosa transparencia si es el caso de conejo albino, y una circularidad mágica, perfecta bola lunar que se adhiere al índice de tus dedos como criatura inútil una vez que los separas de sus cuencas. Y yo invento que me mira, otra vez con lástima, gelatina empedernida a instalarse en mi memoria.

Conejo, animal sabrosísimo sea en paella o a la brasa, con una salsa alioli que mi madre prepara y vende en su punto perfecto «por debajo del mostrador», por aquello de que los productos cocinados en casa no tienen autorización para la venta directa al público.

Matilde se espera por mí. Sin duda compra más por conversar que por necesidad. Divorciada, sin hijos, no tiene ni tiempo ni ganas de cocinar para ella misma. Ejemplo distinto de la mamá emperifollada y abusona. Primero, diálogo de besugos para sazonar el encuentro dialéctico entre Matilde y yo. Después, quién sabe, latín, árabe, superficialidades del idioma que ella y yo inventamos para el total desconcierto del personal adyacente.

Matilde es profesora del liceo alemán. Políglota compulsiva y teórica del idioma. Por supuesto, yo soy mera aficionada y sazono mis conocimientos tres noches a la semana en la Universidad Central. «Rara avis», me dijo un día Matilde refiriéndose no tanto a nuestros juegos semiinventados como a su concepto de mi personalidad. Le digo que de rara nada, pero que de ave me quedan las plumas y la sangre coagulada en mi delantal tras el despelote de todas las madrugadas. Insano e indecente ritual matutino. Que vuele, se despide Matilde, y se va.

Por un momento se esconden todos los sonidos en un espacio indefinido y me quedo suspensa con el único centro de gravedad en la pesada tijera, instrumento enorme, brutal, y sólo en apariencia mío. La intersección de la tijera me parece la raya de un burla, de una sonrisa grotesca de que soy acreedora y víctima.

Codazo de mi madre. Y a trabajar.

Telenovelas

Las tardes de los viernes son infinitas. Entre las dos y las tres no hay un alma, y con frecuencia hay que esperar a que termine la telenovela de turno para poder ver un espíritu por el abandonado mercado. Sin embargo, hay algo estupendo en esas horas en que reposa el interior de la vieja ballena en que se ha convertido el mercado de la Concepción. Los pocos que persistimos en las tardes de los viernes nos volvemos dicharacheros, conversadores, brillantes, y en apariencia felices. Sólo estamos los jóvenes, cómo no. Los mayores, por lo general dueños de las tiendas, padres o patrones de las jovencísimas dependientas, reposan en sus casas y cuentan las proverbiales magras ganancias del día.

Carlos apoya su torso descomunal en el mostrador y nos regala derroches de simpatía. Flirteamos con él Irene y yo. Irene es una muchachita preciosa que trabaja para el más cabrón de los pescateros, el «Pesetas». Todos conocen la mala ralea del «Pesetas» y algunos cuentan historias terroríficas sobre el pasado de su hermano, decidido camello y contrabandista que murió a navajazos en una esquina del barrio chino.

Irene, como casi todas las niñas que navegan a sueldo en el interior de la Concepción, trabaja como una bestia por una cantidad miserable. Para rematar el abuso, el escaso salario que gana va a parar invariablemente al bolsillo de los padres, gentes de clase media-baja con pretensiones de vídeo y casita en la costa.

Irene tiene diecisiete años recién cumplidos y unos ojos de mar que a veces se le ponen tristones. La verdad es que no es para menos. Su edad es un problema porque en cuanto tenga la ocasión, el «Pesetas» hará lo posible por «autodespedirla». Es decir, que para ahorrarse compensaciones de despido y, sobre todo, para ahorrarse la legalización de sus empleadas cuando cumplen los dieciocho años, el «Pesetas» hace la vida imposible a las muchachas provocando así el despido «voluntario». Desgraciadamente, hay tantas niñas de ojos tristones dispuestas a trabajar en lo que sea, que no resulta problema alguno tiranizarlas hasta el suicidio laboral.

