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El legado

Héctor Lisonje
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Nadie se lo quiso decir en vida; o mejor dicho, nadie se lo supo decir como él merecía, con ese ritmo delicado, con esa virtud del tono y esa imprescindible paciencia. Y yo menos aún, porque tenía motivos fundamentales para callar, porque sospechaba que mi vida y mi ilusión dependían de que no llegara a saberlo. ¡Se parecía tanto físicamente mi tío a Flaubert, y era, por lo demás, tan involuntario y accidental el parecido y tan irascible su carácter! Dos rostros gemelos humildemente asociados por los espejos de todo un siglo. Un siglo de oscuridades, de distancias, de palabras, de luces poco a poco rebotadas para amasar de nuevo el mismo rostro soberbio y tutelar, la misma manera insolente y desconfiada de encarar la trascendencia. Eran iguales, nacidos de la casualidad, vientre de lo imposible. Ahora, los dos están muertos.

Había algo que me irritaba profundamente en ese parecido. No le encontraba justificación posible y para mí jamás fue cuestión pacífica. Un pretendido literato como yo sentía como un agravio el hecho de que mi tío iletrado hubiera sido revestido de ese don fascinante. Califico a mi tío de iletrado porque nunca leyó un libro, porque nunca le vi escribir otra cosa que los pedidos de su zapatería. Tomaba sus notas sobre los arrugados papeles de seda que envuelven los zapatos en el interior de las cajas, pero me es forzoso destacar que siempre lo hizo con caligrafía notable; como si con la mera perfección de esos trazos quisiera compensar sus muchas carencias culturales, cada vez que se le veía transcribir el encargo de un cliente parecía que estaba firmando un tratado de paz o redactando los párrafos finales e inútiles e intensamente patéticos de una tumultuosa carta de amor.

Pero yo no reparaba en nada de todo esto, o, si eventualmente lo hacía, no interpretaba esos esfuerzos otorgándoles su justa relevancia. Porque, aunque no supe juzgarlos en la forma debida, no faltaban indicios de creatividad en su existencia, y esa ceguera en particular sí me es imputable. Ese y otros signos de talento, siquiera parciales, no atenuaban mi molestia. Su zapatería, por ejemplo, estaba habitada por una atmósfera de cuento, y los zapatos salían de su trabajo ardientes y preciosos como si los hubiera reinventado en lugar de repararlos. No coincidían ni en el color ni en la forma con aquellos que unos días antes le habían entregado acompañados de instrucciones de refacción más o menos precisas. Los propietarios los recogían asombrados, o molestos, o sinceramente agradecidos por la evolución. Mi tío, sin embargo, no apreciaba transformación alguna y afirmaba que los veía iguales. Su magia de escritor seguía entrando en las cosas comunes para transfigurarlas, pero él se negaba a acatar con normalidad ese poder. Yo se lo señalaba una y otra vez porque en el fondo prefería estimularle a continuar la práctica de esas enigmáticas mutaciones en el calzado a la temible posibilidad de que se encaminara seriamente hacia el arte superior de la literatura. ¡Tonterías, los zapatos nunca cambian!, replicaba mi pobre tío con acento vagamente francés.

Me estremecía y extrañaba oírle hablar con ese acento. Nunca aprendió el idioma, nunca había estado en Francia pese a que durante la guerra civil hubiera recorrido muchas zonas fronterizas del norte de España. Luego, al acabar la guerra, su vida instintivamente azarosa perdió su carácter heroico y, sin el pretexto de la valentía, ya no tuvo a donde ir. Regresó al pueblo como se regresa a un amor descartado por una juventud de ensueños pero conveniente para una madurez de realidades. Su corazón era el mismo, pero sospecho que ya no lo conmovieron las mismas cosas. Había vivido toda su vida, agotado el total de sus experiencias, en el periodo de unos pocos años, y a su pulso rudo y humilde ya sólo se le imponía la tarea de sobrevivir. Con todo, aseguraba que la guerra no supuso para él una toma de conciencia definitiva, que tanto dentro como fuera de ella la vida era algo absurdo y doloroso. Mostraba las heridas sin orgullo, levantándose ligeramente la camisa cuando alguien se lo pedía: también mostraba sin vanidad el rostro cansado. Un balazo en el fémur le reportaba el inseparable bastón de su elegancia, el prestigio de una cojera que recordaba ávidamente la malograda causa de la justicia. Conservaba de las trincheras su predilección por la invisibilidad y la paciencia, por los espacios cerrados y protegidos. Pero él apenas reconocía esas secuelas, del mismo modo que no reconocía su parecido con Flaubert.

