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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XVII

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Regresé a mis tareas.

Desde París le había escrito a Marcelle avisándole que me demoraría. Ella me esperaba para continuar nuestra relación, había sido una buena amiga. Pero yo había cambiado de proyectos: con Nadia sentía que me acercaba más a mis raíces, a mi memoria. Hablar mi idioma y compartir un tiempo que revivíamos con nostalgia nos ayudaba a los dos y nos unía. Creo que no fui yo quien la eligió. Algo dentro de mí buscaba la reparación, y sólo la encontraba compartiendo el pasado.

—¿Sabes, Nadia? —le dije una tarde después de tomar café en un bar—. Creo que has venido para mitigar la ausencia. Como si fueras una mensajera. Como si el destino te hubiera enviado para llenarme con la memoria de rostros queridos que guardan tus ojos. Por ejemplo, has visto a mamá y yo, en cambio, hace más de dos años que no la veo. A veces, hasta se me desdibujan sus facciones.

—En cierto modo, soy parte de tu vida. Estamos hermanados por compatriotas y por padecer lo mismo. Aunque cada uno tenga sus propios recuerdos, en un punto se tocan.

Con Marcelle me encontré al día siguiente. Elegí un bar porque me resultaba violento decirle adiós en su casa. Le expliqué los hechos, los sentimientos.

—Tienes que comprender, Marcelle. Soy un exiliado, y tú me diste apoyo. Pero ahora encontré alguien de mi país, que vio a mi madre y a mi hermano, que me trae la vida anterior a esta tragedia de la guerra. ¿Por qué estoy aquí? Porque amo la libertad, porque no puedo vivir bajo una dictadura. Ya la sufrí con los nazis.

—¡Y yo también! —contestó Marcelle—. Pero eso no me impedía quererte y planear un futuro. Pienso que tan sólo te entretuve un tiempo, ¿no? Entonces —agregó, levantándose—, adiós.

Y se fue.

Era imposible explicarle. En cierto modo tenía razón. Yo nunca me sentí atado a ella, era una compañera casual en un tramo del camino. Con Marcelle también se fueron mis ingresos por llevar los tules a París. Volví a cuidar el dinero.

Mientras, Tata esperaba. El calor le hacía más tolerable el confinamiento, y yo tenía que resolver su situación antes de que llegara el frío. Además de la beca y del deporte, ingresé en el periódico Le Phare para escribir notas. La política era mi tema preferido y creía conocerlo bien. Las lecturas en la universidad, más las que buscaba por mi cuenta y el conocimiento del acontecer de los últimos años, habían formado mis opiniones.

Los exámenes en la facultad me demoraron hasta junio, mes en que pude viajar a Onsnabrück. Vasiliev también partió para París: ya había pasado el peligro, y retomó de lleno su profesión. Nunca más lo vimos. Yo le di una mano, como otros me la dieron a mí. En este juego de vivir nos vamos cruzando como hilos de un tapiz. Y nos vamos haciendo, creemos, a nuestra elección. Todos estuvimos en la misma trama tratando de salir porfiadamente. Muchos lo logramos.

Nadia se comunicó con Kniazev, bailarín y coreógrafo ruso, que la invitó a París a integrar su ballet. Ella aceptó. Nos despedimos; se vistió con el uniforme de enfermera, pero esta vez para devolverlo. Los caminos se separaban, se juntaban por un tiempo y volvían a bifurcarse. El de ella la llevó a Londres. Entonces fui en busca de Tata, ya era tiempo.

Hice el viaje solo. Me resultó largo y tedioso. Fatigado, una pregunta me intranquilizaba: ¿hasta cuándo debía deambular así?

Pasé por el mismo portón. Quedaban pocos prisioneros. Tal vez esperaban con incertidumbre la llegada de alguien que los rescatara, de alguien que por fin les dijera: «Ven, tengo un lugar para ti.»

También le llevé a Tata un uniforme norteamericano. Se lo puso, sorprendido, y me preguntó:

—¿No hay otra ropa para comprar?

—Tata, lo que hay es muy caro, y todavía no tengo tanto dinero. Por ahora, esto es lo más accesible.

Salimos con apenas un atado de pertenencias, lo poco que había quedado de esos años. Entre lágrimas, Tata dejó atrás el portón y los alambres, las barracas y el orden siniestro de la prisión. Lloraba por los años pasados, por esa hipoteca de tiempo que quién saldaría. Si todo busca su equilibrio, ¿en dónde estaba para él la compensación? Imposible saberlo.