Recuerdo que una vez la madre de Irene, no dispuesta a que su hija perdiera el trabajo por incompetente, le dio un bofetón a Irene enfrente del «Pesetas» para que la niña supiera a qué atenerse, porque la niña es lenta y un poco torpe y tiene que acceder a lo que diga el jefe. Y el jefe, algunas veces, quiere cosas que tienen poco que ver con el pescado barato que vende, con el pescado a veces maloliente que vende a duro para quitárselo de encima. Sardinas a duro el kilo si compras calamar pasado de días; si tienes la paciencia de ignorar la balanza trucada o el demasiado papel con las gambas para el arroz. Y esa mirada del «Pesetas» dura, escrutadora, imposible de sostener o de ignorar. Pero hoy Irene está más triste que nunca, a pesar de las ocurrencias de Carlos. Se sabe infeliz, lo cual ya es mucho porque casi todas las chicas desconocen las fibras de su propias desdichas y se dejan hacer, y se dejan llevar por la calma chicha de las frustraciones.

Irene sueña. Irene sueña con su novio que está en la mili, sueña con casarse y tener un pisito en Hostafranchs y estudiar para peluquera. Sueña también, cada mañana, mientras ve correr las burbujas del agua, una detrás de otra, hacia el canal de la tienda de enfrente, mientras espera más temprano que nadie la llegada del jefe para ayudarle a descargar las pesadas cajas de pescado, sueña que el delantal de plástico que lleva, amarillento, rasgado, con perpetuas escamas incrustadas, será el último. Irene sueña mañana tras mañana, mes tras mes, que el delantal que lleva y que las pescateras deben cambiarse cada cierto tiempo, será el último. Pobre Irene, Irene-Paz, Irene-blanca de ojos tristes. Y me lo dicen tus ojos, y yo te insinúo que vueles también, que nades en tus propios sueños de mar.

Carlos, desenfadado siempre, se burla un poco de nuestra tristeza y nos regala chocolatinas. Viene el chico del bar y le pedimos un café con leche bien caliente, bien cargado, para calentar nuestros apagados corazones los viernes de dos a tres, a la hora de las telenovelas.

Las desgracias de Mariana

Por fin llegan las señoras en breves intervalos y te cuentan las vicisitudes de Mariana, sirvienta virtuosa de los señores Coelho en alguna parte del Brasil. Las desgracias de Mariana las absorbe, las vuelve locuaces y sentimentales mientran intercambian puntos de vista, por lo general coincidentes, con las clientas que se acercan para tal propósito. Las cuitas de la Mariana en su empeño de virtud frente a los excesos del señorito mimado, muchacho acostumbrado a la frivolidad de las damitas de la alta sociedad. (Lo que no se ha descubierto todavía es que Mariana es hija ilegítima de un señor del que estuvo enamorada la señora Salgado, y que éste es el motivo de odio visceral hacia la pobre sirvienta). Pobre Marianita. Mariana guapa, pedazo de cielo, hija adoptiva de televidentes intercontinentales que la adoran. Y Marianita a cambio las ayuda a olvidarse un poco de sí mismas y de los platos por lavar en el fregadero tras la comida, cuando ya todos se fueron a sus cosas: el hombre a su trabajo, los hijos a la escuela. Y una se queda sola, y nada mejor contra la soledad que la desgracia ajena para distraer la propia, que se inventa entonces trivial. Y luego, lo mejor del episodio: el comentario de la jugada que las reúne para el croissant de las cinco con café con leche y mucho cotilleo, y mucho chiste verde, y mucha charla.

—¿Me pones unas alitas, guapa?

—Pues claro. ¿Cuántas quiere?

—No sé, las que quieras, como una docena. Y dame algo más para el arroz.

La señora abrevia para concentrarse en la conversación con la clienta vecina:

—Pues no te parece increíble que esté embarazada. A mí ya me parecía que la mosquita muerta...

—Pues ya lo ves, quién lo iba a pensar.

Mientras recrean el episodio de la tarde corto los cuartos de pollo con la tijera grande, la tijera que está fija al mostrador y que manipulas cargando el peso del brazo derecho, y a veces todo tu cuerpo, sobre el único mango del poderoso instrumento. El resultado impresiona siempre. Es capaz de cortar todo tipo de hueso, por duro que sea, por grueso que sea.

Si se trata de un pollo entero, primero hay que cortarlo con la tijera de mano por la parte que separa las pechugas, hasta abrirlo completamente. Se retiran entonces los menudos del pollo: hígado y molleja, y se dejan a un lado como se hizo antes con el cuello. Una vez cortado el pollo se reúnen los trozos en el centro del papel encerado y se limpian los menudos.

