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La falsa María

Un pacto extraño

Andrés Urrutia
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Carmen sorprendió a Wanda yéndola a esperar al aeropuerto. Matilde enseguida comprendió que Tomás debió de informarla de la hora del vuelo y pedirle que la esperara. Cuando la vio salir del área de pasajeros y pararse a escasos metros, el rostro de Carmen pareció iluminarse, sonrió feliz y los ojos se le volvieron vidriosos, tal como lucen cuando uno se encuentra nuevamente con la persona que ama.

Carmen insistió en que del aeropuerto fueran a su departamento pese a los ruegos de Wanda y a sus invocaciones al cansancio. Es que había preparado una cena íntima para las dos. Quería halagar y agasajar a su amante.

Tomaron un remise y llegaron en una media hora. Carmen abrió la puerta y ante los ojos de Wanda apareció una mesa primorosamente puesta. Sobre un mantel de blanco inmaculado se erguían dos finas copas de cristal, un vino blanco francés y los platos rodeados de sus correspondientes cubiertos. Una vela a cada extremo de la mesa ovalada y una rosa roja al lado de cada una de las velas completaban la escena. La estancia estaba deliberadamente a media luz.

—Jamás imaginé esto —dijo Wanda sonriéndole con ternura.

Carmen le devolvió la sonrisa, se le acercó y le dio un apasionado beso. Había deseado hacerlo en el aeropuerto pero obviamente no lo consideró apropiado. Ahora, en la intimidad de su hogar, se sentía libre para hacerlo. Wanda devolvió el beso con idéntica pasión, atrayendo hacia sí el cuerpo de Carmen mientras bajaba su mano derecha hacia las nalgas de su amante. Las acarició con suavidad por sobre la falda y luego las presionó fuertemente con la misma mano para estrecharla aún más contra su pubis. La mano derecha casi se hundió en las firmes nalgas de Carmen, sintió su redondez, apretó más para que los pubis de ambas prácticamente se estrellaran, se hundieran uno en el otro. Carmen se dejaba manejar como si fuera un maniquí, su cuerpo se abandonaba a los brazos de Wanda. Deliberadamente no la abrazaba, sus brazos colgaban a los costados de su cuerpo como cuerdas inertes, pues sólo quería ser manejada por los brazos de Wanda. Lo único que Carmen movía locamente era su lengua dentro de la dulce boca de su amante. Luego que Wanda soltó el cuerpo y las lenguas se desenlazaron, Carmen ayudó a Wanda a deshacerse de su blaizer, la invitó a sentarse y se dirigió al dormitorio a colocarlo en su guardarropa. Volvió con un paquete.

—Es para ti —le dijo alargando el brazo.

Wanda la miró sorprendida y a la vez avergonzada. Ella no había tenido siquiera la delicadeza de comprarle un obsequio.

—Ábrelo —insistió Carmen con el brazo todavía estirado hacia Wanda, al ver que ésta se había quedado prácticamente petrificada.

—Es que yo no te traje nada —le respondió Wanda sonrojándose.

—No importa —la disculpó Carmen sonriéndole dulcemente y con un brillo en los ojos—. No quería que me trajeras nada. Era yo quien deseaba obsequiarte. Hoy cumplimos seis meses de conocernos. ¿Recuerdas? En la sala de chat. No lo olvidaré jamás. Yo estaba en la sala «Café Literario» y tú entraste. Te saludé y te pregunté qué hacías. Me respondiste que «recorriendo salas». Luego te pregunté de qué sala venías y crudamente me respondiste que de una de lesbianas. Al principio me impactó la brutalidad de la confesión, pero enseguida tú me preguntaste si eso me molestaba. Me pareciste tan franca, tan sincera, que te dije que no me molestaba en absoluto. Es más, ahí te confesé que yo también me sentía atraída por las mujeres, no recuerdo si mencioné la palabra «lesbiana». Y ahora quiero pedirte perdón por ello.

—¿Pedirme perdón?

