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Los derrotados

Héctor Lisonje
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1

¿Dónde tan escondido estaría ese tesoro sin fecha ni nombre para que sintiéramos tan violentamente la necesidad de hallarlo? ¿Era en verdad un tesoro de composición tradicional o sólo la forma que adoptaba el deseo anormal y ferviente de que en efecto lo fuera y de tejer, con el conjunto de nuestros clandestinos actos adolescentes, ese incomprensible azar de ir a buscarlo? ¿Existía también ese mapa apócrifo que Ángel y yo tocábamos cada tarde con la ansiedad del descubrimiento, trazado y como modificado por el rastro de nuestra mirada nerviosa mientras todos creían que estábamos estudiando para los exámenes finales, o era sólo un ensueño común que había logrado persuadirnos de su realidad? Cierto es que la fe construye sus propios motivos, y que por esa razón desecha enjuiciarlos. Mientras permanezca fiel a lo que previamente ha declarado incuestionable, nos servirá para continuar, nos deparará la hermosísima paradoja de una salida inalcanzable. Pero, con toda probabilidad, la luz pobre del cuarto en que nos reuníamos había contribuido más que ninguna otra cosa a la tranquila aparición del dogma, a la repentina vigencia de lo indiscutido que se estableció como un silencio cómplice entre nosotros y el nacimiento del ímpetu y la determinación.