Mientra procedo a liberar el hígado de la bilis del pollo veo que Irene cruza el pasillo cabizbaja con un papel en la mano. La llamo y no me contesta. No puedo evitar preocuparme y entonces noto que un líquido verde se derrama sobre la tabla blanca del mármol. En un santiamén limpio el mostrador con una balleta húmeda y lavo el hígado en abundante agua fría. La clienta, absorvida con las cuitas de Mariana, ni lo nota.

Acólitos

Se sabe que oscurece por los sonidos de las persianas que caen por la tarde. Es la señal de la noche los viernes de faena. Se acaba el día, y la gente limpia y friega y retira los últimos restos que se atomizan en la atmósfera del oscuro cadáver del mercado que aparece más triste sin colores, sin clientas, sin delantales bordados ni dependientas gritonas.

Se cierran las persianas. Los últimos pedazos están barridos, lavados, guardados para el día siguiente, y sólo me queda limpiar los cristales. Procedo a hacerlo con energía. Primero, salpicando el cristal con líquido detergente. Después, limpiándolo y secándolo con papel de cocina en movimientos circulares. Termino de limpiar los cristales del mostrador al ritmo de «Los cuarenta principales» que retumban desde la radio que ha puesto a toda pastilla Carlos. Es la hora de cerrar.

Se sabe que amanece por el procedimiento opuesto. Los ruidos de las persianas al abrirse van en aumento. Son la cinco de la mañana del sábado. Fuera hace frío.

«Bon diiiiiiiia!», «¡Buenos días!», «Muy buenas». Gritamos con absoluta indiferencia a la calidad de los días buenos, malos o regulares, igualados en un mismo día.

Soñolientos nos tomamos café y pasta en la barra del bar, sentados, callados, repitiéndonos cada mañana sentados, callados, en la barra del bar. Desprenderse del asiento es tarea difícil pero se logra. ¡Alehop! Y al trabajo.

Primero el uniforme.

En el lavabo comienzo el rito de todas las mañanas. Primero me desnudo. Luego el jersey de cuello alto y las medias. Lo último la bata y el delantal blanquísimo. Los zuecos siguen sucios. Pero hoy noto algo diferente en mi anatomía. Es algo que pasaría totalmente desapercibido si no fuera que me detuve inconscientemente en aquella área. Justo detrás de la oreja noté una presencia extraña, una textura que no tenía nada que ver con mi cabello o con mi piel. Contorsionándome frente al espejo pude advertir que sí, que se trataba ni más ni menos que de una pluma, una pluma pequeñísima, tornasolada, preciosa para decir la verdad, pero totalmente ajena a mi epidermis... hasta entonces. Observé mis brazos con detenimiento y efectivamente, para mi total desconcierto crecían también plumitas en el área de la axila. Plumitas pequeñas, tornasoladas todas como aquellas del cuello de las palomas de Barcelona. Me asusté. Inventándome una Samsa de bolsillo regresé con resignación a mi puesto, a mi altar de sacerdotisa de aves desplumadas en espera de mi propio turno.

Cuelgo los pollos de un gancho que les atraviesa el cuello, a la altura de la cabeza. Los pollos se balancean como frutos de un árbol de aluminio, como ofrendas al sol fluorescente que enfrentan descoyuntados. Pero me anima el café y el bocadillo de salchichón con tomate que me trae el chico del bar con una sonrisa. Entre bocado y bocado invento un baile interpretado por los cuerpos desnudos, casi obscenos, de las gallinas todavía calientes, al ritmo de los boleros de la radio. «Espérame en el cielo corazón...» Abro los vientres de alguna de ellas dejando al descubierto la brillantez de las huevas. Huevas relucientes, tensas huevas solares, amarillas, reposando sobre un lecho de sebo blanquísimo. De repente sorprendo en el interior de una de las gallinas los colores calidoscópicos de unas huevas deformes. Casi al mismo tiempo, un grito agudo rasga el vientre del mercado de la Concepción. Mi tijera del pollo cae pesadamente, produciendo un sonido opaco sobre un suelo sucio rociado de serrín. «Espérame en el cielo corazón...»

Balance

Ha pasado demasiado tiempo y estoy demasiado lejos de aquellos días.

Recuerdo que la fuimos a enterrar al cementerio de Montjuic. Hacía un día radiante que sofocaba a las pocas personas de luto que habían asistido al entierro. El agujero reservado para Irene, a modo de falsa sepultura, se elevaba unos metros sobre nuestras cabezas, y en el balanceo de la subida del féretro temimos que se desplomara la caja en dos ocasiones. La madre parecía desencajada, sorprendida, decidida a no aceptar la tragedia. El padre la sostenía de los hombros adoptando una figura grave, de doloroso desconsuelo. Del mercado sólo vinimos Carlos y yo pues pocos podían dejar de abrir aquel otro sábado del mes de julio, una semana después del suceso.