Fuimos a París, porque quería ver a sus amigos, que hacía tiempo habían emigrado a Francia cuando él no quiso escapar. Además, necesitaba un refugio. Pasamos entonces unos días de una casa a otra. Encontramos a todos luchando por conservar su espacio: no había nada disponible para un extranjero de edad. Estuvimos con Renard, luego fuimos a casa de Antoinette. Antoinette, nuestra institutriz de la infancia, nos abrió la puerta con asombro. En el tercer piso de un edificio, como todos, oscurecido por el tiempo, ella tenía una sala acogedora. Sus sillones envejecidos sostenían más con la armadura de su esqueleto que con la blandura de sus almohadones. Nos sentamos mientras Antoinette fue a preparar un té.

—No hay nada aquí para ustedes —dijo—. Es muy difícil poder hacer algo. Yo estoy en el museo haciendo un registro de lo que quedó y de lo que mucha gente guardó en sótanos. ¿Saben que mi hermano menor murió? Cuando llegué, hace ya cinco años, él estaba prisionero en Sedán. Luego lo trasladaron y murió de frío, congelado en un vagón descubierto. Pobrecito. Él, que era tan friolento. No volví a verlo. Sus amigos me trajeron la noticia. Sí, señor, Francia valió muchas muertes —se quedó mirando fijo en un silencio que ni papá ni yo interrumpimos—. Mamá está bastante bien: tiene la suerte de no recordarlo todo.

En ese momento, Antoinette se levantó y abrió una puerta. Nos hizo señas para que nos acercáramos. Asomándonos, vimos a una anciana recostada, leyendo. Sobre la mesita de luz, extendía sus alas el ángel blanco que le habíamos regalado.

—Por suerte aún ve bien sin anteojos —dijo Antoinette—, y eso la entretiene. Vive más en el siglo pasado, con los personajes de Victor Hugo, que en este de las muertes propias. En cuanto a ustedes, yo les aconsejaría ir a Bruselas. Yo misma iría si estuviera sola, pero con mamá sería muy difícil.

—¡Antoinette, yo estoy viviendo allí! Dispongo de una beca suiza para estudiar, escribo en un diario y juego al fútbol. Y todo para obtener un ingreso ajustado, pero ingreso al fin. ¿Ves, Tata? Es lo que yo te decía: mejor salir de París.

Tata se convenció. Luego de despedirnos de Antoinette, tomamos el tren para Bruselas.

Se alojó en una pensión junto con el padre de Petar, y en poco tiempo consiguió trabajo como ingeniero: había edificios que restaurar, y algunos que rehacer en las afueras, en la campiña, donde habían impactado los obuses alemanes. La capacidad de mi padre no había menguado. Mejor aún: con el trabajo, recuperó fuerzas. Empezó a engordar, a revivir su independencia, a sentirse mejor. Guardaba en un lugar del ropero, entre mil recuerdos, cierta cacerolita numerada, la misma que usó para comer su ración de sopa acuosa durante cuatro años. No me dejaba tirarla: decía que le había entibiado las manos y el estómago en el frío hiriente del campamento. El número de prisionero había logrado subsistir con ella.

—Además, verla me servirá para valorar la abundancia de lo que pueda lograr en esta vida nueva.

Era cierto: Tata, ahora, volvía a ser un hombre.

Leyó la carta que yo había recibido en París y se emocionó hasta las lágrimas. Pero coincidió con mamá en que ya no había regreso.

Hacía muchos años que ellos no tenían noticias uno del otro. Cada uno había afrontado solo el desgarro y las penurias. Dimos el primer paso. Mandamos un telegrama, y a los pocos días recibimos la respuesta. Roto el largo silencio, descubrimos que tanta ausencia nada había mellado. No hubo olvido: impregnados de la vida anterior a la guerra, siempre la llevaríamos con nosotros. Nada había sucedido en vano. Ni las minucias de cada día, cuando mamá nos organizaba, ni sus caricias. Cada detalle recordado, amalgamado con otros, servía de soporte a la memoria.

