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La noche sobre Europa

Escapando

Capítulo VII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)
Volvióse mi verdor en sequedades de estío
Salmo 32, 4

Una noche, a los pocos días de ocultarnos en Viena, nos disponíamos a sentarnos a la mesa. Y entonces tía Carla se quedó inmóvil en el marco de la puerta, apenas sosteniendo la bandeja con la comida: la radio anunciaba que Tito había ocupado Belgrado. Lo escoltaban los tanques soviéticos.

Nos miramos con alivio por haber escapado a tiempo. ¿Y los muchachos que quedaron?

Más tarde supe que, cuando mamá salió a la puerta después de oír golpes terribles —los comunistas iban casa por casa buscando a los miembros de la resistencia nacionalista—, la amenazaron, señalando la reja de nuestra casa: «Aquí ensartaremos la cabeza de tu hijo.» ¡También habían ido por mí! Ella miró la reja, miró a esos muchachos que ahora se sentían los nuevos amos y actuaban con la prepotencia de un poder recién adquirido. «Vamos a implantar un nuevo orden», le dijeron.

Los tanques apoyaban esas ideas. Tito tomó el mando y dio vuelta todos los órdenes de la vida, desde la concurrencia obligatoria a las clases de adoctrinamiento marxista —en las que mi madre fumaba y fumaba ausente—, hasta el control de toda correspondencia. El país se cerró. Y yo ya no pude tener noticias de mamá y Bob por más de un año.

Una de las primeras medidas de Tito fue movilizar a la juventud de Belgrado, la que no había participado en la resistencia comunista, y mandarla a luchar contra los alemanes —que ya abandonaban el país—. Siempre algún refugiado tenía noticias para difundir entre los compatriotas que nos reuníamos en bares o en alguna casa.

Así nos enteramos de algo que le pasó a Micha, un amigo de la infancia. Conversaba en una esquina con otro muchacho, cuando dos hombres de la policía secreta bajaron de un coche.

—¿Qué hacen aquí?

—Nada —dijo Micha—. Sólo conversamos.

—Bueno, pues tienen que acompañarnos los dos: a partir de este momento, pueden considerarse movilizados.

Sin dar aviso a las familias, sin entrenamiento ni uniforme, les pusieron un fusil en la mano y los mandaron a una carnicería inútil. En retirada por el avance de las fuerzas soviéticas en el frente oriental y el desembarco de los aliados en el frente occidental, los alemanes ya no querían combatir. Sin embargo, Tito mandó a la muerte a cien mil muchachos, a quienes sabía opositores. Mi hermano estaba entre ellos. Una mañana llegó un soldado, tocó timbre y esperó:

—Señora —dijo, extendiéndole un sobre—, para su hijo. Es la citación.

—Pero él es menor de edad —dijo mamá titubeando. Tomó el documento y subió las escaleras poco a poco, exhausta por el miedo. Lo único que le quedaba, también se lo querían quitar.

Y no había amigos a quienes pedirles un favor. Los nuevos amos eran desconocidos, y sus nuevas normas, tan nuevas, que atemorizaba no cumplirlas. El miedo cubría como una bruma a los habitantes. Pero el destino tiene sus designios, sus estelas a recorrer. Y en este caso evitó un final amargo. En vez de un fusil, a Bob le dieron jeringas y vendas. Destinado a un hospital de campaña, ahí conoció a la doctora Olga, quien dirigía el equipo médico. Ella lo tomó bajo su tutela, como ayudante. Esta circunstancia le salvó la vida. Qué retorcimientos impensados, en qué oscuridades se encuentra lo que se encamina a ser parte de nuestra identidad. Cuántas veces podemos pasar sin ver lo que se esconde, cuántas veces la necedad no nos deja percibir más que la superficie de las circunstancias impidiéndonos descubrir qué hay detrás. Y, sin embargo, algo bueno nos puede estar esperando.

