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La falsa María

Wanda, Carmen y Tomás

Andrés Urrutia
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Tomás tomó un taxi desde la ciudad vieja hasta Pocitos. El restaurante elegido por Wanda se hallaba en la calle Obligado. Era pequeño y oscuro, ubicado en una esquina con la virtud de tener una entrada casi desapercibida y una disposición de las mesas que ocultaba a los comensales de las miradas curiosas provenientes desde el exterior.

Bajó pausadamente del taxi, abrió la puerta y quedó petrificado. Inmediatamente divisó a Wanda en una mesa esquinera al fondo del restaurante. Vestía un traje ejecutivo gris, con una pollera ajustada que, sentada, dejaba al descubierto la mitad de sus muslos. Debajo del blaizer una impecable camisa blanca y un pañuelo rojo y azul torneado alrededor de su cuello. A su lado, estaba Carmen. Lucía alta, con el cabello negro profundo desplegado sobre sus hombros, sus ojos negros a tono, y vestida con un jean ajustado y una blusa beige.

—Aquí —le gritó Matilde al ver que Tomás había quedado inmóvil al verlas juntas.

Le sonreía desde la mesa como disfrutando de la sorpresa que le había preparado. No tuvo tiempo a pensar y se acercó rápidamente a la mesa. Ambas mujeres se pusieron de pie.

—Carmen —comenzó diciendo Wanda—, te presento a Tomás. Es un gran compañero de trabajo y quería que se conocieran.

En ese momento Tomás comprendió que Matilde lo había preparado todo, pero no sabía con qué fin.

—Mucho gusto, Carmen —dijo él—. Wanda me ha hablado mucho de ti.

—Eso me alegra —le respondió ella.

—Bueno, sentémonos —dijo Wanda, sabiéndose dueña absoluta de la situación al ver que Tomás había quedado parado frente a Carmen.

Los tres se sentaron a la mesa. Wanda y Carmen una al lado de la otra, Tomás, frente a ambas. Eran una pareja singular. Wanda, varonilmente vestida y el cabello casi razurado, era una extraña mezcla de hombre y mujer, un híbrido hermoso. Carmen lucía su largo cabello como si fuera el complemento perfecto de Wanda.

—Carmen es mi mejor amiga y me pareció lógico presentársela a mi mejor amigo —dijo Wanda rompiendo el silencio.

Tomás asintió con la cabeza, mientras que, contemplando a Carmen, comenzó a reconstruir las escenas que tantas veces había visto de ella en los videos filmados subrepticiamente por Matilde. No pudo evitar recordar los dos cuerpos que ahora tenía frente a él anudados en la cama, las lenguas penetrando en las bocas, y todos esos juegos que Matilde sacaba de la literatura y la historia.

El mozo se acercó y tomó el pedido. Tomás eligió lo primero que la lista le ofreció. Todos pidieron un vino blanco. Wanda recomendó el conejo a Carmen y ella aceptó su sugerencia.

—Con Carmen hemos entablado una gran amistad —comenzó a decir Wanda—. Ella es profesora de literatura y ya sebes que ésa es mi gran afición. Me saca de esa vorágine diaria en que vivimos.

—Lo sé —dijo Tomás—. Tu trabajo en la oficina es agotador. A veces no sé por qué elegimos esta profesión —concluyó él tratando de darle el mensaje de que si ella lo tenía en sus manos, también Matilde era partícipe de la mentira.

Carmen sonrió a ambos y bebió un sorbo de vino. A Tomás le sorprendió vastamente esa sonrisa. Era una sonrisa nerviosa, tensa, como si algo importante estuviera por suceder.

—¿Y a qué estás dedicada ahora en ese campo? —le preguntó Tomás a Wanda.

—Ya sabes —dijo Wanda—, la sexualidad decadente en la literatura y la historia —afirmó, dirigiéndole una mirada cómplice a Carmen— y Carmen me ayuda mucho en ello.