—Sí, porque, aunque luego te lo aclaré, esa primera vez casi te mentí. Dije que era lesbiana pero no dije que nunca había estado con una mujer en la cama. En realidad debí decirlo esa vez. Pero tú tuviste la delicadeza de no preguntarme nada más. Pienso que si en esa primera charla me hubieras preguntado por mi experiencia hubiera mentido, me hubiera inventado una historia y eso quizás habría quebrado la magia. Hoy no sabría cómo explicarte que te había mentido, y por eso me alegro de no haberlo hecho. También te doy las gracias por no haberme preguntado nada más esa primera vez.

Wanda la miraba en silencio. Cada palabra de Carmen había sido como un latigazo para su conciencia.

—Es que el chat es un mundo plagado de mentiras —continuó Carmen—. Muy pocos dicen la verdad. No sabes si quienes dicen ser mujeres en verdad lo son y lo mismo pasa con quienes dicen ser hombres. No sabes si las edades, ocupaciones y experiencias que te narran son realidad o fantasía. No sabes si las fotos que se envían son de ellos o las escanearon de alguna revista desconocida. Es como un mundo paralelo en el que todo es posible. Por ello es un milagro que tú y yo seamos reales, que nos hayamos conocido diciéndonos la verdad.

Wanda continuaba en silencio. Sin decir palabra ni levantarse de la silla tomó el paquete y lo abrió lentamente. Al tocarlo se dio cuenta de que era un libro y efectivamente lo era: Las flores del mal, de Charles Baudelaire.

—Me encanta, junto con Rimbaud son mis poetas favoritos. Es una edición hermosa —dijo Wanda sin mudar la seriedad de su rostro.

—¿Ya lo tienes entonces? —preguntó Carmen fingiendo cara de decepción infantil.

—Sí, pero no esta edición bilingüe.

—Además, ya va a hacer tres meses que nos conocemos personalmente —continuó Carmen acercándosele y dándole un fugaz beso en los labios. En ese momento Matilde sintió un incontenible deseo de hacerle daño, de destruir a esa mujer, de convertirla en un despojo moral, de arruinar su vida. Le recordaba tanto a su único amor, aquel de los dieciocho años que abandonó sin otra razón que el placer de verlo sufrir, de alimentar su soberbia de mujer bellísima e inaccesible. En aquel entonces el perseguir esa sensación le parecía más poderoso que perseguir el amor y ahora parecía estar reviviendo aquellos sentimientos. ¿Cómo podía pasar de sentir pena por Carmen a querer destruirla? ¿Es que acaso había llegado para ella otra vez el amor?

—Préstamelo —le pidió Carmen refiriéndose al libro—. Te leeré mi poema preferido.

Wanda le entregó el libro, y Carmen lo hojeó rápidamente. Parada frente a Wanda comenzó a leer:

