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La milonga

Antonio Libonati
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Lo único que sabía de él era que se llamaba Pedro, y ahora, por la Chola que vivía enfrente, que se le había muerto la madre la semana anterior. No pensó que ese sábado viniera a la milonga. Imaginó bailar con el Rodolfo, que, aunque le gustaba menos, estaba chiflado por ella. Le resultaba más divertido. Al fin y al cabo, bastante cosía de lunes a viernes.

Pero allí estaba Pedro. La cinta de luto en el brazo del traje gris le remarcaba las cejas; el bigote, la ternura de los ojos. Habían bailado varios sábados y presentía que en un mes o dos se le iba a tirar el lance. No quería apurarlo. Le encantaba que fuera respetuoso. Pretendía tenerlo para toda la vida, era cuestión de darle el filo de a poco. A ver si resultaba un cachafaz. La Chola le contó que en el barrio de Urquiza le hacían fama de guapo.

Bailaron los primeros tangos y mientras el cantor desde el disco decía «vine a buscar en mi vieja / aquellas hondas ternuras / que abandonadas dejé», él la apretó, y ella sintió que sus pechos se desbordaban sobre las solapas del traje gris.

Maldijo cuando, cesados los tangos, pusieron la característica. Él se fue a un rincón y se apichonó junto a la barra. De atolondrado se puso donde los mozos traían y llevaban platos y copas. De vez en cuando la miraba con disimulo y ella no podía contener las ganas de ir a protegerlo; pero no iba a hacérsela tan fácil.

El Rodolfo la sacó a bailar el «Baión de Ana». En un segundo se decidió. Aunque seguramente a Pedro no le gustara, ella tenía que mostrar que era una chica moderna, capaz de divertirse.

Bailó varios temas y, aunque el ritmo la absorbía, al pasar junto a Pedro, percibió una chispa negra en sus ojos.

Después de la cuarta pieza, Rodolfo la dejó en su mesa y se fue para los baños. Miró a Pedro, que se puso de espaldas, como esquivándola. Pero ella vio patente que tomaba de encima del mostrador un cuchillo y vio que lo escondía debajo del saco; después vio que iba para el baño. Cuando entró, ella pensó que se iba a desmayar. Menos mal que estaba sentada. La Chola seguía bailando y ella no se animó a avisar. A ver si la metían en un lío.

Después tocaron un ritmo nuevo, y el sonido la aturdía. Tan santito que parecía este Pedro y resultaba un criminal. ¿Tanto la querría?

Tocaban «Brasil», y tomó un vaso de la naranjada que le habían servido. Se calmó algo, pero le temblaban las piernas. Se imaginó en la tapa de Noticias gráficas.

Pedro salió del baño. Miró para todos lados. Dejó el cuchillo sobre el mostrador; ella se hizo la sonsa. ¡Pobre Rodolfo, lo habría despanzurrado! Pero, Pedro, ¿por qué no huía?, ¿esperaría que lo siguiera? Ella se tomó de la mesa.

Vio que se acercaba resuelto. Fantaseó que la levantaría en brazos para raptarla.

La sacó a bailar la marchinha, qué raro. Se aferró para no caerse y se abandonó en sus brazos. ¡Que sea lo que Dios quiera! Él, por fin sonriente, bailó con ritmo alocado y hasta se animó a soltarla.

Medio mareada observó, como dentro de un nube, que Rodolfo salía del baño. ¿Sería su alma? No, parecía él, vivito y chiflado como siempre. ¡Ay, ahora sí, se le escapaba el piso!

Cuando Pedro la hizo girar tomándola de una mano desde arriba de su cabeza, vio que le asomaba la cinta negra desde el bolsillo del traje gris.

Ya no tenía luto en el brazo. Había ido al baño para quitárselo. Qué dulce. Sin duda, Pedro era el hombre de su vida.

Él se detuvo un instante y abrió más los ojos, como asombrado de verla a ella tan feliz. Abrió las manos hacia fuera mostrando las palmas, como disculpándose o diciendo que ya no podía pretender más, que él también era feliz. Pero la sonrisa se le fue borrando y sólo quedó el asombro. Después cayó hacia adelante.

Detrás, estaban el Rodolfo y el cuchillo.

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Copyright ©Antonio Libonati, 2007
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Fecha de publicaciónJunio 2007
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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