—¿De veras? —dijo Tomás con aire distraido mientras llevaba un bocado de entrecot a su boca.

—Sí, ahora estamos leyendo Naná, de Émile Zola —continuó Wanda—. ¿Sabías que el autor para escribir su novela se inspiró en una historia real? La del conde Muffat y de su relación con una sádica y hermosa prostituta que lo esclavizó de por vida. Mira, tengo aquí el libro en mi cartera.

Dejó los cubiertos, hurgó en su cartera y extrajo Naná. Entonces abrió y leyó:

—«... cada día más sojuzgado, se somete con absoluta devoción a los peores deseos de una ramera. Los juegos inocentes pronto los transformó ella cuya mayor lujuria se despertaba ordenándole colocarse a cuatro patas y gruñir y ladrar como un perro. Un día mientras ella lo montaba, se levantó y le dio un empujón tan fuerte que lo hizo golpear contra un mueble. Ella se reía a carcajadas ante cada nueva humillación a la que lo sometía. Solía arrojar un pañuelo perfumado a un extremo de la habitación y él debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las rodillas. Y el disfrutaba del placer y la liberación de ser un animal sujeto a los caprichos de su ama.»

—La historia está llena de ejemplos como ésos —dijo Tomás mientras bebía un sorbo de vino.

—¿Sabes que nos conocimos en un chat? —le dijo de pronto Wanda a Tomás. Éste se sorprendió por el cambio de la conversación, pero no tardó en reaccionar.

—¿Así? ¿En cuál?

—Uno sobre literatura —respondió Carmen—. Después nos mandamos varios mails hasta que decidimos conocernos. De a poco vimos que teníamos intereses en común.

—Y también te interesas en el tipo de literatura que atrae a Wanda? —le preguntó Tomás con evidente intención de continuar el tema.

—No, pero es una veta atractiva —respondió Carmen de manera escueta y dirigiéndole una sonrisa a Wanda. Esa segunda sonrisa de Carmen en la velada era una sonrisa de complicidad, aunque tampoco podía disimular su nerviosismo. De los tres era Carmen quien más nerviosa parecía, y pese a sus esfuerzos no podía disimularlo.

En ese momento Tomás se preguntó si no habría una vida secreta entre Matilde y Carmen de la que él permanecía ajeno. ¿Los videos en su poder reflejarían todos lo encuentros entre ambas mujeres? ¿No tendrían también sus momentos íntimos a su costado? ¿No le estaría mostrando Matilde sólo lo que ella deseaba que él viera? Y si en esos momentos Wanda era todavía más cruel, si cabalgaba sobre Carmen, si la pateaba, si la hacía ladrar y gruñir como el personaje de Naná. ¿Qué deliciosas jornadas se estaría él perdiendo? No podía evitar imaginándolas lejos de su alcance, solas en el departamento de Carmen. Wanda leyendo alguno de sus textos preferidos para luego recrear las escenas entre ambas.

—Te has quedado pensativo —le dijo de pronto Wanda con una sonrisa irónica en los labios.

—Pensaba en ustedes —contestó Tomás

—¿En nosotras? —le inquirió Wanda—. ¿Qué piensas de nosotras?

—Deben de disfrutar mucho su comunidad de intereses —respondió Tomás. Quiso haber dicho algo más sutil, algo que hiciera alusión a la relación existente entre ambas pero se contuvo.

—Realmente la disfrutamos —intervino Carmen. Luego de pronunciar esas palabras miró fijamente a Wanda como instándola a que fuera ella quien prosiguiera. Entonces Wanda dijo:

—Tomás, eres mi mejor amigo, y quiero confiarte algo. Tú me conoces, y lo que quiero decirte es que Carmen y yo somos... bueno, no estamos en pareja, pero nos relacionamos. ¿Entiendes, verdad?

