¿Quién no conoce el Grupo Financiero Insignia, de operaciones crediticias para vehículos, maquinaria agrícola e industrial, y bienes muebles complejos, en general?
Durante tres años trabajé en la sucursal de Parque Patricios, ubicada en la avenida Caseros. Al ascenderme de categoría, la empresa me trasladó a la sucursal Palermo, en la avenida Santa Fe. Como yo vivía en la calle Costa Rica, a sólo seis cuadras, el cambio me resultó muy favorable.
Aunque el reglamento lo prohibía, cada tanto visitaban la oficina algunos vendedores o corredores de diversos productos. Los jefes solían ser tolerantes y les permitían la entrada, de modo que ya era costumbre que los empleados efectuáramos compras a esas personas.
De esta manera conocí a Boitus, un personaje bastante extraño. Era flaquísimo y semicalvo, usaba anteojos antiguos, y vestía siempre el mismo percudido y desgastado traje gris, lo que le daba el aire de un hombre escapado de alguna película de la época del cine mudo; pronunciaba la ere como si fuera la de.
Vendía, en cuotas, enciclopedias y diccionarios y, al contado, otros libros menos costosos. Me convertí en cliente de Boitus, pues la relación me resultaba muy cómoda: yo le pedía tal título de tal autor, y unos días más tarde Boitus regresaba, escrupuloso, con el libro en cuestión, y al mismo precio que en la librería.
No tardé mucho en darme cuenta de que Boitus no sólo era extravagante en su aspecto, sino también en sus acciones y en su manera de hablar. Empleaba un vocabulario propio y exclusivo: para nombrar a Juan Pérez, presidente de la nación, se refería al administrador Fulano de Tal; no caminaba por la calle sino por la vía pública; no viajaba en colectivos, subtes ni trenes, sino en el sistema de transporte público de pasajeros. Jamás decía «No sé»: siempre Desconozco.
En una ocasión, ante cierto diálogo, me costó dar crédito a mis sentidos. Desde mi escritorio, mientras prestaba atención a detalles de mi trabajo, oí que Lucy —una de las empleadas más veteranas, a punto de jubilarse— le preguntó:
—Dígame, Boitus, ¿usted nunca pensó en casarse?
La curiosidad me obligó a levantar la vista y a mirar a Boitus. Éste esbozó una sonrisa comprensiva y, si se quiere, indulgente:
—Pero, señorita Lucy, su pregunta tiene fácil explicación —hizo una pausa de efecto—. Yo no me puedo casar por tres razones: en primer lugar, no estoy en condiciones económicas; en segundo lugar, carezco de dinero; y, en tercer lugar, no tengo plata.
La respuesta de Boitus y, sobre todo, el estupor en el rostro de Lucy me produjeron un ataque de risa, que disimulé lo mejor que pude. «Bien», me dije, «este Boitus es un humorista genial.»
El hecho fue que me acostumbré a las periódicas visitas de Boitus, durante las cuales, además de concretar las compras de libros, me divertían sus excentricidades, paradojas, razonamientos y disparates.
Se presentaba con un cartapacio de cuero marrón, raído hasta ser grisáceo, donde guardaba facturas, recibos, folletos de enciclopedias, tarjetas personales..., en fin, diversos papeles de índole comercial a los que llamaba, genéricamente y vaya uno a saber por qué, elementos de juicio. Pero, además del cartapacio, cargaba siempre cinco o seis bultos: paquetes de cartón corrugado o cajas de cartón rígido con las publicaciones que le habían pedido.
Llegó el día en que el gerente de la sucursal, el señor Gatti —bonachón y comprensivo—, fue ascendido y trasladado a la casa central. Su reemplazante, el señor Linares, no era mala persona, pero sí hombre de habla barroca, amante de circunloquios y devoto de normas y reglamentos: apenas asumió el cargo, aplicó la ley que no se cumplía, y entonces ni Boitus ni los demás vendedores pudieron franquear los umbrales de la sucursal Palermo del Grupo Financiero Insignia.
Fue un problema menor, rápidamente resuelto: Boitus y yo intercambiamos nuestros números de teléfonos, de modo que mis compras y sus ventas siguieron realizándose, ahora con un solo cambio: en lugar de entregarme los libros en la oficina, Boitus me los llevaba a casa.