Por suerte, casi nadie en el pueblo conocía el rostro de Flaubert. Esa ignorancia calmaba mis temores, porque contribuía a desarticular el riesgo de comparaciones, y con ello decaían a un tiempo la admiración o la envidia que pudiera suscitar un rostro ilustre circulando entre vecinos que sentirían su presencia como una ofensa a su inferioridad o una bendición a su modestia. En cambio, sospecho que alguno de ellos, tal vez uno de sus pocos amigos, debía de haber descubierto la identidad entre Flaubert y mi tío: difícil imaginar que pudieran pasar inadvertidas las mismas patillas, el mismo bigote, los mismos ojos vidriosos flotando en el plano de la inmortalidad, los mismos trajes, que parecían arrebatados a un suntuoso fantasma de aquel tiempo, la exasperada dignidad de la expresión, el pecho amplio de la respiración orgullosa, el hondo juego de contrapesos que vertebraba el porte de un magisterio universal. En cualquier caso, todos cuantos acertaron a discernir la semejanza y aun así desdeñaron la tentación de difundirla, por pocos que fueran, dieron muestras de una discreción asombrosa que no hubiera sido capaz de agradecerles. Incluso en el seno de la familia, donde ese parecido era un hecho admitido, debatido y resuelto, también se respetaba, para mi alivio y mi salvación, ese irracional pacto de silencio. Nunca nadie le habló de Flaubert. Y mi tío, cada día más Flaubert, adentrándose de la mano de los años en las maravillas de la simetría y el parecido, nunca dijo nada.

Pero la ausencia de comentarios entre la gente del pueblo no se podía atribuir exclusivamente a la ignorancia generalizada de la imagen de Flaubert. Tampoco eran demasiados los que conocían el rostro de mi tío. Sus hábitos, recelosos y solitarios, lo alejaban de toda complicidad. Salía a pasear muy temprano, aún de noche, describiendo trayectorias cortas y circulares por un camino de álamos que iluminaban farolas de pesadilla, y cuando regresaba a la zapatería tras la breve caminata todavía no había terminado de salir el sol. Abría la puerta como si se estuviera robando a sí mismo, con el mayor sigilo para no despertar un saludo, para no invocar una curiosidad. Todas las tardes engrasaba la cerradura para que un ruido inoportuno no perturbara con esas trabas los esfuerzos de su independencia. Ya no abandonaba el negocio durante todo el día, hubiera o no encargos, aunque su volumen de trabajo era muy escaso en los últimos tiempos porque se extendió el rumor de que ya no veía bien, de que algo estaba desgastando su vista y de que pegaba puntazos que descomponían las botas o que las hacían inutilizables y dolorosas. Me amargaba imaginar que ese régimen de vida riguroso y apartado y ese quebranto de sus ojos respondieran a las exigencias abrumadoras y crecientes de una obra secreta. Me preguntaba con terror si escribía, si había descubierto el parecido, si de algún modo Flaubert imitaría a Flaubert. ¿Dónde quedarían mis propias ambiciones como escritor si mi tío, miembro de ese horrible espejo de uno mismo que es la familia, se ejercitaba día y noche en una aspiración análoga? ¿Qué sería de mi vida si la única justificación de mis fracasos y mis esperas sucumbía a los rigores de una competencia tan sensacional? ¿Adónde iría a buscar consuelo, en qué terreno novedoso para mi imaginación e inconcebible para mi soledad habría de explorar mis treguas y concertar mis compasiones en el caso de publicarse una sola de sus tentativas que, por fugaz e imperfecta que fuera, superaría de forma dramática mis construcciones literarias más escrupulosas, que yo sabía malas y laboriosamente superficiales (es decir, hechas de mera apariencia, de profundidad prestada por juegos de perspectiva y no de estricta invención), pero que solía depurar de sus muchas pobrezas ideando inmensos aparatos justificatorios que acaso constituyeran con el paso del tiempo y la esterilidad mi obra más fiel y la más precisa proyección de mi alma, y que las más de las veces se resolvían en tesis que acudían a la excusa del boceto, del proyecto parcial, presentando mis trabajos como los elementos fragmentarios y perezosos, pero sin cesar incipientes, de una portentosa obra eternamente futura? Con esa obra magnífica lograba embaucar mi presente mediocre, con esa proyección rutinaria de un yo imposible y remoto me salvaba de admitir la prueba agotadora de mi ineptitud. Pero, tan pronto me acosaban con una nueva duda (que un gesto inocente de mi tío bastaba para revitalizar porque mi resquemor interpretaba como agravios los silencios y como pruebas las palabras), solía reprender en mí mismo estas ideas vergonzosas, porque, arrepentido de mi atrevimiento y de su más que humillante motivación, recordaba de golpe, abochornado, que mi tío, a salvo de aquella rara habilidad para la caligrafía, era casi analfabeto.

