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El enigma de Reginald Savage

Clark M. Zlotchew
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLa Biblioteca de la Universidad de Texas

Lo que se aprende por casualidad... Yo fui a Buenos Aires en julio/agosto de 1984 para entrevistar al mundialmente renombrado escritor Jorge Luis Borges y otros autores argentinos. Una noche me hallaba en el elegante apartamento de la calle Arroyo, como invitado de William Shand, el dramaturgo argentino nacido en Escocia. Entre los otros invitados había escritores con quienes yo me venía carteando hacía años, pero a quienes yo no había conocido en persona hasta aquella noche. Julio Ricci, quien había tomado el barco desde Montevideo para estar presente en esta reunión, estaba debatiendo acaloradamente con Fernando Sorrentino. Me acerqué a ellos.

El redondo rostro de Ricci estaba enrojecido. Se volvió a mí y casi me gritó:

—Bah, ustedes los norteamericanos tienen prejuicios en contra de nosotros los hispanos y en contra de las gentes del Tercer Mundo en general. Creen que somos inferiores.

Al hablar, agitaba unas hojas de papel. Al notar la sorpresa que yo registraba en la cara, sonrió y agregó:

—Ah, pero no te incluyo a ti, claro, Clark. Después de todo, tú estás aquí porque aprecias nuestra cultura. Me refiero a una actitud generalizada entre tus compatriotas.

Empecé a protestar cuando Sorrentino me interrumpió para explicar que esos papeles que Ricci tenía en la mano eran el manuscrito de un cuento titulado «Oil and Water» («El aceite y el agua») escrito por un estadounidense llamado Chuck Bradley.

—Es verdad, claro —dijo Sorrentino—, que este Chuck Bradley exhibe un aire de superioridad hacia los latinoamericanos. Pero Bradley no es más que un solo escritor, y no representa a nadie más que a sí mismo. Además —agregó, volviéndose a Ricci—, el término «racista», aunque lo apliqués únicamente a Bradley, sería una exageración grosera.

Ricci metió el índice casi en la cara de Sorrentino, y abrió la boca para continuar la discusión, pero yo le interrumpí.

—Pero, ¿quién es este Chuck Bradley, precisamente, y de qué clase de cuento se trata?

Sorrentino sonrió y se atusó el bigote. Dijo:

—Bradley no puede ser un autor de mucha importancia. Yo no he oído hablar de él antes.

—¿Quieres saber qué tipo de cuento es? —farfulló Ricci—. Toma, aquí lo tienes. Tenía el manuscrito agarrado entre pulgar e índice, extendió su brazo, frunció la nariz como si olfateara algo podrido, y me lo entregó. Por una fracción de segundo dudé; me sentí como si se me ofreciera un paquete de contaminación.

Más calmadamente, añadió:

—Me gustaría tener tu parecer después de que lo leas.

—Es en inglés —comenté como un cretino.

Sorrentino se rio:

—Sí, bueno, el cuento fue escrito por un norteamericano. Y vos sabés, los norteamericanos emplean el inglés, si no me equivoco.

Desentendiéndome de la sorna, pregunté:

—¿Cómo lo adquiriste, Julio?

—Lo encontré en el fondo de un armario de alquiler en el Edificio de la Autoridad Portuaria de Nueva York durante mi reciente viaje a los Estados Unidos —se detuvo y añadió—: Veo que tú nunca has oído de este... esta persona. Me alegro de saberlo, Zlotchew.

Después, al salir del apartamento, llevé el manuscrito (si hablo con precisión, fue un calco del original mecanografiado) a mi poco lujoso hotel (¿para qué emplear el malsonante término «barato»?) en Palermo, ubicado en la calle Juan B. Justo cerca de la avenida Santa Fe. Puesto que el Hotel Panamé (sí: Panamé y no Panamá) no suministraba calefacción sino a petición especial, típicamente por la mañana y la noche, en la recepción pedí que pusieran un poco de aire caliente en mi habitación durante una hora (era invierno en el Hemisferio Sur). Me metí en la cama y empecé a leer el cuento «Oil and Water» antes de dormirme.

