El 8 de noviembre fue mi cumpleaños. Me pareció que una buena manera de festejarlo consistía en entablar un diálogo con alguna persona desconocida.
Serían las diez de la mañana.
En la esquina de Florida y Córdoba detuve a un señor de unos sesenta años, muy bien vestido, con un maletín en la mano derecha y con cierto aire vanidoso de abogado o escribano.
—Discúlpeme, señor —le dije—, ¿usted podría por favor indicarme cómo debo hacer para llegar a la plaza de Mayo?
El señor se detuvo, me observó de pies a cabeza y me contestó con una pregunta ociosa:
—¿Usted quiere ir a la plaza de Mayo o a la avenida de Mayo?
—En principio me gustaría ir a la plaza de Mayo, pero, si tal cosa no fuera posible, me conformaría con ir a cualquier otro lugar.
—Muy bien —dijo, ansioso por hablar y sin haberme prestado la menor atención—. Tome hacia allá —señaló el sur—, y va a cruzar Viamonte, Tucumán, Lavalle...
Me di cuenta de que iba a encontrar placer en enumerar las ocho calles que yo debería cruzar, y entonces decidí interrumpirlo:
—¿Usted está seguro de lo que dice?
—Absolutamente seguro.
—Discúlpeme si dudo de su palabra —expliqué—, pero hace unos minutos un hombre con cara de inteligente me dijo que la plaza de Mayo quedaba hacia allá —y señalé en dirección a la plaza San Martín.
El señor se limitó a decir:
—Será alguien que no conoce la ciudad.
—Sin embargo, como le decía, era un hombre con cara de inteligente. Y yo, como es lógico, prefiero creerle a él, y no a usted.
Mirándome con severidad, me preguntó:
—A ver, dígame, ¿por qué prefiere creerle a él antes que a mí?
—No es que yo prefiera creerle a él antes que a usted. Pero, como le dije, ese hombre tenía cara de inteligente.
—¡No me diga...! ¿Y yo tengo cara de burro, acaso?
—¡No, no...! —me escandalicé—. ¿Quién dijo tal cosa?
—Como usted dijo que el otro hombre tenía cara de inteligente...
—Es que, en verdad, era un hombre con un rostro muy inteligente.
Mi interlocutor mostró alguna impaciencia:
—Muy bien, caballero —dijo—, estoy bastante apurado, así que lo saludo y me retiro.
—De acuerdo, pero ¿cómo hago para llegar a la plaza San Martín?
Hubo en su cara un breve gesto de contrariedad:
—¿Pero no me había dicho que quería ir a la plaza de Mayo?
—No: a la de Mayo, no. A la plaza San Martín quiero ir. Nunca se habló de la plaza de Mayo.
—En ese caso —ahora señaló hacia el norte—, tome por Florida, y va a cruzar Paraguay...
—¡Usted me está volviendo loco! —protesté—. ¿No me dijo antes que tenía que tomar hacia el lado opuesto?
—¡Porque usted me dijo que quería ir a la plaza de Mayo!
—¡En ningún momento hablé de la plaza de Mayo! ¿Cómo se lo tengo que decir? ¿Usted no entiende el idioma o todavía está medio dormido?
El señor enrojeció; vi cómo su mano derecha se crispaba contra la manija del maletín. Me dirigió una frase que es preferible no repetir y se puso en marcha con pasos rápidos y violentos.
Daba la sensación de estar un poco enojado.
Como siempre, es un gusto leer a Sorrentino, su manera de plantar comportamientos de niño o de loco en los escenarios de la formalidad y el tedio. Hasta hay algo de sadismo cuando "el irritador" impide que el hombre del maletín se extienda placenteramente en la enumeración inútil de las calles. Me agradó la lucidez que demuestra en ese punto "el irritador", y cómo comprende al instante la satisfacción que esa criatura mecánica y laboriosa encontrará en semejante ejercicio de exactitud. Esa agudeza me pareció lo mejor del cuento, dos líneas capaces de explicar los mundos opuestos en que se mueven los personajes.
La verdad es que desconocía la cuentística de Fernando Sorrentino. He leído este cuento que nada tiene que envidiarle a las creaciones de Borges y he quedado profundamente atrapado por sus metáforas. Ha descrito perfectamente una situación que no pierde en sus palabras un poco del humor latinoamericano. Es un gran autor que yo acabo de descubrir en este cuento y que tiene una prolífica obra literaria, símbolo de una vida dedicada al mundo de la palabra como aire fundamental de sus dilemas cotidianos. Fernando Sorrentino es uno de esos escritores que los integrantes de mi generación encuentran inesperadamente en sus vidas por azares artísticos y logran que nosotros, que estamos sumergidos en un mundo digitalizado, exclamemos con asombro y respeto: ¡Qué gran narrador! ¿Cómo puede haber cometido el peor de los pecados?: ¡No haber leído nunca a Fernando Sorrentino!
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