Carlos me contó que aquella mañana Irene le había pedido uno de los cuchillos de su charcutería, una de esas herramientas alargadas, perfectamente afiladas, que conseguían sustraer con absoluta precisión delgadas láminas de jamón serrano. Carlos sabía que los cuchillos del «Pesetas» eran utensilios rudimentarios, pesados, que el «Pesetas» se cuidaba de afilar con la menor frecuencia posible, duplicando el trabajo de las chicas. Es por ello que Carlos no cuestionó la petición de Irene. Simplemente no pensó en nada. «No vayas a hacerte daño, preciosa», mencionó Carlos en tono de guasa, pero ya Irene se había alejado, enteramente ajena al aviso.

Irene bajó al muelle del mercado que está situado en el sótano del mismo, el cuchillo detrás de su espalda fuertemente agarrado. Llega el camión del jefe. El vehículo da marcha atrás, hasta alcanzar el bordillo del muelle donde Irene le espera. El «Pesetas» salta de la cabina del camión y se dirige a la parte trasera para descargar los frutos marinos distribuidos en cajas de madera, cajas grandes, rectangulares, de poca profundidad, cajas de un color oscuro y húmedo. Irene no se mueve. Primero los pageles rojos, de ojos transparentes y boca agónica. Después las sardinas, docenas de sardinas, cientos de ellas apelotonadas en sus propios cuerpos plateados. Luego un atún gigantesco que pone sobre su hombro y hábilmente descarga el «Pesetas» sobre un furo lleno de hielo picado. Por último el rape: grandes, pequeños, con sus expresiones horrendas y las cabezas aplastadas. De pronto el «Pesetas» nota la inmovilidad de Irene. Irene blanca, Irene mar anclado en un punto magnético; rígida e imperturbable con su bata limpia, con su delantal amarillento y roto en espera de repuesto. El «Pesetas» va a gritarle un improperio pero se queda absorvido mirándola, mirando los ojos vacíos de Irene. Se acerca a ella con lentitud. Alarga la mano helada y sucia de escamas y hace el gesto de acariciar la mejilla de la muchacha, el cuello de la muchacha, su hombro derecho, su seno pequeño. Con un rápido movimiento del brazo, en absoluta independencia del resto del cuerpo, del gesto de su rostro, Irene clava el largo cuchillo en el estómago del hombre que continúa mirándola, y lo sigue clavando una, dos, tres veces, diez veces, mientras el delantal, el pelo, la cara, se empapan de líquido rojo con cada golpe. Cae el hombre finalmente al suelo pesadamente, con un sonido opaco, y la muchacha observa la sangre humeante confundirse con las burbujas del agua que corren unas detrás de otras hasta el pequeño canal de agua que ribetea la orilla del muelle.

Tan pronto como oí el grito dejé caer mi tijera y salí corriendo hacia el muelle del mercado. Salté las escaleras de dos en dos hasta llegar al sótano maloliente. No me fue difícil llegar hasta ella entre la pequeña multitud que se había congregado. Me hice paso entre los variados uniformes de mercado hasta llegar a sus pies descalzos. Irene se balanceaba colgada de un enorme gancho de ternera al que había anudado una de las cuerdas que se usan para transportar los furos. A sus pies se dispersaban las cajas de pescado que había utilizado para alzarse y suspenderse en aquella atalaya sórdida. Las sardinas dispersas, pisoteadas, mantenían sus brillo de plata contra el río rojizo que fluía del cuerpo ciego del «Pesetas».

Supe más tarde que el novio de Irene había recibido una de esas balas perdidas que se dan en la mili con mayor frecuencia de lo posible. Una bala directa al cráneo de sus sueños, de los sueños de Irene. Y yo, alejada desde entonces, menos infeliz, recreo el balanceo de Irene mientras me detengo en aquellos ojos gelatinosos del «Pesetas» en los dedos de la ahorcada. Ojos de luna apagada, ojos cloaca, ojos sapo permanentemente incrustados en mi memoria.

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Copyright ©Alm@ Pérez, 1997
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Fecha de publicaciónMarzo 2004
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