Pude divisar, al dorso de la última página, la anotación «feb-52» en letras minúsculas escritas con lápiz. La narrativa resultó ser uno de esos típicos cuentos de aventura que solían aparecer en las «revistas para caballeros» durante los años 50 y 60. Contenía una módica dosis de sugestión sexual, la que en esa época relativamente inocente se habría considerado atrevida. La acción tiene lugar en Venezuela, cerca de las fronteras con Brasil y Colombia, en un imaginario yacimiento petrolífero entre las fuentes del río Atabapo, uno de los afluentes del Amazonas. El protagonista, Bob Johnson, se refiere con condescendencia al pueblo adyacente, Selva del Diablo, como un «pequeño puesto fronterizo de la «civilización»», la palabra «civilización» entre comillas.

Johnson es un tejano alto, delgado, rubio, de ojos azules. También es un hombre honesto de instintos decentes, pero que sabe manejarse muy bien en una pelea, si la ocasión se presenta. El antagonista, Pedro, es un venezolano picado de viruelas, trigueño, bajo de estatura pero musculoso. Se le retrata como un individuo sigiloso, lascivo, traidor y cruel. Es cobarde y echaría mano a cualquier medio para obtener lo que quiera.

Hay una venezolana hermosa, Pepita. Para dar una idea del estilo de Chuck Bradley tanto como de la actitud de su protagonista, a continuación cito directamente de «Oil and Water», en mi traducción del inglés, un pasaje que describe las primeras impresiones que Johnson tiene de Pepita:1

—¿Estás satisfecho, o quieres algo más?

Esta tentadora moza vestía una blusa que dejaba ver bonitos hombros y tenía un escote que no dejaba mucho a la imaginación. Al inclinarse sobre la mesa, mostraba bastante pecho. Al hacerme la pregunta en esa voz insinuante, ella me dirigió sus grandes ojos de chocolate. Y, bueno, he conocido a muchas mujeres, pero, hombre, esa latina apetecible hizo que me quedara con la boca abierta por unos segundos antes de poder concentrarme lo suficientemente como para contestar su pregunta. Dije:

—Pues, sí, querida, seguro que quiero algo más. ¿Qué me puedes ofrecer?

—Bueno... tengo mucho...

—Eso bien se nota.

—No me friegues, gringo. Quiero decir que el bar tiene mucho.

—Está bien, darlin’. Otro aguardiente.

—Vuelvo en seguida, gringo —y se fue como un péndulo con pollera.

Los obreros, según el protagonista, «habían venido de todas partes: Venezuela, Colombia, Brasil, Jamaica, Trinidad...» Había un grupo de chinos, un par de irlandeses y algunos italianos también, y, según el norteamericano, «quién sabe qué». Luego comenta: «En la vida había visto yo tantos colores de piel: había el blanco, el negro, el moreno, el amarillo, el rojo y todos los matices entre esos colores.» A continuación aclara lo dicho informando al lector sobre el hecho del mestizaje: «Hay mucha mezcla entre las razas allá.»

En el bar del pueblo, el idioma que sabe identificar, «entre toda esa algarabía», mayormente es el español, «pero también oía algo de portugués, que es como una especie de español chapurreado, y varias formas peculiares del inglés, algunas de las cuales yo casi no entendía, como el inglés de Irlanda o el inglés de los negros antillanos, y esa estrafalaria lengua de sonidos como cloqueos que suponía era algún tipo de dialecto indio.»

Pedro quiere poseer a Pepita, pero ella (naturalmente) prefiere al protagonista estadounidense. A Pedro le da celos la atracción que siente Pepita hacia el yanqui, y le da unas bofetadas a la joven al tiempo que le dice que le pertenece a él y a nadie más. El caballeroso tejano sin titubear acude a la defensa de la muchacha, y al hacerlo se ve obligado a llegar a las manos. Durante la pelea, los dos paran un momento para respirar, y Johnson bonachonamente le dice a Pedro que los dos han tomado demasiado aguardiente, le extiende la mano y añade: «Olvidemos todo esto para empezar de nuevo.»