En un momento dado, tomé conciencia de que ya hacía un año que trabajaba en la sucursal Palermo y de que, por lo tanto, también hacía un año que conocía a Boitus y que, a intervalos más o menos regulares, le compraba libros. En ningún momento él se llamó a sí mismo «vendedor de libros»: decía que era difusor de cultura.
En efecto, el difusor de cultura llegaba, entorpecido con su cartapacio ruinoso y con sus paquetes y cajas de cartón, a mi departamento, me entregaba los libros, solía enhebrar una sarta de sorprendentes sofismas y, después de unos quince minutos, se marchaba.
Recuerdo muy bien su última visita; en ella Boitus había hecho fluir un monólogo especialmente raro y muy extenso, en el que me ilustró con una absurda taxonomía de su invención. Según su esquema, el café era una poción, el té una infusión y el mate cocido una pócima; sin embargo, no logré que me explicara los fundamentos de tal clasificación.
Cosa extraña: sus argumentos, que al principio me habían causado gracia, de repente me irritaron, sin duda por el visceral rechazo que siento hacia la irracionalidad y el error. Y, a pesar de que disimulé mi fastidio, vi con alegría el momento en que, por fin, Boitus se retiró, con su ajado cartapacio y sus cajas y sus paquetes.
Como la puerta de la planta baja está permanentemente cerrada con llave, tuve que acompañarlo para permitirle la salida del edificio. Al volver al departamento, advertí que sobre una de las sillas Boitus había olvidado uno de sus bultos.
Era una caja de cartón, redonda, bastante parecida a las que se usaban para guardar sombreros de hombre. Dos cintas verdes, nacidas en el borde y ahora caídas a su costado, servirían para trasladarla con comodidad.
Levanté la tapa y, aunque aún no habría podido llegar a su casa, llamé inmediatamente a Boitus con el propósito de avisarle del olvido. La campanilla sonó cinco veces y atendió el contestador automático: dejé un mensaje cuyo tono —aunque cortés, perentorio— no dejaba lugar a dudas.
Esa noche Boitus no me devolvió el llamado. Tampoco al día siguiente. Volví a llamarlo y a dejarle mensajes en el contestador durante varios días y en distintos horarios.
Al llamarlo una semana más tarde, la campanilla sonó no sé cuántas veces, pero no respondieron ni Boitus ni el contestador. «Estará desconectado», me dije.
Unas horas después mis llamados fueron respondidos por una voz femenina que recitaba: «Telecom informa que el número solicitado no pertenece a ningún cliente en servicio.» Más adelante, al discado del número de Boitus siguió absoluto silencio, como si ya no existieran ni su número ni su aparato.
Cuando comenté en la oficina el suceso, Rossi, cuyo escritorio está pegado al mío, se ofreció a venir a casa:
—Siempre que no te moleste —agregó.
—Al contrario —dije—, te agradezco la ayuda.
De manera que, al concluir el horario de trabajo, Rossi visitó —por primera y última vez— mi departamento. Al destapar la caja, esbozó un gesto de contrariedad:
—Caramba —dijo—. El asunto parece complicado.
—Claro que sí: yo te lo había prevenido.
Después Rossi perdió todo interés en la caja y se distrajo mirando en derredor. En pocos segundos, logró ponerme nervioso. Es inquieto y se lanzó a recorrer todo el departamento y a expresar diversas críticas o sugerencias que yo no le había pedido, como, por ejemplo, «Aquí te vendría bien poner un espejo» o «¿No tenés burletes en las puertas? Parece que hubiera corrientes de aire.»
Se detuvo ante el portarretrato de Cecilia Capelli, lo sostuvo unos momentos en la mano, lo cambió ligeramente de lugar y comentó:
—¿Así que ésta es tu novia? Linda chica, te felicito.
Me dije que podría haberse ahorrado el comentario y la felicitación: mi idilio con Cecilia se hallaba ya muy deteriorado y varias veces había sentido la tentación de quitar el retrato, pues su sola presencia me perturbaba.