Llegó Navidad, y no había leña para todos. Bob pudo conseguir unos kilos por intermedio de la doctora Olga. Siempre hay alguien que, en apariencia enemigo, nos puede ayudar. Siempre está el misterio de la simpatía, que maneja nuestras acciones sin que las revisemos demasiado. Siempre puede surgir lo bueno, si hay ocasión, en quien nos mira desde la otra vereda. Porque el enemigo se reviste con una ideología y una estructura que anula al individuo, lo convierte en un autómata que responde a una consigna. Pero cuando son las personas las que se acercan, las ideologías, como máscaras, desaparecen. Así había sucedido con el ingeniero alemán que vivió en nuestra casa como huésped ingrato y forzoso durante la ocupación nazi. No pertenecía al partido, sino que era un ingeniero movilizado y, aunque vestía el uniforme alemán, según me había asegurado Milka no llevaba la temible calavera, insignia de los S.S. Así fue como llevó un mensaje y cajas de cigarrillos a mi padre, paradójicamente su «prisionero de guerra» en Onsnabrück. Aquel rechazo inicial había tenido su recompensa; la intuición de mamá al hospedarlo se reflejó en los hechos: en un punto la balanza se equilibra.

Después de escuchar la radio y saber que Tito había ocupado Belgrado con la ayuda de los tanques rusos, nos enteramos, con horror, de lo que hicieron los aliados.

El ataque soviético, para empujar a los alemanes, no reparaba ni en el arte ni en la historia de lo que estaba demoliendo. Lo mismo hicieron los aliados en Dresde: a pedido de Stalin, bombardearon sin piedad a sus habitantes y a los refugiados que escapaban de los soviéticos, provocando un incendio que duró cuatro días. Más de quinientos mil refugiados venidos de Silesia, huyendo de la brutalidad bolchevique, se esparcieron por los parques de Dresde, atascaron las estaciones, rodearon las obras maestras en la antigua ciudad de los reyes sajones. Se decía que había un pacto: si los aliados dejaban a salvo Dresde, los alemanes no atacarían Oxford. Sin embargo, la noche del 12 al 13 de febrero de 1945, después de ataques atemorizantes a la ciudad, se anunció una formación inglesa que alumbró el cielo con fuegos artificiales.

Puedo imaginar el diálogo de una pareja.

—¿Qué son esas luces? —pregunta la mujer.

—Debe de ser el anuncio de un ataque.

—Pero si nos dijeron que aquí no iban a bombardear...

—¿A quién puedes creer en una guerra, querida?

—Somos tantos rusos aquí —dice ella, llorando—, que no hay refugio posible. Además las casas son de madera. ¡Dios mío, estamos en una trampa!

Cayeron grandes proyectiles destinados a romper los vidrios para que el fuego surgiera y se propagara con furia. Las viejas casas con vigas de madera, el barrio histórico, las calles estrechas ardieron en una inmensa hoguera de veinte kilómetros cuadrados. Después que bajaron las columnas de humo de cinco mil metros de altura, quedaron montañas de ceniza de lo que fueron seres humanos, esqueletos oscuros de lo que fue una ciudad. Sólo algunas estatuas, silentes guardadoras del espanto, fueron testigos petrificados del infierno, como la mujer de Lot. El martirio no tuvo límites. El ataque y la defensa de Europa necesitaron la sangre de sesenta millones de hombres, y una parte de ellos se arrinconaba en Dresde.

Aturdidos, Iván, Tadia y yo salimos a caminar. Viena seguía con sus hábitos, a pesar de las alarmas y de los escombros que dejaban los bombardeos aliados. Nos habituamos a las más crueles circunstancias con tal de sobrevivir: cada uno combate el miedo de acuerdo con su propia defensa interior. Pasamos cerca de la majestuosa catedral de San Esteban, con su alta aguja que apunta al cielo, y que meses después dejaría caer estrepitosamente su campana hecha con el bronce de ciento ochenta cañones turcos —a mí, ese hecho me llevó a reflexionar: eran cinco siglos los que caían con aquella campana. Cuando los turcos llegaron hasta las puertas de Viena hace quinientos años, antes penetraron en mi país y lo ocuparon torturando, empalando a los campesinos, quitándoles las tierras a los feudales si no se convertían. La batalla de Kósovo, la victoria turca sobre nuestro pueblo, inició el sometimiento hasta 1912.