Error. Pedro y la sanguinaria gentuza de la cantina interpretan el buen corazón del tejano como cobardía. Pedro rompe una botella y, tras llamar al héroe —y, a propósito, a todos los norteamericanos— cobardes, se lanza con la botella rota a la cara de su opositor. Por fin, Johnson le asesta a Pedro un golpe que le deja sin conocimiento. La gentuza, con el entusiasmo propio de los espectadores de una riña de gallos, grita: «¡Mátalo, yanqui, mátalo! ¡Gringo pendejo, mátalo ya!»2 Por supuesto, Johnson no sigue ese consejo. Pepita riñe a su benefactor, «Tonto, dejas levantar cabeza a tu enemigo: tienes dos enemigos.»

Para vengarse, Pedro hace un arreglo con los feroces indios chubacari para que secuestren a Pepita. El norteamericano contrata a guías de la apacible tribu chibcha para que lo lleven en canoa al territorio de los chubacari, pero lo abandonan al borde de ese territorio. Los guías huyen aterrorizados.

A machetazos el intrépido narrador labra un sendero por la selva tupida, y desde su escondite detrás de unos árboles, divisa a Pepita, quien está sujetada con estacas cara arriba sobre la tierra en el centro de la aldea chubacari. Está desnuda. De pie junto a ella, regodeándose, están dos de los salvajes, también desnudos, pero con cuentas multicolores en el cuello, una cuerda que rodea el talle para sostener un cuchillo y diseños pintados en el cuerpo. Johnson se maravilla al ver que Pedro está con ellos. Para que se sepa lo que sigue, cito textualmente de «Oil and Water»:

De pie, mirándola [a Pepita] desde arriba, se reían y se mofaban de ella. Le mascullaron [los chubacari] algo a Pedro y él contestó en la lengua bárbara de ellos. Luego le habló a Pepita en español. Pude captar lo suficiente de lo que hablaban como para comprender que Pedro gozaba sobremanera haciendo saber a Pepita lo que podía esperar del día siguiente. Parecía estar describiéndole muy detalladamente los tormentos que tendría que sufrir. No lo entendí todo, pero a juzgar por la expresión de su cara tenían que ser bastante horribles.

Luego Pedro dijo algo que me dio ganas de correr derecho a él a sacarle las tripas con mis manos al hijo de puta, pero me contuve. Él le echó en cara esa ocasión en que ella había dicho que no era como las otras chicas del Bar La Gloria. Pedro añadió, muy despacio y en un tono muy cruel: «Así que tú no te arrastras por el fango, ¿eh? Bueno, mañana sí que te vas a arrastrar.» El hijo de puta se rio con una risita tonta y prosiguió. «Sí, vas a arrastrarte mañana. ¿Que sólo atiendes las mesas y nada más, eh? ¿Y que tú eres la que decides quiénes son tus amigos? Bueno, mañana vas a hacer mucho más, y con todos mis amigos, los amigos que he escogido yo.» Al pronunciar esta última frase, hizo un ademán que abarcó la aldea entera. «Sí, todos mis amigos. Y, por supuesto, conmigo también. ¡Ja! Pero descuida, chiquita», y al decir lo siguiente, su voz se suavizó con una ternura falsa, «no tendrás que vivir por mucho tiempo con el recuerdo, unos pocos días, no más...» Y soltó una carcajada loca, inmunda, y él y los tres chubacari volvieron a la choza.

Nuestro héroe espera hasta que la aldea se duerme, y entonces, usando un cuchillo, le corta los lazos que sujetan a Pepita, soltándola. Le da su propia camisa y huye con ella por la selva hacia el río Atabapo. Al llegar a la orilla, hallan una canoa de guerra chubacari y cuatro guerreros. El tejano logra matarlos a todos, mete a la chica en la canoa y rema con la pagaya corriente abajo mientras les persiguen otras canoas de guerra.

La canoa se desliza debajo de unas ramas de las que penden plumas de colores vivos. Al llegar a este punto del río, los perseguidores se detienen puesto que, tal como le explica Pepita, las plumas señalan la frontera de su territorio, en el que los dioses les favorecen. Más allá las divinidades de los chubacari no les ayudan. Johnson y Pepita ven que los indios amarran a Pedro a un árbol. Pepita aclara que esto se debe a que, habiéndo perdido a sus víctimas proyectadas, los salvajes creen que los dioses favorecen a ella y al yanqui y están en contra de Pedro. Tras explicar esto al protagonista, «ella rio, con una risita que un niño pudiera soltar al ver que una persona mayor que le ha estado fregando se cae por la escalera.» Johnson comenta: «Me turbó.» Este detalle, naturalmente, haría hincapié en la decencia norteamericana yuxtapuesta al sadismo extranjero. A continuación Pepita urge con júbilo: «Vamos a quedarnos aquí para ver cómo lo hacen... Ese cochino asqueroso. ¡Vamos a mirarlo!»