Luego investigó la biblioteca y aprovechó para pedirme prestada una Historia del fútbol argentino. Aborrezco prestar libros (y también pedir prestados) pero, como había sido tan gentil en venir a casa para ayudarme, no me atreví a decirle que no.
Afirmé que Rossi es inquieto. Unos días más tarde verifiqué que, asimismo, le gusta hablar de más. En efecto, el viernes el señor Linares me convocó a su despacho y, tras mi entrada, cerró la puerta. Por el dictáfono ordenó:
—Flavia, por favor hasta nuevo aviso no me pase ninguna llamada.
Me hizo sentar frente a su escritorio y, con una sonrisa que pretendía ser cordial pero que era tensa, me dijo:
—No es que a mí me guste meterme en la vida del prójimo, mi querido Sainz, pero, en cierto modo, siendo usted un joven de unos veintiocho años, relativamente nuevo en la compañía, y siendo...
«Ahora va a arrojarme en el laberinto de su prosa con vericuetos.»
—... yo un hombre algo mayor, con más experiencia vital, y también su gerente, una especie de padre dentro de la empresa, ¿no?, tengo como una especie de, cómo diré, de obligación moral de ayudarlo. ¿No es así...?
Como Linares esperaba una respuesta, asentí en seguida, movido por el deseo de que terminase de hablar lo antes posible.
—De manera —continuó— que, si usted me lo permite, mañana, que es sábado y que tenemos tiempo, voy a hacerme una escapadita a su casa, a ver qué podemos hacer...
No pude menos que aceptar su propuesta. Al volver a mi escritorio, Rossi rehuyó mi mirada. Sin embargo, unos minutos más tarde, se acercó y me musitó al oído:
—No vayas a creer que se lo conté yo. Él ya lo sabía: no es fácil ocultar esas cosas.
Me pregunté cómo sabía Rossi que Linares lo sabía.
El sábado tuve que levantarme temprano, pues no podía recibir al señor Linares en un típico departamento de soltero que no se barría desde hacía por lo menos dos semanas. Dediqué gran parte de la mañana a la detestable tarea de hacer correr la aspiradora por los pisos, repasar los muebles con una franela, lavar el baño y la cocina... En fin, a eso de las once, mi casa ya estaba presentable para recibir al señor Linares.
No llegó solo, sino acompañado por Araujo —el ordenanza aficionado a los juegos de azar— y por un caballero —para mí desconocido— de traje, corbata y anteojos.
—El doctor Venancio —el señor Linares lo presentó— es el escribano, también llamado notario, que va a labrar el acta. En cuanto a Araujo —agregó, muy afablemente—, no necesita presentación. ¿Quién no le debe algún favor a Araujo, no es cierto?
Araujo, vestido con el uniforme de ordenanza, sonrió con timidez.
—Araujo sólo está aquí en calidad de testigo, para que el doctor Venancio pueda asentar su firma en el acta.
—Está bien —dije—. De acuerdo.
El señor Linares destapó la caja y, con la tapa en la mano derecha, miró con atención el contenido; lo mismo hicieron en seguida el doctor Venancio y el ordenanza Araujo.
—¿Todo en orden, Araujo? —preguntó Linares.
—Sí, señor, ningún problema.
El doctor Venancio desplegó el acta sobre la mesa del comedor. Eran tres hojas; firmó en los márgenes de las dos primeras y luego al pie de la tercera. En seguida le indicó a Araujo que debía hacer lo mismo; éste firmó con alguna lentitud: se veía que no era hombre avezado a papeles ni escrituras.
—¿Yo debo firmar? —pregunté.
—No es necesario —contestó el escribano—, pero tampoco es inconveniente. Lo dejo a su criterio.
—Voy a firmar, por las dudas.
Aproveché para leer el acta, y comprobé que su contenido se ajustaba rigurosamente a la verdad. Entonces firmé.
—Y usted, Linares, ¿desearía firmar?
—No, doctor, no me parece imprescindible. Ni tampoco prudente.
Tras algunas palabras anodinas sobre el estado del tiempo, mis visitantes se retiraron.