La mayor parte de las tardes dormitábamos tumbados sobre dos camas, los ojos puestos en el techo. En el espacio que quedaba entre las camas colocábamos el mapa; en arrebatos imprevisibles pero por lo común coordinados, arrinconábamos las camas junto a las paredes, nos arrojábamos al suelo y comenzábamos a analizarlo una vez más. Los argumentos favorables a la expedición se renovaban con eficacia, sin las imperceptibles degradaciones de la ironía ni los necios apuros de la reflexión. De ese modo, nuestra esperanza adquirió la firmeza de lo automático. Poco a poco nos fuimos convenciendo de que la mera resolución de nuestras voluntades bastaba para obligar a la realidad, que se acabaría rindiendo a nuestros dictados sin más resistencias que esa apariencia inmóvil de siempre. Había, pues, que luchar contra la siniestra calma de las superficies. En cualquier caso, no todo en nuestro deseo era oscuridad y desconocimiento, no todo ejercicio de irrealidad y confianza: sabíamos con relativa certeza que en el tesoro no faltaban ni las maravillas del oro y la plata ni las maderas labradas por esa especie de divinidad involuntaria que a lo largo de la historia ha deslumbrado y comprometido artesanos para que la reconstrucción del pasado no se condenara a un erudito aburrimiento de ruinas y pergaminos. Pero quién, Ángel o yo, había hablado por primera vez de ir a desenterrar ese caudal a pesar de las prohibiciones familiares, sin duda alentadas y amplificadas por las insinuaciones de los vecinos que nos custodiaban desde el espionaje de las ventanas semicerradas, es algo que no sabría decir. A pesar de las posibilidades mínimas de dar con él, de la enfermedad de Ángel que siempre respiraba como si el mero hecho de mantenerse en pie le doliera mucho, y de nuestra nula experiencia en la correcta ejecución de ese género de exploraciones, no renunciamos a la aventura aunque las dificultades fueran innumerables. Ese inconformismo resumió todo lo, en principio, heterogéneo de nuestras aspiraciones, hasta convertirse en la doctrina que merecía nuestro fanatismo: «La realidad es la única culpable de nuestros fracasos. La auténtica esclavitud está en la obediencia, no en el mandato», pensábamos y escribíamos, borrosamente, en diarios de hojas arrugadas por el énfasis y el llanto. En esa forma exaltados, ya no debatíamos la existencia del tesoro, sino que nos limitábamos a discernir los medios prácticos para encontrarlo. Lentamente fuimos sustituyendo la ensoñación y la fantasía por la planificación y la competencia. De la suavidad natural del delirio pasamos a las asperezas del método. Ese pequeño proyecto nos enseñó a vivir con paciencia y a comportarnos con esa curiosa clase de astucia que, atemperada por la belleza o la ingenuidad, unos llaman encanto y otros desvergüenza. Ya que no podíamos derrochar millones, derrochábamos inteligencia, porque sólo en las cárceles y en el derroche se instruyen las grandes personalidades, y nosotros poseíamos tanto la cárcel de nuestra edad como la soledad de nuestro talento. Habré de confesar que, en el ejercicio de esas soberbias, organizamos rifas ficticias en que los premios se reducían a la irrealizable esperanza de lo prometido en boletos coloreados, que saqueamos la naftalina de todos los armarios hasta encontrar las escondidas cajas de madera con los ahorros domésticos, que apuramos bolsillos y huchas y bolsos ajenos, que vendimos todo lo vendible y que lo único que nos rechazaron los usureros del barrio, por falta de pruebas y dificultades de traslado, fueron nuestras pobres almas, acusadas así de intangibles. Incluso Ángel, un alba de vegetación y chatarra, aceptó que unos dedos gruesos y negros de polvo y de bruma tradujeran su cuerpo a mercancía, y a fatiga y a silencio su indefensión. Con el modesto capital así reunido compramos cuerdas de diversas medidas y calidades, botas robustas, avituallamiento suficiente para tener cubierta la posibilidad de varios días de marcha, linternas, una brújula, palas, mochilas y atuendos verde oliva de aspecto militar, así como también alcanzamos a pagar por adelantado el alquiler de un coche brillante y opresivo que sólo llamaríamos cuando el tesoro estuviera desenterrado. Pero las cosas no podían ser tan simples para unos espíritus tan jóvenes. Ocupados durante unos días en esas tediosas geometrías de la organización y el suministro de cuanto necesitábamos, acabamos advirtiendo que el desarrollo tan estricto y puntual de una idea podía conducir a su falsificación. El mapa, casi ilegible por los amontonamientos de lápiz rojo y azul, nos reveló ese nefasto declive. Había un inicio de cobardía en aquella programación que pretendía hacer de la tenacidad una garantía y de la precisión un fundamento. Esa enfermedad de la diligencia usurpó al entusiasmo horas imperdonables. La perfección, no en vano, es contraria a toda magia que no se sustente en las vulgaridades del truco y la manualidad. La verdadera magia no es ni un sistema ni una infracción: sólo describe. Ni afirma ni niega, contentándose con traducir, exponiendo lo oculto a través del pasajero asombro y la belleza. Temimos que el excesivo orden acabara traicionando la naturaleza caótica de nuestra aventura y frustrara su consecución. Una tarde señalada por ese arrepentimiento y esa duda quemamos el mapa después de infamarlo y destruirlo en pedazos. Triunfalmente, cómicamente, jugamos a movernos en torno a la efímera hoguera para que nuestras sombras se agigantaran en las paredes. Otra tarde, sintiéndonos heridos por una momentánea indecisión, robamos vino de la iglesia y nos emborrachamos apoyados en una valla de madera, oyendo a lo lejos los negros sonidos de los trenes. Lo que le sobró a nuestra rápida embriaguez lo derramamos sobre el pasto, y riendo a dos voces, exclamamos: «¡La sangre de Cristo!», y ambos trazamos en el aire los gestos de la absolución. Creíamos que ninguna rebeldía coherente podía prescindir de la blasfemia. De vuelta a nuestras casas nos abrazamos sin pudor, hermanados, tan solidarios que hubiese sido difícil distinguirnos de no ser por la sutil separación de la carne y los apellidos. Concertamos nuestra andanza para el día siguiente. Cuando nos juramentamos apretándonos las manos, alcé la mirada y pude ver la más profunda resolución en los ojos de Ángel, de ordinario tan humilde, tan mirando sin molestar. Esa misma noche, para moderar nuestra emoción, salimos en secreto y entramos en una tasca. Nos sentamos con miedo, sabiendo lo insólito de nuestra presencia, que al momento atrajo esas mismas miradas que, por fortuna, el alcohol se encargaba de sofocar y distraer. Vimos las dolorosas barbas de los que bebían alrededor, sus buches no civilizados por la gimnasia, su común gloria, su existencia del todo anónima e insignificante. Un grupo de trabajadores desquitándose del peso de la jornada. Apenas veíamos en ellos algo más que los estragos del trabajo y la conciencia deslizándose hacia esos divertimentos groseros. Unos competían a los dardos con los pulsos aún firmes de quienes un rato antes habían estado jugándose la vida en maniobras rigurosas. Otros probaban fortuna con los naipes. Alguno de ellos se aventuró a apostar su vida, pero nadie quiso aceptar ese precio tan bajo y tan manoseado. Supongo que pensaban que ninguna de sus vidas valía lo suficiente como para hacer emocionante el juego. Una mujer hermosa recorría las mesas: era la camarera, que guardaba su juventud y su belleza bajo un aspecto deliberadamente desastrado. Una mujer atractiva en ese ambiente hubiese supuesto un estímulo del todo incontenible y es seguro que uno que otro altercado no se hubiera podido evitar con unas simples palabras imparciales. Pero su sensualidad trasponía esas torpes barreras de desarreglo. Cuando pasó a nuestro lado nos acarició las caras. Militante también de la inocencia, nos reconoció sus iguales. Pertenecíamos al mismo mundo, y respondíamos con tranquilidad a la misma suerte de constante asedio de la grosería y la brutalidad. Porque en esa gente se asociaban la violencia y la humildad, la exaltación y la obediencia. Eran soberbios con los humildes y humildes con los soberbios. Todas sus acciones navegaban, sin los intermedios de la dignidad, entre la dictadura y la esclavitud. Los supe atrapados en un vértigo de contradicciones que ni siquiera intuían, pero no lo lamenté. Con todo, poseían el bálsamo de su propia ignorancia. Por primera vez tuve la impresión de estar asistiendo a la tranquila manifestación de un tipo de injusticia que sólo la lucidez puede desvelar. Todo era muy triste, muy oscuro, muy feo, pero yo me enorgullecía de ser su espectador.