El tejano comenta: «Bueno, carajo, eso ya pasa de la raya», y la regaña por ser tan sedienta de sangre. Ella le dirige «una mirada de desprecio», y con sorna dice: «Aaayy... Estos gringos... tanta compasión.» Johnson aclara: «Y créeme, no lo dijo en son de cumplido.»

Johnson informa al lector que él y Pepita pasaron el mes siguiente «juntos, pero muy juntitos, ya me entiendes,» pero al final los dos se dan cuenta de que «no eran piezas del mismo rompecabezas. Nos combinamos más bien como aceite y agua.»

Johnson notifica a la compañía petrolera de su intención de dimitir y vuela a Houston, vía Caracas. El autor hace que su narrador explique filosóficamente «si dos personas abrigan maneras muy diferentes de apreciar la vida, eso no quiere decir necesariamente que una tenga razón y la otra no. No, no es así. No significa nada más que no son de la misma madera, como el aceite y el agua, y como el aceite y el agua no pueden mezclarse, aunque se esfuercen por hacerlo.»

Al leer el cuento, iba comprendiendo que, teniendo en cuenta la actitud de los otros personajes, esta opinión tolerante del narrador lisonjeaba al lector estadounidense, haciéndole pensar que todos nosotros, los norteamericanos, somos buena gente y que el resto del mundo se compone de malvados. El héroe anglosajón tiene el alma tan generosa que ni siquiera juzga a aquella gente malvada e inferior que vive «allá abajo». Pude comprender por qué había estado tan agitado Julio Ricci. Y, claro, uno podría calificar el cuento como racista. No obstante, la sociedad estadounidense de los años cincuenta fue muy diferente de la sociedad actual, y probablemente sería justo tener esto en cuenta al juzgar a Chuck Bradley. Después de todo, Fernando Sorrentino creía que Bradley tenía una actitud superior, pero no plenamente racista. Es más, creía que Ricci no tenía razón al decir que la perspectiva de Bradley reflejaba la actitud de los norteamericanos de hoy en día.

Es curioso; el asunto no terminó con mi lectura del cuento en Buenos Aires. Surgieron unas secuelas fascinantes varios meses después.

Un viernes por la tarde del semestre otoñal de 1984, me encontraba en el centro de Fredonia. Estaba tomando una cerveza en el restaurant-bar Barker Brew con Dave Lunde, el escritor residente de la Universidad local. Hablábamos de la ciencia ficción norteamericana, o más bien, era él quien hablaba de eso; lo que hacía yo era escuchar sin mucho entusiasmo, ya que mentalmente estaba vagando por allá en la Argentina. De golpe, Dave dijo algo que me sacó de mis ensueños.

—¿Quién? —interrumpí.

—¿Cómo...? Ah, Reginald Savage se llama. ¿Por qué?

—No, no. El otro nombre...

Dave me miró unos momentos, los ojos entornados. Luego negó lentamente con la cabeza y sonrió:

—Y ¿cuántas cervezas dijiste haber tomado antes de mi llegada? —dijo con sorna.

—No jodas. ¡Dímelo de una vez! ¿El otro nombre...?

Con impaciencia Dave atusó los cabos rizados de su bigote estilo Salvador Dalí y suspiró.

—Yo decía — me aclaró— que Reginald Savage, uno de los mejores narradores de la ciencia ficción de la década de los cincuenta, a veces escribía cuentos para esas revistas para caballeros bajo el seudónimo de Chuck Bradley, y que...

—¡Eso es lo que creí oír!

—Bueno... ¿y...?

—¿Por qué empleaba un seudónimo?

Dave se rio:

—¿Nunca has leído uno de esos cuentos de Bradley...?

—Resulta que sí. Sólo uno.

—¿Cuál?

—El que se llama «Oil and Water».

—Creo haberlo leído yo también —dijo Dave—, por curiosidad, nada más. Lo encontré en una de esas revistas que contienen cuentos de aventura para hombres, y muchas fotos de mujeres medio vestidas. ¿Es que te interesa Savage?