Tenía planeado concurrir esa noche al cine con Cecilia. Pero a eso de las seis de la tarde me llamó para cancelar la salida:
—El problema está en mi papá —me explicó—. Si es que puede llamarse problema. A mí no me parece que tenga nada que ver, pero a él sí: cree que, en la actual campaña electoral, tu situación puede hacerle perder la intendencia.
Tuve ganas de mandarla al demonio, junto con su distinguido padre, pelafustán entregado a los enredos de la política, pero me limité a decirle:
—Está bien, de acuerdo.
Y pensé: «Mejor así, ya me tiene harto.»
Busqué en una guía de Internet el número telefónico de Boitus y averigüé que vivía en la calle Fraga, en Chacarita. El domingo a la mañana me dirigí a la casa en cuestión; encontré una tapia de madera y un cartel que decía: DEMOLICIÓN TOTAL Y OBRA NUEVA. DEPARTAMENTOS DE DOS Y TRES AMBIENTES.
Exceptuadas algunas circunstancias muy específicas, mi vida siguió sus cauces normales.
No pasó demasiado tiempo hasta que obtuve un nuevo ascenso, en el que había una ventaja y un inconveniente. La primera consistía en un aumento de sueldo muy sustancial: pasaba a cobrar prácticamente el doble de lo que ganaba hasta ese momento (que no era poco). El inconveniente radicaba en que debería cumplir mis nuevas tareas en la sucursal Béccar, por cierto bastante alejada de mi domicilio de la calle Costa Rica.
Sopesé los pros y los contras, y finalmente acepté el ascenso, resignándome a efectuar el extenso viaje entre Palermo y mi nuevo destino. Lo ideal habría sido comprar una vivienda en Béccar o en San Isidro, pero, para reunir el dinero necesario, imprescindiblemente tendría que vender antes el departamento de la calle Costa Rica.
Sin buscarla, alcancé también cierta notoriedad, y me di cuenta de que experimentarla no era desagradable. Recibí cronistas y fotógrafos de los diarios La Nación y Clarín, y de las revistas Caras y Gente; fui sometido a reportajes y retratado —ya sonriente, ya adusto— junto a la caja redonda. También me invitaron a varios programas periodísticos de la televisión, a los que concurrí con cierta vanidad. Y no rechacé invitaciones a presentarme en programas frívolos de chimentos y chismes.
El «doctor» Ignacio Capelli, de todas maneras, no logró ser elegido intendente de Tres de Febrero, de lo que me alegré no poco. Como ya estaba fastidiado con Cecilia, unos días más tarde busqué un pretexto cualquiera y rompí relaciones.
Por otra parte, me había ocurrido algo muy agradable. A la salida de mi empleo, solía ir a merendar en un café cercano a la estación de Béccar. A la misma hora, tras finalizar la jornada de clases, concurrían algunas maestras de una escuela vecina, unas muchachas muy simpáticas que hablaban en voz muy alta y se reían a carcajadas.
Me sentí atraído por una de ellas (ya sabía que su nombre era Guillermina) y, más de una vez, nuestras miradas —muy clara la suya— se cruzaron de mesa a mesa. Un día, al salir, me hice el encontradizo en la vereda y pude entablar un primer diálogo. En seguida la acompañé, primero en el tren hasta Belgrano, y luego a pie, unas pocas cuadras, hasta su casa. Tenía veinticinco años, se llamaba Guillermina Grotz y aún vivía con sus padres.
El hecho es que no tardé demasiado en convertirme en su novio y, después de unas semanas, en llegar a relaciones íntimas.
Cierta tarde —estábamos en la cama, en un hotel— me dijo:
—¿No sería más económico que me invitaras a tu departamento?
Sorprendido, la miré a los ojos:
—¿Acaso no sabés el problema que tengo...?
—Cómo no voy a saberlo: todo el mundo lo sabe. Pero no creo que el asunto sea tan terrible...
En su sonrisa había tal generosidad, que me conmovió. Sentí apuntarme una lágrima, y la disimulé.
El sábado siguiente concurrí con Guillermina a un cine de Belgrano. Después la invité a cenar en un restaurán de la avenida Cabildo:
—Bueno —dije—, ahora nos vamos a casa, para terminar dignamente la noche.