Entramos en un café y, mientras comíamos algo, vimos merodear a cuatro policías. Con disimulo nos escondimos en el baño hasta que se fueran. El olor del lugar ya nos provocaba náuseas, sumado al temor de que alguno entrara; nos metimos en los compartimentos, pero no había espacio para los tres, así que Iván se quedó frente a un espejo, peinándose. Tadia y yo nos demorábamos encerrados en ese tufo rancio. Después de media hora nos lavamos las manos, espiamos y salimos. Ya se habían ido.

Regresamos a la mesa para terminar el café, que se había enfriado. El mozo se llevó las tazas y trajo café caliente, de seguro imaginando nuestra situación. Por suerte no nos delató. Se vivía con cómplices desconocidos que prolongaban nuestra existencia tan sólo con silencio.

—Les dije —enfatizó Iván—: deben de estar buscando gente que no tiene ocupación, a esta hora no se está en un café.

—Sí —agregué—, deberíamos conseguir certificados de trabajo.

—Yo hace tiempo que vivo a las escondidas porque no lo pude obtener.

—Tal vez encontremos un modo de arreglar la situación —dijo Tadia—. Si no, nos mandan a una fábrica... y justamente escapamos para no ir allí.

Las noticias corrían, en pocas horas se esparcieron entre los que permanecíamos alertas a cualquier indicio para dar el siguiente paso.

—¿Saben qué me contaron? —dijo Iván, quien apenas a un mes de vivir en Viena se había hecho muy pronto de amigos—. En Linz hay una sociedad para refugiados serbios.

A la mañana siguiente nos despedimos de tía Carla.

El campamento se alzaba en una colina. Trepamos por senderos escarpados, atajos que nos permitirían llegar antes del anochecer. Nos encontramos con otros muchachos que, al igual que nosotros, andaban como manada desorientada. Seríamos unos cincuenta, muchos de los cuales habíamos participado en la resistencia de Mihailovich. El campamento había sido organizado por un grupo de intelectuales y profesionales residentes en Viena desde antes de la guerra. Y otra vez intervino la simpatía. Un destacado economista austríaco encontró en el grupo organizador a varios de sus alumnos. Por esa coincidencia les cedió ese predio sobre una colina, cerca de Linz. Ahí, apartados y protegidos, viviríamos tres meses.

Ante nuestra llegada acudió el jefe del campamento. Se llamaba Vlado.

—Bienvenidos, muchachos, aquí estarán seguros. Sabrán que hay tareas que cumplir, como en toda agrupación. Debemos conservar un orden para no caer en el caos. Y aquí todos trabajamos a la par: unos nos servimos a otros, y todos tenemos lo que precisamos. ¿De acuerdo?

—Y... ¿no vienen inspectores? —preguntó Tadia.

—No teman, nadie nos vigila. Y no hagan preguntas indiscretas —nos advirtió Vlado—. «Ellos» saben que estamos aquí. Un amigo consigue los certificados de trabajo para ustedes. Eso es todo. Pueden dejar sus pertenencias en ese pabellón, y luego necesito cuatro voluntarios para limpiar la nieve.

—Yo soy uno —dije.

El voluntario siempre tiene la ventaja de serlo: desde el principio causa simpatía en quien manda y, dentro de los rigores, a veces logra algún beneficio. La cuestión era sobrevivir lo menos mal posible. Ya sabía yo lo que fueron mis días en las montañas. Bastante había aprendido en la resistencia: hambre, sueño, fatiga, miedo y frustración. De modo que, comparando, esto parecía un campamento de estudiantes.

Entré a un pabellón en donde había camas prolijas, preparadas como en un cuartel militar. Sobre una de ellas puse mi valija. La abrí y busqué el conjunto de esquiar. Mi madre había pensado en todo: con él me sentiría cómodo en la vida de montaña.