Llegó la primavera y mi tío murió señorialmente, sin llantos ajenos ni súplicas propias. Ni los sedantes ni los rosarios estaban diseñados para su fortaleza, y a las diez de la noche repudió la extremaunción con un manotazo semiinconsciente que hizo saltar el crucifijo desde las manos del sacerdote hasta el suelo, donde el cristo de bronce se separó de la cruz con un sonido de blasfemia. A pesar de ese incidente, me confortó que en su actitud no se trasluciera la inquietud propia de quien deja contra su voluntad una obra inconclusa. Lo veía apaciguado, conforme, en ese nivel de consentimiento hacia el pasado que nos acerca suavemente al olvido y al perdón. Todos los que le rodeábamos nos sentíamos extremadamente pequeños, como si hubiéramos asistido a la agonía tranquila y viril de un gigante. «Ha muerto Flaubert», dijo uno de sus hermanos mientras me ponía una mano en el hombro. «Ha vuelto a morir», dije yo para no desperdiciar una ocasión de ingenio, mientras contemplaba el blanco cuerpo inmóvil y el rostro sereno de ese anciano admirable que había resistido sin una queja los chantajes del dolor.

Un mes después, a las nueve de la mañana del 5 de junio de 1980, recibí una llamada telefónica. Se trataba del notario que había otorgado los actos de la sucesión; me notificó que había sido beneficiado con el legado de un libro y de unos viejos cartuchos de munición y de un fusil de guerra. «Unos días antes de fallecer me dictó su voluntad de favorecerlo con esas mandas que, aunque parezcan de escaso valor económico, son en verdad magníficas. El fusil es una pieza de museo que pesa en los brazos como toneladas de historia, como un silencioso margen de sentimiento y rebeldía; la munición, que ya no se fabrica y que por la mala calidad del metal se ha deteriorado en exceso, sugiere luchas antiquísimas, como de un hombre litigando con su propio destino; pero, por encima de lo anterior, créame cuando le digo que el libro no es un libro común», me advirtió el notario con una excitación algo inexplicable, «no un libro cualquiera escrito por alguien cualquiera, sino un libro escrito por él mismo. Está desencuadernado, un manuscrito de desordenadas hojas sueltas, aunque más que de folios convencionales está compuesto de papeles arrugados y traslúcidos de esos que sirven para...» El notario calló un instante, reajustando la voz y escogiendo el tono que convenía a su función. «Disculpe la intromisión», prosiguió rebajando el énfasis inicial, «pero su tío guardaba un parecido sobrecogedor con... Por eso el libro se me antoja crucial, algo ciertamente definitivo en nuestras vidas.» Hubo unos segundos de silencio durante los que volví a sentir toda la presencia atroz del parecido amenazando la coartada cobarde de mi vulgaridad. Considerada al margen de mi interés, la noticia que me ofrecía era formidable, y después de todo no podía reprochar al notario, hombre instruido, que observara esa actitud exaltada. A ambos nos torturaba la curiosidad, ambos éramos conscientes, aunque por motivos bien distintos, de la extraordinaria relevancia del acontecimiento. Yo continué sin pronunciar palabra. «No puedo examinar el contenido del libro hasta que usted venga», me rogó con una voz que temblaba en el vacío de la línea. «Además, he de informarle del hallazgo complementario, entre las escasas posesiones de su tío, de una fotografía de madurez de Gustave Flaubert, que, a mi parecer, había sido recortada recientemente de un libro porque sus bordes irregulares...» «Iré de inmediato», interrumpí finalmente, y, con un gesto de ira, colgué antes de que pudiera añadir nada más. Me pasé la mano incrédula por la cara, por la frente, por el pelo, y al momento me encontré llorando desesperado, dos dedos de la mano derecha apretando