Al entrar en el departamento y encender la luz, Guillermina exclamó:
—¡Por fin voy a conocer el misterioso búnker del señor Sainz!
Sin embargo, antes de recorrer los demás ambientes, se detuvo frente a la caja redonda. Tras un instante de vacilación, levantó la tapa. La expresión de su rostro no sufrió el menor cambio, pero dijo:
—Tenías razón. Será mejor que sigamos como antes...
Para obligarla a definirse le pregunté:
—¿Vamos al dormitorio o querés irte?
—Si no te ofendés, preferiría irme.
—¿Por qué voy a ofenderme? Estás en tu total derecho...
Guillermina vivía en Cuba y Mendoza. En la calle detuve un taxi, y me despedí de ella.
Pero no para siempre. No había ningún motivo para romper relaciones. Al contrario: aquello nos acercó más.
Tres meses más tarde nos casamos y nos fuimos a vivir a un departamento diminuto, que alquilamos en San Isidro y que quedó atiborrado por las pertenencias que Guillermina y yo llevamos de nuestras respectivas casas anteriores. Mi juego de comedor tenía una mesa y cuatro sillas, pero de ellas sólo pude llevar tres a San Isidro.
En el ámbito laboral sufrí algunas preguntas, tan ingenuas como esperables, y distintos inconvenientes burocráticos leves, que no impidieron mi continuo ascenso.
Más aún: diría que, en este aspecto, no puedo quejarme. Cada nuevo éxito generaba un nuevo progreso, y mi carrera seguía creciendo en jerarquía y en dinero.
Un viernes a la tarde (el mejor momento de la semana) fui citado a la casa central. El mismísimo administrador mayor me congratuló y me manifestó que, sin el menor asomo de duda, antes de un año me nombrarían gerente de la sucursal de Mar del Plata:
—Así que, estimado Sainz, le conviene ir arreglando sus cosas con tiempo.
Mar del Plata es un magnífico destino que, sin embargo, obligará a Guillermina a renunciar a su empleo docente y, a nosotros, a cambiar de domicilio. Una vez allá, a mi mujer no le resultará difícil conseguir trabajo en otra escuela.
Guillermina y yo nos hemos vuelto tacaños hasta el extremo de la más ruin avaricia: queremos tener suficiente dinero como para poder comprar, en Mar del Plata, un departamento relativamente espacioso, y creo que vamos a lograrlo. Es el único modo: ahorrar y ahorrar y ahorrar, ya que no podremos contar con el dinero que nos daría la imposible venta de mi ex vivienda de la calle Costa Rica, inmueble del cual —dicho sea de paso— ya he dado de baja todos los servicios: electricidad, teléfono, gas, agua... También dejé de pagar las expensas del consorcio y los impuestos municipales.
—Van a hacerte juicio y te rematarán el departamento —suele comentar Guillermina.
Indefectiblemente respondo:
—Pero no van a encontrar comprador.
—Es verdad —responde Guillermina todas las veces—, pero ése no es problema nuestro.
Excelente. El manejo del suspense es tan sutil, que uno no se da cuenta de que lo mantiene en vilo hasta el final. Un maestro, Fernando Sorrentino, y siempre un placer leerlo.
¡Magnífico ejemplo! Fernando ha dejado a merced del lector la resolución del problema. ¡El problema lo resuelve el lector a su antojo! Es un relato de suspenso con la particularidad de que —después del punto final— mantiene el suspenso. Muy bien, Sorrentino...
Estimado Fernando, te confieso con total sinceridad de mi parte, que hace por lo menos 21 años, tiempo en el cual terminé mis estudios secundarios allá en 1985, y merced a la impecable labor de una docente de Literatura que fue la artífice de hacernos leer cuentos (Horacio Quiroga, Borges y otros...) y aprender a apreciar la buena literatura así como antaño, me pasó ahora al leer tu precioso cuento. Un abrazo y a seguir haciéndonos gustar de la buena literatura.