Salí al gran patio y vi un tirante de donde pendían las palas. Tomé una y me fui canturreando con la pala al hombro como un labriego. En la soledad de la cumbre, el paisaje blanco me pertenecía, formaba parte de mi vida. Recordé las nevadas en Belgrado: la nieve es blanca como una azucena, es liviana como la espuma y a veces es dura como la piedra. Fui abriendo un sendero a la vez que formaba cúmulos a los costados. De pronto un pensamiento me detuvo, algo me parecía sospechoso: el dueño del campamento debía de contar con amistades influyentes; por lo que sabía nunca había llegado una inspección, y eso me sonaba extraño. Estábamos como en una isla.

«Es un colaboracionista», pensé.

Iván, quien detrás de mí alisaba el terreno, me vio detenerme.

—No pienses en nada —me dijo—. Hoy no se sabe de dónde viene la ayuda o dónde te espera la muerte. Si aquí nos protegen, digamos gracias. Además, no va a ser para siempre. Sigue con el trabajo, que después habrá comida caliente. —Hizo un silencio, y agregó—: Al menos, eso espero.

Pasó el día, y en la cena nos entibiamos. Había un clima de camaradería entre nosotros: cada uno contaba su historia, y todas eran parecidas. Si habíamos dado con nuestros huesos allí era porque no podíamos estar en nuestras casas. Todavía no sé por qué una persona y otra, absolutamente desconocidas entre sí, simpatizan en cuanto se ven. Dicen que uno ve en el otro parte de sí mismo; o intuye en él lo que uno no tiene. Como fuese, siempre en los grandes grupos se forman grupos menores. Así nos sucedió con Iván, Vlado y Dushan. Dushan era flacucho, y al verlo dudé si podría aguantar futuros temporales; pero también pensé que, si había llegado hasta ahí, ya tendría bastantes batallas ganadas. Uno nunca sabe a qué extremos será capaz de llegar para sobrevivir. Opuesto a él, Vlado era vigoroso y corpulento; de cabello oscuro, parecía latino más que eslavo. Tenía el aire de quien no se amilana ante nada y que con sólo el cuerpo puede empujar los obstáculos. Sugería un alma tan vigorosa como su físico.

Una tarde de descanso nos dieron permiso para pasear por Linz, ya con nuestros certificados de trabajo. La ciudad se veía tan limpia e intacta como una estampa de otra época. Me parecía una ironía: la fiera que había desatado esta guerra miró el mismo paisaje, contempló caer la nieve al abrigo de los leños o la sintió chispear sobre su rostro, caminó tal vez por las mismas calles. Hitler había nacido en Branau, Austria, un 20 de abril de 1889, en una familia campesina cuyos matrimonios consanguíneos tal vez hayan influido, entre otros factores, a su carácter obsesivo y lunático, ya que varios de sus hermanos tenían problemas mentales o disminuciones físicas. La joven madre, al nacer su tercer hijo, habrá sentido que un nuevo vástago iba a amparar su vejez, ya que tenía un marido que le llevaba veintitrés años, y habrá mimado a ese niño que cambió los ojos azules por los sombríos que más tarde infundirían terror a sus propios amigos. «Será un ser excepcional», le dijo la matrona, «porque nació entre dos signos astrológicos; tendrá la temeridad de Aries y la tozudez de Tauro.» Y la madre, tierna y joven, habrá sonreído ante la predicción de tener un ser diferente de los campesinos de donde provenía. Una madre acuna al niño y no sabe que devendrá un monstruo, una madre lo alimenta y no sabe que quedará relegada ante la ambición de una fiera. Ella sueña que será un artista, le estimulará su amor por la pintura. Pero él, frente a sus fracasos, se alistará en el ejército como soldado, desde abajo —era mandadero, como lo impone la disciplina que le enseñó su padre a los golpes—. Ella se habría sentido orgullosa. No era un desviado, no tomaba alcohol. Pero a pesar del amor recibido, la abandonó en su lecho de enferma, para volver apenas antes de que muriera. Ya no tendrá ocasión de quedar aterrorizada; ni siquiera pudo imaginar que la voz graznada de Adolf movería millones de hombres y que la delación dividiría a las familias. Todos como parte de una máquina levantarían el brazo, gritarían la consigna y desearían matar. Porque Hitler descubrió, en su ambular errante por los comedores populares y los albergues para vagabundos, en Viena, dónde estaba el enemigo: los judíos. Lo descubrió detrás de las teorías marxistas; también los judíos tenían las mujeres más hermosas —él, que era temeroso de las relaciones sexuales—, los judíos tenían el poder que él codiciaba y además minaban la supremacía de la raza germana. Y comenzó su desprecio por el adversario en los asilos nocturnos, en contacto con la miseria, y cultivó desde esa ciénaga social las ambiciones que manifestaba en peroratas a sus compañeros: «No es gracias a los principios de humanidad que el hombre puede vivir... sino únicamente por medio de la lucha más brutal.» En Viena, donde confluían las razas de Europa y los guetos eslavos, contrajo ese odio casi físico. Él mismo reconoció que «Viena fue y sigue siendo para mí la escuela más dura pero la más fructífera de mi vida».