—Me interesa Bradley.

—Da igual. Mira, métete en la Biblioteca Reed de la Universidad. Gary Barber te ayudará a encontrar información sobre Savage, o Bradley, o como quiera que sea.

Gary Barber no se limitó a indicarme dónde podía hallar mucha información sobre Reginald Savage (alias Chuck Bradley) en la Biblioteca Reed, sino que también me informó que la Biblioteca de la Universidad de Texas, recinto de Austin, tenía toda una colección sobre Savage, incluyendo una serie de cartas escritas por Savage a varios amigos, colegas y editoriales. Además, la colección contenía cartas dirigidas a Savage. Volé a Austin durante las vacaciones de invierno con el fin de estudiar esa correspondencia. Varias de las misivas arrojaban luz sobre los antecedentes de «Oil and Water», la cuestión del seudónimo y la personalidad del hombre. Por ejemplo:

18 de diciembre de 1951

Querido amigo (nombre ilegible),

Como sabes, me estoy desanimando de verdad. De hecho, hace tiempo que estoy deprimido. A mí me gustan mis escritos de ciencia ficción; creo que son buenos. «Naturalmente», dirás. Pero también a ti te gustan, a otros amigos también les gustan (pero, ¿son parte desinteresada?), y sin embargo a los que publican las revistas no les gustan; de hecho, creen que son una porquería, por no decirlo menos cortésmente. Siguen rechazándome los cuentos, la mayoría sin hacerme el favor de siquiera comentarlos. Y los pocos editores que se toman la molestia de comentar echan mano al término «inverosimilitud», o dicen que me baso demasiado en «trucos» o «artefactos», o que hay una «falta de sabor humano», etc. Tú sabes.

Sea como fuere, mientras espero que el mundo esté listo para mi ciencia ficción, he decidido escribir el tipo de cuentos que sé a ciencia cierta que querrán publicarme y que me pagarán. A ti no te van a gustar los cuentos (a mí tampoco, en verdad), ni usaré mi nombre verdadero para firmarlos. Pero, hay que dar al público lo que exige, ¿verdad?

El resto de esta carta no tiene importancia. En otra carta fechada el 4 de enero de 1952, dirigida a una persona denominada «Querida Peggy»,3 Savage dice:

He obrado científicamente, estudiando minuciosamente el mercado. Siento que podría escribir con éxito para las «revistas para caballeros», como esas publicaciones pertenecientes a United Magazine Services, Inc., especialmente la que se llama Hero, que tiene muchísimos lectores en los estados de Texas, Oklahoma y Colorado. Ahora bien, ¿qué te dice esta información? A mí me dice que una proporción considerable de los lectores está conectada de una manera u otra a la industria petrolera. Por eso, creo que la mayor parte de los lectores probablemente han trabajado —o piensan trabajar— en yacimientos petrolíferos del extranjero tanto como nacionales.

A continuación Savage le explica a Peggy que él creía que sería más fácil ubicar la acción de su cuento en Venezuela porque los presuntos lectores, aunque hubieran trabajado en ese país, no conocerían las costumbres locales lo suficientemente bien como para poder sospechar que sus escritos no eran convincentes. Le habría sido difícil haber ubicado la acción en Texas, por ejemplo, porque Savage (o Bradley) no sabía nada de las condiciones en esos yacimientos petrolíferos ni en los pueblos adyacentes, mientras que los lectores probablemente las conocían bien. En esas circunstancias, Savage aclara, fue más fácil escribir sobre Venezuela, paradójicamente, aunque no había estado allá jamás, que escribir acerca de Texas, Oklahoma o Colorado.

No conocía ni Venezuela ni esos estados del Oeste de los Estados Unidos, pero tenía más datos sobre Venezuela (por sus lecturas) que sus futuros lectores, o por lo menos, así lo creía. Pero era indiscutible que él sabía mucho menos que los proyectados lectores acerca de esos estados del Oeste.