Creo interesante informar que este cuento ha causado un verdadero problema irresuelto entre los habituales lectores de Fernando Sorrentino. Lo he leído muchas veces, y no encuentro manera de imaginar qué hay adentro de la caja maldita de Boitus. En mi caso, lo que no puedo resolver es por qué la caja no puede ser retirada por alguna «fuerza del orden» —policía, jueces— ni institucional de otra índole; verbigracia, científica, para el estudio de su contenido. Y si a nadie le importa retirarla, ya que en ella no hay nada delictivo, nada peligroso para la sociedad —por ejemplo, nada contaminante— , por qué no puede hacerlo el dueño del departamento, sólo tirándola a la basura. Ni nadie. Ya que por eso, porque la caja está ahí, no se hallará comprador.
El problema entonces, para mí, está en la «realidad» total que tienen todos los referentes externos: personas contrariadas por la «situación» de Sainz, como Capelli, el padre de Cecilia, que teme por su candidatura a «capo» de intendencia; personas más solidarias que van al departamento como Rossi, Linares, el escribano que labra el acta, la propia Guillermina; interesados en explotar el caso, como la prensa escrita y la televisión. Pues esa realidad no permite pensar en un estado patológico del protagonista que lo inmovilice (como le ocurre al de otro cuento de Sorrentino, «En espera de una definición», esclavizado por un mosquito).
Y tampoco se resuelve vía Kafka, a todas luces, uno de los maestros de Sorrentino: los referentes externos de K en El proceso, en El castillo, viven en un extrañamiento, en un clima más irreal que el propio K.
Tuve oportunidad de leer un ensayo de Eduardo Dayan sobre «Problema resuelto», en el cual dice: «El bulto tiene la forma de una caja de sombreros. El problema parece estar, entonces, en la cabeza, en su uso, en la organización del pensamiento en palabras, en la forma del poder decir lo que se piensa.»
Es indudable que lo primero que el lector piensa ni bien sabe que «era una caja de cartón, redonda, bastante parecida a las que se usaban para guardar sombreros de hombre», es en una cabeza humana. Pero, conociendo la obra de Sorrentino, también sabe que no «se la hará tan fácil». Es decir, que el cuento no se va a limitar a un hallazgo macabro, como burdo pretexto de una narración policial. Lo cual hace que deseche la suposición, que, por otra parte, el mismo texto se encarga de disipar. De ahí que me parece interesante el salto de Dayan, de la idea de la cabeza como objeto concreto, a la abstracción de las funciones cerebrales que habilitan el lenguaje.
Más allá de ese arranque promisorio, el escrito de Dayan, en mi opinión, se va alejando demasiado de la letra del cuento, para dar paso a reflexiones lingüísticas un tanto complicadas. Pero también debo decir que, en otro fragmento, lo que al principio me pareció una sobrelectura, me dejó pensando. Dayan se remite a nombres de calles y barrios de Buenos mencionados en el cuento, entre los cuales «Caseros» convoca, al menos en el imaginario local, la figura histórica de Rosas. La mención es fugaz y no lleva a conclusiones. Sin embargo, dirige el pensamiento del lector a la evocación de las cabezas cortadas, que es tópica en la literatura argentina.
De modo que, virtualmente, por ambas razones expuestas, se trata, a mi ver, de un enfoque conducente a algo, que es más de lo que puedo decir de mi pobre lectura.
La única duda que no tengo sobre «Problema resuelto» es que se trata de un cuento genial, sin que me provoque ningún pudor usar de ese adjetivo académicamente devaluado. Mi problema irresuelto es, nada menos, no saber señalar en qué reside su genialidad. Sería infantil salirme por la tangente diciendo que en su poder «movilizador»; o usar de ese lenguaje nublado que tanto les gusta a los poetas, hecho de una acumulación de cualidades inasibles; o de ese otro que prefieren los papers, consistente en la aplicación de una teoría determinada —con su insufrible carga terminológica— al texto literario que la tiene que soportar. Me quedo, entonces, apenas en una expresión de entrecasa, en un «como si». Es como si el cuento se hallara más adelante de donde uno está, de donde estamos todos en 2007, incluso el autor. Pues es un hecho que el autor tampoco sabe qué hay adentro de la caja de Boitus. Ahí está lo bueno del asunto. ¿No le parece?
¿Qué se supone que hay adentro de la caja?
Simplemente muy bueno. Gracias por dejarme leerlo.
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