En cualquier suburbio puede nacer un héroe, en cualquier lugar puede nacer un monstruo. Y la madre murió sin saber a quién había amamantado. Hitler había vivido en la ciudad que yo habitaba ahora. Aquí, joven, deseando ser pintor, fue rechazado tres veces en la Academia de Bellas Artes, empezó a rumiar sus odios y sus ambiciones. Pero parece que nuestra memoria se achicara, porque ya hemos tenido hombres de un solo imperio en esta parte del planeta: Julio César, Alejandro, Napoleón, que abrazaron el mundo, impusieron su poder y formaron con los pueblos ramos de flores diversas estrujadas en una sola mano. Pero ahora es peor porque esas flores pueden desaparecer de pronto con una sola bomba devastadora. Se multiplicaron las víctimas, se agrandó el frente de combate hasta la casa de cada habitante. Lo que se gasta en armas no se gasta en trigo. Lo que se drena hacia la muerte es mayor que lo que se canaliza hacia la vida. Los ángeles exterminadores forman un coro afinado, repartido por la tierra. Y todos cantan la misma canción.

Linz simulaba ser ajena, de otro tiempo. Como una estampa de rutina y quietud. En ese ambiente surgió la figura de una mujer que venía caminando hacia mí, del brazo de un hombre.

—¿Es cierto lo que veo? ¿Victoria? —dije, abriendo los brazos.

Nos detuvimos y, después de la sorpresa, entre risas, la abracé. Feliz como una luz de bengala, mi amiga de la adolescencia me presentó a Arthur, con quien acababa de casarse. Parecían contentos, ella sobre todo, siempre tan radiante, con su sonrisa amplia de dientes perfectos y algo que se le escapaba del rostro: encanto.

—No sabía que estabas aquí, Gastón. Si no, hubieras sido testigo de la boda.

—Lástima. Pero... ¿y cómo viajaron?

—Como voluntarios, como todos —dijo, sonriente. Y agregó—: Y escapamos dejando las valijas y lo que teníamos encima, para poder correr. Qué tonto es uno: cuando escapa, piensa en llevar las cosas que tiene, las que usa.

—Como si la vida fuera a continuar igual en otra parte —dijo Arthur, que por primera vez hablaba.

—Y no es así. Ahora estamos en un hotel, pero en poco tiempo nos vamos a Italia. Arthur tiene familiares allí.

—¿Y ustedes cómo se encontraron, Victoria?

—¡Ah, no lo sabías! Hacía mucho que no nos veíamos cuando fui a Hungría, a casa de Arthur. Era una visita a la familia, pero los alemanes cerraron la frontera y no pude regresar a mi casa. Imagínate: había ido a hacer una visita y no volví a ver a mi madre, y quién sabe si la volveré a ver. Ahora todo es correr, alejarse.