Reafirmados en nuestras ideas por lo que habíamos visto en aquella reserva de vulgaridades, volvimos a nuestras camas. Para no hacer ruido, recuerdo que recurrimos a la agilidad y a las ventanas. Nos favoreció el azar de los perros dormidos. Siempre marginales y callados, sentimos que la cama es el peor de los estorbos cuando lo que está en juego es la libertad. Sospecho que ninguno de los dos conseguimos dormir, sospecho que los dos continuamos soñando.

2

A las tres de la tarde, Ángel me esperaba sobre el puente, ensimismado en los interminables reflejos del agua. No sé si he dicho que era rubio, muy flaco y muy cordial. Su piel, demasiado blanca, pertenecía al dominio de los rincones y las sombras. Cualquier sol le enrojecía el rostro, cualquier elogio, cualquier caricia. Iba vestido con torpeza, con ropa demasiado grande y sin ningún color. Ni los espejos ni las mujeres le habían complicado aún la vanidad. En cambio, yo me había puesto sombrero, pero no para gustar sino para enriquecer de antemano el recuerdo. Del cajón del escritorio había hurtado aquel misterioso revólver que mi padre nunca supo justificar pero que limpiaba con asombrosa frecuencia. Lo saludé eufórico y él me respondió tosiendo, agachándose mientras buscaba mi mano para estrechármela. Primero caminamos en silencio, en esa especie de emoción preparatoria que antecede a la felicidad. Las siestas y las digestiones reproducían infinitamente la misma calle despoblada. Luego empezamos a hablar para relajarnos, para no pensar. Su apocamiento no le impedía ser un excelente conversador. Sabía ponerme en el deseo, en la situación de pedir o conceder: detrás de todos sus esfuerzos, había un principio de transigencia; detrás de sus numerosas convicciones, una renuncia, un apacible desmantelamiento. Su buen juicio alentaba mi combate, sus construcciones sosegadas contenían entre líneas las piezas de una derrota que yo debía reconocer y articular. De ese modo, nos fuimos haciendo todas esas sencillas preguntas que trabajan, acrecentándola, una expectativa, discutimos nuestras opiniones como quien fabrica una hoguera por primera vez, es decir, añadiendo indiscriminadamente todo material con apariencia combustible: nada podía desanimarnos a continuar esas acumulaciones de la esperanza, esos laboriosos equilibrios, esas prórrogas.

Minutos después ya estábamos cuerpo a cuerpo con la naturaleza, bajo el sol, remontando y descendiendo caminos. Hacía mucho calor, un calor que se adhería y se estancaba sobre nosotros como un músculo pegajoso y dulzón. En uno de los muchos arroyos nos mojamos las cabezas y los brazos, pero lo hicimos seriamente, sin juguetear, con el aire un poco atenazado del manejo entre trincheras, del gesto siempre solemne y atareado. Escarbando con todas nuestras acciones en lo más hondo de la eficacia, rechazábamos las distracciones de la jovialidad, las parciales derrotas de la despreocupación y el compañerismo. Necesitábamos que la infancia, que era lo reciente, fuese pronto una condición del pasado.