Aun así, colocó una salvaguardia adicional en el cuento —y al hablar de esto muestra mucho orgullo por su propia astucia—: localizó la acción en unos espurios yacimientos del sur de Venezuela cerca de las fuentes de los afluentes del Amazonas en vez de situarla en los bien conocidos yacimientos del lago Maracaibo en el norte del país. Después de todo, razonó, algunos de los lectores habrían trabajado sin duda en los yacimientos de Maracaibo y se habrían dado cuenta de que el escritor no los conocía en absoluto.

En su carta del 2 de febrero de 1952 a Jack Perloff, uno de los poetas de la «Generación Beat», Savage admite, con cierto sentido de culpabilidad, o de vergüenza, que en «Oil and Water» recurría a las sensibilidades de hombres que él creía eran semejantes a tantos de los marineros que había conocido durante su servicio con la Armada, sobre todo los que procedían de los estados del Sur. Por eso el héroe sería el norteamericano arquetípico: blanco, anglosajón, protestante. Además, sería superior física, mental y moralmente a los venezolanos que lo rodeaban. De esta manera, calculaba Savage, el lector ordinario de Hero se identificaría con el protagonista y recibiría la recompensa de «sentirse superior» por haber leído el cuento.

«Uno quiere divertirse», escribe Savage, «y la mayoría se divierte siendo espectadores de actividades muy físicas y que son fáciles de comprender, sobre todo las que se perciben visualmente. Y es por esto», continúa, «que el fútbol [americano] y el béisbol, y los deportes en general, son tan populares. Y el cine, especialmente si se trata de las películas que tienen una fuerte dosis de sexo y violencia. En otras palabras», dice, «los más no quieren tener que pensar; prefieren repantigarse para ser estimulados en un nivel instintivo por emociones ajenas, indirectas.» Agrega: «Pero también les encanta ser adulados, sentirse superiores. Bueno, todo eso también lo hace “Oil and Water” para ellos.»

Obviamente, las investigaciones que había llevado a cabo Savage valieron la pena; el cuento apareció en Hero, y, citando a Savage, recibió «un cheque tremendo».4 Para él este cheque representaba no solamente ganancias materiales, sino que alimentó, confiesa, su amor propio de la misma manera en que él había ideado el cuento para alimentar el amor propio del lector. Fue como si le «felicitasen por una tarea hecha con esmero», escribe Savage. Y la «tarea» fue la de satisfacer al público lector —o por lo menos, un sector bastante nutrido de él— en lugar de intentar satisfacer sus propias necesidades artísticas.

Es interesante notar que en esta comunicación Savage echa mano del término «coito» para representar la satisfacción de las necesidades del público de parte del artista, de acariciar al público, digamos. Este procedimiento, Savage lo opone a la «masturbación» de complacerse a sí mismo del artista, permitiéndose el lujo de satisfacer sus propias sensibilidades artísticas. (Estas referencias al erotismo me llevan a preguntarme si el término prostitución pudiera ser más exacto que coito, teniendo en cuenta que Savage llevó a cabo el acto artístico por lucro y no por amor. Pero todo eso tal vez no venga al caso.)

Para mí, otra carta tiene interés especial porque trata de un problema lingüístico. Esta carta, fechada el 14 de febrero de 1952, va dirigida al Profesor A. Bolognesi de Harpur College (hoy en día parte de la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton). En ella, Savage alude a «Getting the Message,» un cuento suyo sin publicar, un relato que él obviamente considera muy superior a «Oil and Water». En este cuento inédito, que tiene lugar en una mítica nación centroamericana, utiliza una dicción correcta, reservada y discreta, un inglés bastante formal, un lenguaje destinado a sugerir que debemos sobreentender que los personajes hablan español, su propio idioma, y no un inglés chapurreado.5

En contraste, los venezolanos de «Oil and Water» hablan inglés con fuertes acentos hispanos. Savage explica que él había hecho que este acento fuera plenamente obvio, casi una parodia, usando una ortografía inglesa especial para representar la pronunciación hispana. A esta técnica Savage la denomina «dialecto visual».6 Además, como señala Savage, el «manejo inexperto del inglés, siempre considerado un indicio de estupidez por aquellos [anglohablantes] que de veras no son ellos mismos muy inteligentes»,7 apoyaría la meta de prestarle superioridad al lector cuyo inglés presuntamente era perfecto, «es decir, era su lengua materna».