—Sí —agregó Arthur—: un cambio de vida, de países. Es como entrar en un vericueto imprevisto a cada paso.

—Cierto —continuó ella—. A cada paso, arrojados fuera de lo propio, lanzados a construir caminos, a ver luces en la sombra que nos rodea. Pero, ¿saben?, yo soy optimista. Sé que nos esperan incomodidades, pero también nos espera algo bueno. Por algo suceden las cosas. Ya ves, nos casamos antes de lo previsto.

—Les deseo que puedan hacer su camino. Fue una alegría encontrarlos. Tal vez nos volvamos a ver. Nunca se sabe.

—Es cierto, Gastón, nunca se sabe. Otro abrazo de despedida. Vamos, Arthur, tú también: él y su hermano son mis amigos de la infancia. Nuestras familias se visitaban y nosotros jugábamos. Y ahora, después de años, mira dónde nos volvemos a encontrar. Hasta siempre, Gastón. Que tengas suerte.

Después de abrazarnos nos alejamos entre sonrisas, como si hubiera sido en Belgrado, como si otro día pudiera suceder lo mismo: un encuentro casual por la avenida Milosh.

En un pequeño negocio compré una postal para Tata. Sin detalles, le conté sobre mi fuga y mi situación actual. Al menos lo tranquilizaría saber que no me había quedado a esperar a Tito. Que yo, por ahora, había salvado la cabeza. Aquí vivía con amigos, hablando el mismo idioma, sin tener que cambiar de cama cada noche por temor al zarpazo. Vivía con amigos en una montaña de Austria, todos escapando. Por eso, en medio de los desgarros, por la noche cantábamos las viejas canciones populares, esas que se aprenden en la cuna y nos acompañan toda la vida.

Bajo la nevada, las ventanas floridas emergían como brotes vivos. Era febrero. El frío disminuía, y el clima era propicio para partir. Había que desalojar el campamento: las tropas soviéticas se acercaban y nosotros seguíamos buscando un escape en los laberintos de la geografía por donde esquivar las trampas mortales.

Viajé hasta Viena para despedirme de Nina. Nos encontramos frente al monumento de Graben. Ya casi no había nada que decir. Los dos sabíamos que todo era efímero, que hoy era el mismo momento y no luego.

—¿No quieres venir con nosotros, Nina? Seremos unos veinte.

—Prefiero quedarme, aquí tengo amigos. Siempre me van a ayudar. Además, ¿adónde van ustedes?

—Italia. Nuestro plan consiste en procurar trabajo en alguna ciudad y no movernos de allí.

—No. Me quedo aquí. Te abrazo fuerte y deseo que te salves.

—Yo también, mi querida Nina. En medio de este drama me diste una gran ayuda. Siempre tendrás mi gratitud.

—Oh, ¡por favor! Si siempre fuiste mi amigo favorito. ¡Adiós y suerte!

Resonaban sus tacos alejándose en la calle vacía. Escuché el sonido como parte del adiós y luego corrí hasta la casa de tía Carla para despedirme también. Me acarició y me dio unos chocolates y mil consejos. Qué innecesarios me parecieron entonces. «Sí, tía, sí tía», decía sin parar, mirando el reloj, apurado para volver a Linz y encontrarme con los amigos. Después podría tranquilizarme, una vez emprendido el viaje hacia Italia.

Al salir del campamento, recordé el día en que mamá había inundado un hormiguero del jardín: sentía que nos desparramábamos como esas hormigas desesperadas. La mitad del grupo —entre ellos, Tadia, mi compañero de estudios— se quedó en Austria. Los demás —entre los que figuraban Iván, Vlado y Dushan— participaron del mismo trayecto que yo: partimos rumbo a Trieste.

Subimos a un tren para un largo viaje cruzando Austria. Pero, al amanecer, de pronto cayeron bombas sobre ese lomo vivo que reptaba sinuoso por el paisaje.