En ese momento Tomás creyó percibir una sensación de alivio en el rostro de Carmen. Ahora comenzaba a comprender, era como una presentación en sociedad, era como darle un poco de publicidad a algo íntimo, a algo que Carmen debía de estar viviendo como un peso.

—Lo entiendo —dijo Tomás mientras trataba de desentrañar los planes de Matilde. Si el almuerzo lo había sorprendido sobremanera ahora estaba todavía más absorto. Wanda, su propia creación, su otra vida, se estaba escapando de su control.

Tardó unos segundos en recomponerse y entonces dijo en tono formal:

—Te agradezco por la confianza Wanda. Y enhorabuena —exclamó levantando su copa y dirigiéndose a ambas mujeres. Él y Wanda sabían que era un festejo fingido.

—Te dije que era mi mejor amigo —dijo Wanda mirando a Carmen. Ambas se sonrieron—. ¿Estás contenta?

—Sí —le respondió Carmen—. Lo que has hecho me dará fuerzas suficientes para hacer lo que debo.

—¿De qué hablan? —las interrumpió Tomás, extrañado por el diálogo que se había entablado entre ambas.

—Es que Carmen quiere contarle lo nuestro a sus padres —comenzó a decirle Wanda—, y necesitaba que yo hiciera lo propio con alguien. Como no tengo familia ese alguien no podías ser más que tú, Tomás.

Todo empezó a dar vueltas en la cabeza de Tomás. ¿Cuál era el plan de Matilde? Entonces se dirigió a Carmen tratando de prevenir:

—¿Y cómo piensas que lo tomarán tus padres?

—Sé que mal —contestó ella—. Pero no me importa. Ellos sueñan para mí una familia normal, un esposo, hijos. Ah, los hijos, ya estoy cansada de la insistencia de mi madre con ellos. A veces pienso que no lo hace por mí. Pienso que es más la necesidad de ella de tener nietos que la mía de ser madre. Será un golpe duro, para ellos y para mí. Pero ya que eres tan amigo de Wanda puedo decírtelo, quiero consagrarme a ella.

—Debes de estar muy enamorada, Carmen —le dijo Tomás, tratando a la vez de hurgar en los ojos de Matilde. Una vez más, éstos le parecieron inexpresivos, fríos, como si fueran un escudo que hacía inaccesible su interior. Pero lo que más le impactó fue la palabra consagrarse. Ése es un término religioso, devoto, y Carmen deseaba a viva voz consagrarse a Wanda, como si Wanda fuera una especie de santa o la propia María que venía a redimirla a través de esa consagración.

—Lo estamos —dijo entonces sorpresivamente Wanda, antes de que Carmen pronunciara palabra alguna. Luego ambas mujeres se miraron y se obsequiaron una sonrisa como si Tomás no estuviera presente. Esta vez la sonrisa de Carmen era una sonrisa plácida, casi se diría que distendida.

El almuerzo transcurrió entre otros comentarios de menor trascendencia y cierta inquisición de Tomás hacia Carmen. No obstante, era Wanda quien controlaba las respuestas de su amante y quien, con sutileza, con delicadez calculada, iba poniendo los frenos o los avances a la conversación.

Cuando todo terminó, Wanda y Carmen se despidieron y Matilde se fue con Tomás supuestamente hacia la oficina.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó él mientras caminaban hacia Boulevard España a la búsqueda de un taxi.

—Jugando —le respondió ella con fría indiferencia.

—Vamos a tu departamento —dijo él parando un taxi que divisó antes de llegar a la avenida.

—Tengo una hora antes de mi primera cita —contestó ella subiendo al vehículo por la puerta que Tomás gentilmente había abierto para ella.

Una vez en el departamento de Matilde, Tomás se arrojó sobre el sofá y le pidió un whisky. Ella fue hasta el bar, sirvió un Chivas Regal con poco hielo y se lo alcanzó. Luego se sentó a su lado.