Dibujo de un maestro desconocido
En medio de frascos, telas sedosas,
y muebles voluptuosos,
de mármoles, pinturas, ropas perfumadas,
que arrastran los pliegues suntuosos,
en una alcoba tibia como en un invernadero,
donde el aire es peligroso y fatal,
donde lánguidas flores en sus ataúdes de cristal
exhalan su suspiro postrero,
un cadáver sin cabeza derrama, como un río,
en la almohada empapada,
una sangre roja y viva, que la tela bebe
con la misma avidez que un prado.
Parecida a las tétricas visiones que engendra la oscuridad
y que nos encadenan los ojos,
la cabeza, con la masa de su crin sombreada,
y de sus joyas preciosas,
en la mesilla de noche, como una planta acuática,
reposa, y, vacía de pensamientos,
una mirada vaga y blanca como el crepúsculo
escapa de sus ojos extraviados.
En el lecho, el tronco desnudo, sin pudor,
en el más completo abandono, muestra
el secreto esplendor y la belleza fatal
que la naturaleza le donó.
Una media rosada, adornada con hilo de oro, en la pierna
ha quedado cual recuerdo.
La liga, al igual que un ojo secreto que llamea,
lanza una mirada diamantina.
El singular aspecto de esta soledad
y de un gran retrato voluptuoso,
de ojos provocativos como su actitud
revela un amor tenebroso,
una culpable alegría y fiestas extrañas,
llenas de besos infernales,
que regocijarán a los ángeles malos
nadando entre cortinas y chales.
Sin embargo, al ver la esbeltez elegante
del hombro y su trazo quebrado,
la cadera levemente afilada, y la cintura ágil
lo mismo que un reptil irritado, se advierte
que ella es joven aún. —Su alma exasperada
y sus sentidos mordidos por el tedio,
¿se habían entregado a la jauría enfurecida
de deseos errantes y perdidos?
El hombre vengativo al que no pudiste, viviendo,
a pesar de tanto amor, aplacar,
¿sació en tu carne, inerte y complaciente,
toda la inmensidad de su deseo?
¡Responde, cadáver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas
te levantó con brazo febril?
Dime, cabeza horrible, ¿en tus fríos dientes
hay aún sus últimos adioses?
—Lejos del mundo burlón, lejos de la multitud impura,
lejos del magistrado curioso,
duerme en paz, duerme en paz, extraña criatura,
en tu sepulcro misterioso;
tu esposo corre el mundo, y tu forma inmortal
vela junto a él cuando duerme;
lo mismo que tú sin duda te será fiel
y constante hasta la muerte.

Wanda la tomó entonces con ambas manos por la cintura y la sentó bruscamente en su falda. Carmen dejó caer el libro al piso y le rodeó el cuello con sus brazos y sus lenguas volvieron a unirse. Pero Wanda apartó repentinamente su boca y tomó la mano derecha de Carmen entre las suyas. La sujetó fuertemente con la mano izquierda mientras con la derecha tomó el cuchillo que se hallaba al lado del plato. Carmen se asustó e intentó apartarse, exclamando «qué vas a hacer», pero Wanda la retuvo con firmeza.

—No te asustes —dijo Wanda con voz severa pero tranquilizadora a la vez. Y entonces hizo un pequeño tajo en la palma de la mano derecha de Carmen, la acercó a su boca y comenzó a lamer gota a gota la sangre que despedía la pequeña herida.

—Mi condesa —dijo Carmen dando un gemido, mientras se dejaba hacer, cerrando los ojos como si estuviera en un ensueño.

Matilde en cambio, vivió ese momento como una pequeña venganza contra Tomás, pues estaba en casa de Carmen y no habría video. Nada quedaría registrado. Lo torturaría con eso, con historias falsas que lo excitaran y que jamás podría contemplar. Tomás tenía ya ocho cintas, pero lo azuzaría diciéndole que lo que él tenía era nada comparado con lo sucedido esta noche.

—¿Te entregarías a mí como la mujer del poema? —le preguntó Wanda con la boca manchada de la sangre de Carmen y con ella sentada en su falda.

—Quiero ser tuya, sólo tuya.

Entonces Wanda tomó el libro y leyó en voz alta, sin que ambas abandonaran su posición:

Su alma exasperada
y sus sentidos mordidos por el tedio,
¿se habían entregado a la jauría enfurecida
de deseos errantes y perdidos?

—¿Te entregarías a mi jauría enfurecida de deseos? —volvió a preguntarle Wanda mirándola directamente a los ojos y sosteniendo el libro abierto en la página que recién había leído. Su mirada gélida y la sangre en la boca le otorgaban una hermosura siniestra.

—Sí, quiero hacerlo. Pero nunca me abandones.

Siempre que Carmen le decía a Wanda que no la abandonara parecía estar suplicando, parecía que no se sintiera merecedora de la felicidad que estaba viviendo y que temiera perderla a cada instante, no a Wanda, sino precisamente a la felicidad, aunque a estas alturas una y otra se identificaban, una era inconcebible sin la otra en la mente de Carmen.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónFebrero 2008
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