Con alegría supimos que Bob y Vera se habían casado. La abuela materna, la que nos hacía baklava, vivía con ellos desde hacía tres años. Desmemoriada, la habían rescatado una noche de viento furioso: vagaba perdida sin encontrar la casa. La imagino anciana, meciéndose en su reposera, cubierta con una colcha de filigrana, en donde rosas y estrellas semejan un cielo al alcance de la mano. Ella se hamaca, impasible, acompañada por las imágenes que le auguran, sobre el respaldo de la cama, una vigilancia y cuidados eternos. La anciana nunca estuvo sola. Tampoco lo está ahora, aunque mamá diga que a veces no la reconoce. De pronto se levanta y se dirige a la mesa de luz que sostiene un reloj redondo y sonoro: marca los minutos como empujando el tiempo, como obligando a tenerlo presente con su tictac. Y la abuela mira la hora con la última mueca del día que se va. Son las seis. De pronto se agita y atropella sus pasos hasta buscar la llave de la luz. En ese momento entra Bob, como si yo lo estuviese viendo.

—Hola, abuela —dice.

—¿Qué haces tan elegante, hijo?

—¿Cómo? Veo que no se acuerda, aún no está vestida.

—Vestida estoy, pero sé qué quieres decir. Ya iba a cambiarme. Recordé que tenemos que ir a palacio.

—¿Qué palacio, abuela?

—¿Cómo qué palacio? El del rey.

—Pero ya no hay más rey, abuela. Se fue.

—¿Cómo que se fue?

—Hace unos cuantos años.

—¿Y no se despidió de mí?

—De nadie, abuela. Escapó.

—Y ¿por qué?

—Porque los alemanes ocuparon el país.

—Tuvo miedo.

—Abuela, qué importa ya.

—Importa: yo estoy esperando volver a palacio para el cumpleaños de Pedro Segundo.

—Va a ir a otra fiesta, usted. Póngase el mejor vestido, porque hoy es mi boda. Ya está llegando la gente, y mamá está ocupada.

—¿Una boda? Eso me gusta. Enseguida me cambio.

Bob deja el aposento. Se le borra la alegría. En el salón se reúne la gente para la ceremonia. El sacerdote, ya con la toga blanca, espera la llegada de los novios. Los primos y tíos habían viajado desde Nis. Y los amigos, los que hacen la vida llevadera entre tanta perturbación, están como en los mejores tiempos, vestidos de negro. Sólo faltamos Tata y yo.

Al rato, detrás de Bob, asoma la figura encorvada de la abuela vestida con un traje de encaje amarillento. Le ajusta el cuello una cinta de terciopelo y lleva en la mano un viejo ramo de novia. De ella, sólo una parte está presente. Tal vez confunde el día. El tiempo, como un gran charco, la anega y no distingue el paso de los años. Todo es hoy, el pasado es hoy. Todo es presente. Hasta ha rejuvenecido: su piel es más tersa. Es el olvido, que le ha borrado todas las esperas dolientes, las noches insomnes, el aullar de las sirenas y el estrépito de las bombas. Ella misma es una ausencia. Mira el rostro de la gente y sonríe.

Vera, con flores en el cabello y un vestido blanco, está cerca de los testigos, pisando un lienzo inmaculado, símbolo de pureza, como si estuviera sobre un lago transparente en que el alma se trasluce sin engaño, dispuesta al amor con entrega y obediencia. El novio se acerca a ese lugar para tomar posesión de la novia y todo lo que ella representa: abnegación de por vida, trabajo sin respiro, fortaleza en la desdicha. Y silencio, cuando las mieles de las caricias se hagan rutinarias y la alegría del encuentro se diluya con los años; cuando la costumbre afinque la sólida columna de otra forma de amor: la de compartir la vida desde un mismo lugar y esperar que los hijos retribuyan tanto esfuerzo. El rito ortodoxo traía la boda inmemorial de Sara y Abraham, repetida a través de los siglos, sus cabezas coronadas en el pacto de amor. Así los testigos sostenían ahora sobre los novios sendas coronas de metal durante la ceremonia.

La nueva carta describía en detalle la boda; sobre todo la aparición de la abuela, quien reproducía su propia boda de hacía tanto tiempo. Pero, ¿a quién le molestaba que ella se sintiera una muchacha cuando se paró al lado de la novia esperando ella también que le pusieran la corona? Mamá la tomó del brazo y la situó al lado de los testigos, sonriente y feliz. Además del amor de los novios entraba la alegría a mi casa, aunque fuera por la desmemoria. Nos hubiera gustado tanto estar ahí en vez de imaginarlo... Vivíamos tiempos diferentes: el de la vida propia y el del relato de los hechos.

Como un cuento dentro de otro cuento y dentro de otro cuento que lo abarca.

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Fecha de publicaciónDiciembre 2007
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