Con la lentitud y la precisión que caracteriza a los movimientos del instinto, unas abejas trabajaban dulcemente entre las ramas del árbol que poco después elegimos para descansar. Me entretuve en mirarlas un momento, arrojado en la sombra con la mochila como almohada, y luego cerré los ojos, sonriendo. Hice como que dormía, pleno de reconocimiento y satisfacción. Irónicamente, pensaba en el colegio, en la virtud trabajadora que habían tratado de inculcarnos con tan provisionales resultados, la desastrosa ética de los esfuerzos y las recompensas. Yo, por mi parte, prefería notar la sangre de un correctivo salvaje contra mi rebeldía cuando renegaba de esos sobornos, a la aniquilación que produce el acatamiento sin oposición del deber. En este sentido, yo sabía que mi salvación se cifraba en el tesoro, la promesa de mi futura independencia, la imperiosa materia que enlaza los sueños con la realidad. Era consciente de que sólo si actuaba por mí mismo, no necesitaría creer en nada, y que sólo prescindiendo de la creencia, podría también prescindir del juicio: por lo tanto, tal era la única manera de vivir de forma plena. Al mismo tiempo reconocí que mi principal culpa hasta entonces había consistido en no haberme desprendido mucho antes del escandaloso privilegio de la inocencia. Junto con esa idea se me escapó una nueva sonrisa de desprecio hacia todos los psicólogos y educadores que habían buscado con desesperación un significado a mi desgana, como en mosaico me figuré los rostros graves de esos asalariados de la rectitud y los enjuiciamientos, siempre armados con los códigos que tanto estrangulan la espontaneidad y tanto recomiendan la tristeza, y acto seguido grité agitado por una irreprimible sensación de libertad y pureza. Lejos advertencias, formularios y lecciones, aislado de tan dudosas tutelas y expuesto, por fin, directamente al error y a la responsabilidad, comprendí que nadie podría, en adelante, reprenderme por mis pasos equivocados. El mundo seguiría adelante después de mi muerte, eso no podía negarlo, pero también adivinaba que, mientras estuviera vivo, entre la elegancia y el crimen, no habría en todo el mundo otro mundo superior al mío. Mientras tanto, sanamente mortales y calientes, vimos a unas muchachas que corrían sin el refugio del pudor por los campos cercados. El sol bregaba con ellas, reanimándolas, dándoles la solidez de su belleza medio desnuda por la imprudencia de los trajes holgados. Aún hermoseaba en sus labios la inmediata saliva de la saciedad. Me recordaron a la camarera, su paso veloz fue como una segunda caricia que terminaba y esclarecía aquella primera. Sonrientes y despeinadas de briznas y de viento, eludían las flores con pequeños saltos y, vueltas al cielo, también gritaban voluptuosas y radiantes. No cabía duda de que venían huyendo de algún sacerdote que corría con las sotanas levantadas, peleándose con la gordura y el sudor y buscando con la mirada las siluetas que habrían de eximirlo de la estafa de la castidad. Pero el desgaste de esa persecución no les impedía, entretanto, ser felices y juguetear con posturas abiertas, insolentes, llenas de lucha y buen humor. Las voces de las muchachas y la mía se habían sucedido, pero su razón era carnal, una razón hecha de piel, de sangre, de ojos claros, y no de larga preparación, ni de vagos tesoros ni de rutas predestinadas. Yo, que tanto las deseaba, y que con un poco de fe quizá hubiese llegado a amarlas,me sabía capaz de facilitarles la inmortalidad de un verso, o puede que tan sólo la de una interminable conjura, una larga prueba tras la que vendría el ambicioso temor de la caricia, un perdón general y una vida en común que la palabra resignación haría soportable. Pero otros, chicos ágiles y encantadores y sobre todo vacíos, eran los que en verdad estaban destinados a mostrarles la felicidad, como quien posee el privilegio del borde del telón y los aplausos, porque bien sabía yo que los corazones antes se ganan con sonrisas que con promesas. Un campesino con una azada al hombro también las vio pasar, y luego nos miró a nosotros, y absurdamente bajó la mirada como disculpándose por una tentación que todos compartíamos. Al fin y al cabo, ninguna acción desata todo lo que encierra un deseo.