—Al fin la has conocido en persona —comenzó a decirle Matilde mientras deslizaba su mano hacia la entrepierna de Tomás. Empezó a acariciarlo rítmicamente por sobre el pantalón mientras le decía al oído—: Sabes, Carmen es tan complaciente, y tiene una fantasía oculta y poderosa —mientras hablaba comenzaba a notar en su mano la paulatina erección de Tomás. Bajó un poco su mano y tomó sus testículos—. La otra noche estuvimos en su departamento, creo que no te lo conté. La desnudé totalmente y la hice sentar en el piso frío. Luego le leí unos párrafos de La guerra de las mujeres. ¿Sabes lo que es La guerra de las mujeres? —le preguntó mientras desabrochaba el pantalón de Tomás y extraía su miembro ya totalmente erecto por influjo de las caricias.

—No, no lo sé —respondió él en un gemido.

Los dedos de Matilde jugaban delicadamente con el pene de Tomás. Sin dejar de hacerlo comenzó a contar:

—Ocurrió en el año 800 después de Cristo, en la actual República Checa. Las mujeres derrotaron y esclavizaron a los hombres en un poblado. Como ejemplo de su poder Sarka y Vlasta, las dos mujeres líderes, sometieron a tortura a Ctirad, un mensajero de los hombres que aún permanecían libres y que había sido enviado con el fin de llegar a un acuerdo. Entonces ataron al infeliz y lo condujeron al mismo sitio donde antes los hombres castigaban a las mujeres adúlteras. Allí, le propinaron una salvaje golpiza hasta dejarlo como un ovillo de carne y sangre. Pero lo más refinado fue la idea de Sarka. Ató una cuerda al pene y a los testículos del desgraciado y el otro extremo al arnés de su caballo. Entonces lo arrastró a la vista de todas las mujeres que a su paso lo golpeaban. No contentas con eso Sarka lo castró con su cuchillo, pero con sumo cuidado para que no muriera desangrado. Luego le vaciaron los ojos y le seccionaron las tetillas. Finalmente, el pobre hombre fue arrojado a un pozo, donde las mujeres lo orinaron y defecaron hasta que murió.

El pene de Tomás seguía erecto entre los dedos de Matilde, quien luego de la historia comenzó a lamerlo lentamente. Lo introducía en su boca y enseguida lo sacaba para continuar narrándole:

—Carmen se excitó tanto con la historia que cuando terminé de contársela la vi masturbándose, desnuda en el piso frío, de rodillas, con los ojos casi extraviados. Gemía sola y yo me quedé un rato mirándola, sus gritos se hacían más y más fuertes.

Entonces Matilde se interrumpió y tomó entre sus dientes un testículo de Tomás, apretándolo sin llegar a herirlo. Tomás gimió.

—Gritas como Carmen —continuó ella soltando la presa de sus dientes para continuar la narración—. Había entrado en un trance. Se masturbaba furiosamente. Entonces yo me desnudé, me acerqué a ella. Estaba en tal trance que casi ni cuenta se dio. Tomé uno de sus pezones entre mis dientes y mordí, gritó, gritó, gritó y tuvo el mejor orgasmo de su vida.

Cuando terminó de decir, un violento chorro de esperma se incrustó en la cara de Matilde, el espeso líquido bañó sus mejillas y labios. Matilde cerró los ojos y se incorporó, acercó su cara a la de Tomás y éste comenzó a limpiarla lamiendo su propio fluido, como ya otras veces lo había hecho.

Tomás había conducido a Matilde al departamento para conversar, para inquerirle sobre sus propósitos, para recriminarle, para recordarle que era él quien tenía el control del juego. Sin embargo Matilde lo condujo por otros caminos. «La hábil Matilde», pensaba Tomás mientras recorría con la lengua el anguloso rostro empapado por su propio esperma.

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Copyright ©Andrés Urrutia, 2001
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Fecha de publicaciónAbril 2008
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