los lagrimales en torno a la nariz enrojecida, un balbuceo de protestas, una injuria atronadora hacia el notario, una maldición apenas musitada pero muchas veces repetida hacia mi tío. Mojé un pañuelo, me lo puse en la nuca, me tendí en el sofá tras servirme un whisky y liberar la encantadora serpiente de un jazz que me fue restregando su esponja relajante por el sudor de las sienes y el llanto de las mejillas. Pasaron los minutos, las horas. A mi alrededor sólo había el humo del cigarro recién encendido levantando dibujos en la oscuridad, la incipiente borrachera tras el vaso por cuarta vez vacío, el silencio del jazz extinguido y no repuesto. Me tranquilicé por medio de esas trampas del autodominio que nos sugieren que somos más fuertes de lo que somos y, poco a poco, me quedé muy quieto, fulminado, casi durmiendo. Temía ponerme en pie, como si la culpa y el odio que sentía pudieran aplastarme. Entre sueños comprendí que no acudiría a la cita, que en los días siguientes transmitiría al notario mi deseo de rechazar el legado. Ni siquiera sopesaba la posibilidad de tener ese libro abominable en las manos, de tomar contacto con él, menos aún de aceptarlo en depósito a título de mero detentador mientras se dirimían las previsibles disputas sobre los bienes hereditarios. Su posesión me envenenaría el alma, degradaría de un plumazo todos mis textos con el establecimiento de su incontrastable ideal. Conservar ese libro sin abrir durante años, relegarlo a la condición de trasto en un cajón del armario, metódicamente sepultado entre otros objetos por el horror a tropezar con él una de esas tardes de aburrimiento en que las cosas viejas nos llaman a la recapitulación y a la ternura, era algo del todo intolerable.

Al cabo de unos días, devolví la llamada al notario para manifestarle que no me interesaba hacerme cargo del libro. «Ya lo abrí, lo he leído y es sencillamente...», contestó con ansiedad culpable, y yo, tras interceptar el desmesurado adjetivo y agregar improvisadamente que, por el contrario, sí había decidido aceptar el fusil y la munición, le volví a colgar justo antes de que retornara a la carnicería del dictamen. Respirando entrecortadamente, con el vello de punta, como si la muerte me acabara de hablar en susurros acerca de la enorme probabilidad de un encuentro próximo, di una vuelta por la habitación cambiando maquinalmente cosas de lugar, moviendo objetos y armando ademanes al compás del sufrimiento. A pesar de la rapidez con que me deshice de la comunicación, me había dado tiempo a notar las lágrimas resbalando por su voz habitualmente tan mansa y jurídica, lágrimas de agradecimiento, de placer y de piedad. Esa circunstancia me bastaba para asentarme en la idea de que mi tío había culminado una obra excepcional. Lágrimas del notario que, por otra parte, coincidían en mi mente con la paradisíaca imagen del fusil que muy pronto sería mío. Apaciguado por la transitoria absolución que me brindaba esa expectativa, pasé toda la tarde deambulando por mis viejos textos como si caminara por un tejado inseguro en el que, tras mi paso dubitativo, fueran chillando las maderas y el polvo de innumerables huecos y desplomes, leyéndolos como eran y no como jamás serían, batallando sin reparos contra su insolvencia mortal, recordando ya sin rencor a mi tío, el viejo zapatero, recordando a Flaubert y su parecido prodigioso con el escritor genial que había resultado ser sangre de mi sangre sin ser yo mismo, pensando en lo maravillosos que serían por fin el mundo y la vida cuando tuviera entre las manos ese fusil entrañable destinado desde siempre a hacer justicia.

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Fecha de publicaciónMayo 2008
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