Reemprendimos la marcha. Pasada una hora, Ángel se sentó en una piedra blanca y plana, que a las cinco de la tarde hervía de insectos y calor; entonces el resto también nos detuvimos, y digo el resto porque en realidad no íbamos solos. A los otros dos no los conocíamos. Cuando salí de casa los había encontrado esperándome y no pude desligarme de ellos. Me siguieron mudamente, no más incómodos y materiales que un par de sombras. A pesar de su aspecto de deslumbrados y de sedientos, eran mansos, flexibles, oscuros de piel, casi incapaces de palabra salvo para indicar brevemente un accidente del terreno o para sugerir el destructor paso del tiempo y de las luces. Olían a alcohol, a zozobra, a soledad, a opio, a sobremesa; asimismo, aunque no tan notoriamente, a vidas cargadas de simplezas, de episodios rudos y entorpecidos por las fatalidades del matrimonio y la subsistencia. También en esta ocasión me recordaron a aquellos hombres que habíamos visto bebiendo y jugando en la tasca la noche anterior, pero no los pude identificar con ninguno en concreto. «No existe un ellos; siempre es un nosotros. Todos los hombres se parecen, todos los hombres están solos», pensé. Aprovechamos su compañía para ocuparlos en transportar nuestras palas, que aceptaron sin vacilar. Las palas eran nuevas, pero no más que nuestras tiernas manos que tal vez no supieran empuñarlas llegado el momento. Compradas a última hora, aún no habían frecuentado la tierra: las puntas del metal brillaban con el último sol mientras los hombres tendían a acompasar, imperturbables, sus movimientos. Parecían experimentados en la marcha por aquellos parajes. A pesar de todo, nos manteníamos a cierta distancia, ellos siempre detrás, el espacio justo para que nuestra prevención de meros muchachos no se convirtiera en miedo. De cuando en cuando se paraban para tomar un poco de arena o de tierra con la punta de los dedos y la olfateaban impetuosamente hasta inhalarla en buena medida sin que aquello les produjera repulsión. Luego asentían entre ellos, recogían las palas que volvían a situar sobre sus hombros, y continuaban caminando con renovada gravedad y sin decirnos nada.

3

El atardecer ya se estrechaba sobre nuestros pasos, depurando las sombras, cuando Ángel me dijo que no podía continuar. Nos volvimos a detener. Ángel se llevaba las manos al pecho, intentando controlar algo de su angustia mediante un masaje que era una forma más de la asfixia y la desesperación, inútilmente se abría la chaqueta militar como si el aire le fuera a penetrar por el pecho saltándose la convención de los pulmones. Entonces vi que llevaba colgada del cuello una medalla que nunca antes había visto: el cordón era negro, muy grueso, y la cruz, deformada y mutilada por la parte superior, ofrecía el aspecto de una T masticada. En ese momento reflexioné sobre el patetismo de aquella fotografía hecha de asma y de tedio, de indefinida sujeción a la penuria de las horas, de larga lucha con la languidez y los tratamientos; un héroe frágil y penoso en el momento más decisivo de su enfermedad. Porque, y yo empezaba a reprochármelo, ese muchacho hubiera debido estar en casa en lugar de andar defendiéndose a manotazos de la tarde violenta, su familia deslizándose en pomadas y calmantes, acariciándole la frente como a un perro querido y necesario, evitando hacer ruido para no despertarle a la poco menos que mortuoria penumbra del cuarto tan lleno de la serenidad del eucalipto, de cortinas negras y cercanas, de vapores y duermevelas, de sombras acaso ya finales. Ángel se llevó un pañuelo hasta la boca. Al retirarlo, lo vio ensangrentado. Mareado, cerró los ojos, y el dolor se repitió desde más cerca. Aún de pie, apoyó la mano sobre mi hombro y todo el peso del cuerpo sobre la mano, y echó la cabeza hacia atrás para imponer un mínimo orden en sus hemorragias. No sentía la barbilla, me dijo, y pude percibir que también sus pómulos estaban hinchados y endurecidos, muy arriba, como si la carne y la fiebre se le estuvieran agrupando cerca de los ojos. Pidió que le diéramos agua. Uno de los hombres (los desconocidos eran mayores que nosotros, casi dos ancianos pero todavía ágiles y atentos) le tendió una botella de cristal, muy pequeña y atada con un cordel por el cuello. Ángel la tomó sin mirar, se la bebió de un trago e inmediatamente se comprendió que no contenía agua porque Ángel cerró de nuevo los ojos y apretó la boca como si algo para él se hubiera terminado. Le ayudamos a incorporarse y nos pusimos en camino una vez más. Ya no hablábamos, Ángel se apoyaba en mí, su fiebre se mantenía discreta y silenciosa, indirecta. Su salud y su enfermedad compartían la misma prudente lucidez que acaba resignando al silencio a todos sus poseedores.

