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Las vacaciones de Terés

Capítulo XVI

Ana María Martín Herrera
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Sucedió el día 25. Me quedaban tres días para marcharme de allí si Mánol mantenía su palabra y no se le antojaba retenerme hasta el día treinta y uno. Esto no calmaba mi ansiedad, el temor a lo que pudiera suceder en esos tres días me llenaba de incertidumbre. Cuando me senté a la mesa para comer, Mánol me clavó una mirada muy agresiva. Intenté ignorarlo pero no me dejó. Me miraba fijamente y yo no era capaz de probar bocado.

—¿Por qué me has mentido? —dijo al fin entre dientes.

Yo no podía ni imaginar a lo que se refería.

—¿Qué dices? ¿En qué te he mentido? —contesté.

—¡Hija puta —gritó—, has dado la dirección de mi local!

Comprendí de pronto lo que ocurría.

—Pero... sólo a mi madre —respondí temblando.

—¡A tu madre! —exclamó mientras de un nuevo manotazo en la cabeza casi me tiraba de la silla. Después sacó del bolsillo de su pantalón un sobre arrugado y lo arrojó sobre mi plato.

La rubia platino estaba lívida.

El sobre estaba abierto, llevaba matasellos de Palencia y un papel rojo pegado que ponía «urgente». Saqué del interior una cuartilla escrita con letra temblorosa y leí lo que ponía:

A mi querida hija:

Te esperamos lo antes que puedas llegar. El tío Pepe está muy grave, lo operan a final de mes. En la Telefónica no han localizado el número para llamarte. Manolito quería bajar a Madrid a recogerte, pero le he dicho que espere a que tú nos llames.

Tu madre que te quiere

Sólo pude sonreír. Los ojos se me llenaron de lágrimas y por un momento la imagen del sevillano resurgió en mi imaginación como un día que al clarear barriera las brumas de una noche sin luna.

Mi madre nunca hubiera escrito algo tan afectuoso, su carácter siempre ha sido introvertido. El sevillano, sin duda, había redactado la carta como lo hubiera hecho su propia madre. Si algún día tengo hijos, yo también les escribiré así, me dije. Cómo lo habrá conseguido, me pregunté, no es posible que haya viajado a Palencia tan sólo para cumplir mi encargo.

—Tengo que marcharme —dije sollozando sinceramente aunque por causas muy distintas a las que Mánol suponía—. Todo el mundo sabe que tengo devoción por mi tío Pepe —en eso mentí, por supuesto que mi tío Pepe no existía—. Vendrán a buscarme si no contesto.

Mánol estaba nervioso. Se había tragado aquel montaje sin preguntarse siquiera por lo absurdo que resultaba, en aquellas circunstancias, enviar una carta en lugar de un telegrama. Como quien tiene una idea genial dijo de pronto:

—Vas a poner un telegrama. Dile a tu madre que irás mañana.

Así lo hicimos. Por teléfono puse un telegrama a mi madre en el que decía: «Llegaré mañana. Os quiere, Patricia.»

Los resultados de la andadura de la vida son imprevisibles. En mi familia no existía la costumbre de utilizar palabras cariñosas ni de decirnos que nos queríamos. Ni mis hermanos ni yo avisábamos a mis padres antes de ir a verlos. Nos presentábamos allí de tarde en tarde, cuando nos daba la gana, sin anunciarnos. Yo redacté ese breve texto forzada por las circunstancias, no era mi forma habitual de dirigirme a ellos. Sin embargo, cuando después de aquello me encontré con mi madre, me dio un abrazo envolvente como nunca antes lo había hecho. Estoy segura de que no fue debido al estado en el que me hallaba, me hubiera abrazado igual en cualquier caso. Fue el hecho de recibir un telegrama mío avisando de que iba y las palabras «os quiere» lo que la llevó a manifestar el cariño a pesar de su carácter recio.

No tuve otro remedio que acceder a las pretensiones de Mánol y permanecer allí hasta el día siguiente. Le vi resueltamente decidido a obligarme y la sola idea de que volviera a golpearme me aterrorizaba. Su gesto era muy sombrío, supongo que le preocupaba la idea de que algún hombre de mi familia se presentara en su tugurio. Sin embargo, se ve que la suma que el cliente de esa noche le había prometido por gozar conmigo era sustanciosa y no estaba en sus cálculos echarla a perder. Por otra parte, tras recibir el telegrama, Mánol debía de suponer que mi familia se habría quedado conforme.

Yo no estaba tranquila. Sabía que a la mañana siguiente saldría de allí sin remedio pero un miedo indefinido me mantenía tensa y no me dejaba recrearme del todo en la emoción que me había producido la lealtad del sevillano. Nadie, hasta entonces, me había dado gusto hasta ese punto. Nadie antes había jugado a mis juegos.

Qué habrá sido de aquel caballero andante, me he preguntado muchas veces. Me gusta llamarlo así y cuando lo hago siento que soy una princesa rescatada de un cuento viejo y agujereado por las polillas. Mi trabajo me obliga a viajar de vez en cuando a varias capitales andaluzas y, al pasear por las callejas de Sevilla, voy fijándome en la gente. A veces me cruzo con alguien que me recuerda a él. En el fondo lo voy buscando. Sé que no me atrevería a saludarlo, que daría lo mismo verlo o no porque lo más probable es que él ni me reconociera. Además, la forma en que nos encontramos llevaba implícita la condena de no volver a tratarnos.

La tarde de aquel último día se me hizo eterna. Intentaba imaginarme dentro de mi coche avanzando por la carretera en dirección a Palencia y no conseguía representarme esa escena tan nítida como deseaba. Tenía la sensación de ser un preso que ha finalizado su condena y va a salir. Pero a la vez temía la sesión de aquella noche porque sabía que no me resultaría fácil soportarla. Es el final, me decía, debo ser consecuente, a fin de cuentas yo me lo he buscado y todo va a terminar bien.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2003
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Fecha de publicaciónMayo 2005
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