Primero oí silbidos y estruendos que ya conocía, y el tren se sacudió como un lagarto hasta detenerse. Me asomé a una ventanilla y vi fuego en la máquina. Y también vi el último vagón, descarrilado, acostado sobre la tierra.

Saltamos por las ventanillas sin vidrios y corrimos pesadamente hacia el bosque. «Son los aliados», grité, pero sin mucho optimismo: después del ataque a Belgrado en Pascua cumpliendo con Stalin, ya dudaba de su capacidad estratégica. Y, por supuesto, en cada ataque mueren personas. Es el azar de una bala que encuentra un lugar de silencio, es una explosión que derrama cuerpos y tierra. No había tiempo para llorar, sólo volver a trepar al tren, atender a los sobrevivientes, sacar la valija o la mochila. Y caminar, porque la locomotora había quedado destrozada como una lata de sardinas. Debíamos seguir por el laberinto, pero no contábamos con el hilo de Ariadna. ¿Quién podía decir que el paisaje no era hermoso, excepto por los que quedaron en mitad de un paso, por los que mancharon la nieve con sus botas oscuras y sus rostros azulados?

—Según mis cálculos —dijo Dushan—, hemos alcanzado las afueras de Villach.

Cerca del mediodía llegamos a una estación pequeña a esperar otro tren. Nos acomodamos en los bancos, en el piso, y dormimos sentados, como pudimos. Ya no sentíamos las piernas por el esfuerzo de caminar en la nieve o chapotear en los charcos. Una parte de nuestro cuerpo parecía no poder continuar, y la otra le hacía compañía. Nos miramos, nos contamos: todos a salvo.

Por fin un tren partió con nosotros y atravesó Eslovenia occidental, zona controlada por la resistencia de Tito. Otra vez habíamos viajado en círculo, otra vez caíamos en la boca del lobo. Todo parecía oscuro, pero aún podía ser peor. En un momento el tren no pudo continuar, con las vías destruidas por las bombas. En medio del campo, de secos pastizales, nos dejó a nuestra suerte. Algunos campesinos nos explicaron por dónde debíamos ir, por dónde hacer nuestro camino en medio de la nada, nuestro surco en una llanura igual en los cuatro puntos cardinales.

Debíamos bordear la zona controlada. Me eligieron para organizar el cruce de un límite impreciso pero riesgoso. Bajo unos árboles, en un pequeño bosque, a un kilómetro de Istria y a un metro de la muerte, esperamos la caída del sol. La oscuridad esparcía silencio, y cualquier sonido lo perturbaba. Aprendimos el lenguaje de los ruidos, los movimientos y las pausas; supimos aprovechar el viento encubridor y la boca de la noche tragándose todo.

—Ni fumar ni hablar —dije antes del cruce—. Cada uno caminará a tres metros del que sigue, doblados como animales.

El primero en iniciar la fila fue Vlado, siempre pareció el más entrenado y valeroso. Por algo había dirigido el campamento en Linz. Los fui dejando partir. Cada uno se arriesgaba en esa tómbola en que el premio era seguir viviendo. Yo fui el último. El último gato en la negrura y el silencio nocturno que no arrojaba más que sombras a las sombras.

El amanecer nos encontró en un maizal, agazapados como liebres, con el sol a un costado. Renaciendo, seguimos nuestra ruta hasta encontrar unos camiones alemanes que avanzaban en dirección sur. Entre nubes de polvo, se acercaban. Les hicimos señas y se detuvieron.

—¿Pasan por Trieste? —les grité.

Nos miraron estudiándonos, y uno dijo:

—Sí, suban con cuidado.

Desde luego que subiremos con cuidado, me dije.

Éramos muchos y nos repartimos sobre la carga. Podría tratarse de un polvorín o de armas como las que usaron contra nosotros; podrían ser simplemente robos, botín de palacios y museos. Siempre viajábamos sobre la incógnita; creo que tampoco queríamos saber.

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Fecha de publicaciónFebrero 2007
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