Como si buscaran caminos alternativos, los hombres no se detenían y miraban con insistencia alrededor. Yo los vigilaba, y me daba por pensar que había en sus manifestaciones algo de profesional, de hábito. Pero cuidaban bien de nosotros y se guardaban de reducir la distancia, por lo que no llegaban a inquietarme; de hecho, prefería una compañía tan incierta como la suya a una segura soledad que la imaginación siempre colma de posibilidades. Hacía tiempo que habíamos salido de los terrenos yermos. Aún imprecisos, ya se distinguían en el horizonte los primeros árboles. El aire se había ido enfriando, el viento nos refrescaba. Ángel abría la boca de vez en cuando, haciendo llegar hasta mí un olor horrible, al punto de parecerme el suyo el aliento de un mártir, de un crucificado; en la perfección de ese desvanecimiento y esa pestilencia, la cruz amputada se cubrió bruscamente de significados. Viéndolo así, no dejaba de imaginarme a su madre, tan tranquila en su creencia de que a esa hora estábamos en mi casa, los chicos toda la tarde estudiando porque no son muy despiertos y sólo aprenden con la repetición lo que otros con la inteligencia. Toda credulidad es una imprudencia, toda confianza un error, pero no se puede vivir sin imprudencias y sin errores.

Los hombres, confirmando mis anteriores impresiones, acabaron tomando otro camino. Nosotros les seguimos para evitar perder nuestras palas, sin las cuales nada podíamos hacer. La brújula ya no era necesaria y, aunque pensé en aclarar la situación por medio del revólver, algo parecido al temor de ser indiscreto me impidió desenfundarlo. Imaginé que tal vez habían advertido nuestra inexperiencia y que estaban orientándonos en la dirección correcta; la irrealidad fundamental de sus figuras, de sus atuendos, de su serenidad casi impersonal y del modo fantástico de su aparición, me recordó cabalmente la irrealidad de nuestro propósito. Ambas coincidían y se complementaban como si formaran parte del mismo plan. La escolta de aquellos hombres singulares presuponía un objetivo asombroso, y su colaboración, pasados unos minutos de marcha por la nueva ruta, me pareció imprescindible. En esa circunstancia favorable distinguí, al fin, un motivo de intensa felicidad. Sentí gratitud hacia ellos, que caminaban ahora por delante de nosotros con rapidez creciente. Aún así, cada tanto se giraban para mirar a Ángel. Como quienes con pequeños puntapiés tantean un muro del que han visto desprenderse algunos ladrillos, sospeché que estaban midiendo su fortaleza, aunque desconocía la razón de esas comprobaciones. Cuando ya anochecía encendimos nuestras linternas. Desde el fondo, iluminábamos a los dos caminantes, que continuaban internándose con decisión en la desigual trama del bosque. Ya no me quedaba ninguna duda: nos estaban dirigiendo, luego sabían con exactitud lo que buscábamos. La conclusión que se imponía era abrumadora, por lo que preferimos no formularla.

Desembocamos en una explanada. De pronto, cuando los ciclos de su asfixia se parecían más a la muerte que al dolor, Ángel pareció vislumbrar entre la noche una apuesta definitiva, una quemazón, un límite. Un nervio saltó de su cuerpo castigado, se ahuecó y tensó en forma de arco, creció arrastrando nubes y tormentas, por un momento el vértigo fue inmejorable, la curva tocó el cielo desplazándose entre el frío y los pájaros, y el consiguiente grito descendió hasta su boca desde las cansadas estrellas. Toda la noche era una amenaza, una dichosa contemplación de espacios donde cualquier cosa podía suceder. Las sombras de alrededor no se movieron; pertenecían a objetos cuya única vida consistía en la precariedad frente al viento que las iba dotando de una vida falsa. Me vinieron olores a laurel, a fiambre, a familia aislada que devora alimentos con dientes metálicos: todo conservaba la precisión de los actos que han de ser memorables. Tras esos estímulos, sin más comprobación, Ángel dejó caer la linterna y rompió a correr contra sus pulmones, precipitándose hacia la oscuridad. La locura se adueñó definitivamente de una víctima que desde siempre había acosado y predispuesto con toda suerte de contrariedades. Lo vi alejarse. Sus pasos se deslizaron sobre la tierra, produciendo un sonido de herida. Todos los obstáculos estaban en sus huesos. Su propia debilidad lo exaltaba, no era ya un tímido chaval de trece años al que habían perturbado la continuidad y vehemencia de mis ideas, sino un abstracto volumen de fe, de arrojo, de asentimiento. A pesar de esa valentía, que tantas veces le había exigido en el pasado con resultados a menudo decepcionantes, no pude impedir que el viento de su carrera se conmoviera con mis súplicas tardías, cuando una inopinada caridad me obligó a llamarlo a gritos para que detuviera ese suicidio y recapacitara, para que pensara quizá por última vez en su salud, en la desolación que dejaría en su casa, en el monstruoso eco de su cuarto consagrado años y años al luto y al recuerdo. Pero no se detuvo porque no me oyó, porque no pudo oírme. Esquivando milagrosamente la maleza y los surcos de un huerto no previsto, llegó hasta un punto en que decreció su energía y se suavizó el movimiento. Como si bailara, dio un par de vueltas sobre sí mismo, liberando en cada giro aspavientos irregulares de brazos y piernas. En uno de esos lances, acertó a quitarse el colgante y lo arrojó no muy lejos. Fue su último esfuerzo. Las piernas se le endurecieron al cabo y acabó cayendo sobre una pequeña extensión de tierra negra junto a un robledal. Los hombres, que lo habían entrevisto todo sin otra inquietud que un leve comentario en que invirtieron más gestos que palabras, no apresuraron el paso, como si nada de aquello les sorprendiera, pero yo sí corrí tras él. Cuando lo toqué ya estaba muerto. Le alumbré el terrible rostro con la linterna. No se me ocurrió llorar, aunque un temblor me hizo morderme el labio inferior; en ese momento lo admiraba demasiado, y una explosión de mi tristeza hubiera supuesto, sin duda, una intolerable disminución de su sacrificio. De la reciente angustia sólo restaba una nueva palidez superpuesta a la anterior. Esperé junto a él hasta que los hombres, avanzando con parsimonia y casi con pereza, llegaron al lugar. Estos parecieron dudar de la quietud de Ángel, como si alguien pudiera elegir la muerte como estrategia, y, aproximándose a él, lo arrancaron de su descanso asiéndolo por los brazos. Después lo pusieron a un lado y comenzaron a cavar con las palas en el sitio exacto en que se había desplomado. No me atreví a protestar por esa insensibilidad. Su conducta me pareció la más eficaz, la única consecuente. Comprendí al mismo tiempo lo que había que hacer y lo que esperaba ver cuando la excavación finalizara. Muy emocionado, palpitante, orgulloso de Ángel como nunca hasta entonces lo había estado, otorgué luz a su labor con las linternas. Al rato, las palas golpearon con un objeto sólido. Entre los tres, haciendo uso de las cuerdas, extrajimos el baúl, que no era un baúl sino un ataúd, y que tampoco estaba lleno de riquezas sino completamente vacío. Aunque nuestras previsiones hubieran fallado, no se podía asegurar en modo alguno que aquello no representase un acierto extraordinario. Introdujimos el cadáver de Ángel en el ataúd; yo le cerré los ojos y los hombres encajaron la tapa. Cuando lo descendimos al fondo de la fosa, empezó a llover. Los enterradores lo cubrieron con precisas paletadas de una tierra que pronto sería barro. Terminada su tarea, asentaron la tierra con pisotones en que ya chapoteaban un poco los zapatos. Acto seguido se marcharon sin despedirse, con la misma contundencia, con la misma apatía. La noche estrellada tardó en perderlos. Yo, por mi parte, recuperé el colgante, que besé con compulsión, y regresé a la carrera sobre nuestros pasos, muy preocupado, intentando recordar, por entre la confusión y la tormenta, el camino que me devolvería para siempre a la tenebrosa normalidad de la casa y los estudios.

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Copyright ©Héctor Lisonje, 2006
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Fecha de publicaciónEnero 2007
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