El lector, Savage estaba convencido de esto, no se tomaría la molestia de reflexionar sobre el que su incapacidad para hablar el idioma del país en que se encuentre —sea Venezuela, la Arabia Saudita o cualquier otro país— pudiera indicar un defecto personal de su parte. Ni se le ocurriría que el inglés que los nativos hablan con soltura —aunque no lo pronuncien perfectamente bien— pudiera representar un logro envidiable.

En fin, Savage comprendió el espíritu de la época y del lugar, escribió para un público determinado, y por eso tuvo éxito. Sus cartas delatan el orgullo que experimentaba por esta hazaña, y se congratulaba por haberles suministrado placer, «verdadero placer», a sus prójimos.

«Oil and Water», por supuesto, no fue sino el primero de toda una serie de cuentos semejantes publicados en Hero y revistas similares. Estos cuentos, bajo el seudónimo de Chuck Bradley, eran su soporte principal hasta que su ciencia ficción por fin logró una acogida general. Y con esa acogida se hizo famoso, con su nombre verdadero, Reginald Savage. Al mismo tiempo adquirió riquezas materiales, todo basado en su ciencia ficción. Me inquietaba algo: repetidas veces Savage afirma que siente orgullo por haber escrito y vendido «Oil and Water» y otros cuentos semejantes (y personalmente, creo que son documentos valiosos para un estudio de la época), sin embargo, para esos cuentos ¡usaba un seudónimo! Si estaba orgulloso de esos cuentos, ¿por qué los firmaba con el nombre de Chuck Bradley? Me parece obvio que no deseaba ser conocido como el autor de aquellas obras; sólo quería recibir sus cheques.

Lo antedicho, con toda la fascinación que pueda tener, pierde brillo comparado con los hechos sorprendentes, casi increíbles, que estoy por relatar. Me enteré de la profundidad de su vergüenza de ser el autor de «Oil and Water» a fines de junio de 1985.

Yo había presentado una ponencia, «Borges, Omar and Amoral Fiction», en el Symposium on Borges/With Borges (Simposio sobre Borges/con Borges) celebrado en Allegheny College en Meadville, estado de Pensilvania. Jorge Luis Borges estuvo presente durante los cuatro días del evento, y se acordó de mí y la entrevista que le hiciera en Buenos Aires el año anterior, lo cual me sorprendió sobremanera. Tuve la oportunidad de hablar con él largo y tendido durante el simposio. Una noche, de sobremesa, Borges me asombró al referirse, y cito textualmente, «al gran escritor norteamericano de ciencia ficción»: ¡Reginald Savage! Habló prolijamente acerca de la fértil imaginación de Savage y su concisión lingüística.

Resulta que muchas obras de Savage habían sido traducidas al castellano; no obstante, Borges había leído absolutamente todos los cuentos de Savage en el inglés original. A pesar de esto, desconocía por completo la obra (y aun la existencia) de Chuck Bradley. Habiendo averiguado esto, Borges me dejó atónito al afirmar, despreocupadamente:

—Sin duda usted sabrá, ¿no?, que Reginald Savage no fue su nombre verdadero —sin hacer una pausa (siendo ciego, no pudo haber notado el gesto de asombro pintado en mi rostro), Borges siguió—: Este... fue uno de los nuestros, claro. ¿Usted lo sabía?

Puesto que no recibió una reacción inmediata mía (yo estaba tan aturdido que no logré hablar por unos segundos), Borges parecía desconcertado. Creo que estaba aguardando algún indicio de que yo seguía viviendo. Por fin, me preguntó:

—Zlotchew, ¿todavía está?

Alcancé a balbucear:

—¿Uno de ustedes...?

—Sí. Es decir, este... que fue hispano. Pero, ¿no lo sabía?

Pasé unos momentos tratando de digerir esta información.

—¡¿Hispano?! No..., no lo sabía.

—Ah, sí, claro. Su verdadero nombre fue Nelson Rivera. Nombre curioso para un hispano, este, Nelson... Pero me han dicho que es bastante popular en Puerto Rico.

—¿Fue puertorriqueño?

—Bueno, nació en Jersey City, creo, estado de Nueva Jersey, usted sabe... Pero su madre fue portorriqueña y su padre fue español —un gallego— vía Cuba. Me llevó a conocer a su mamá en una ocasión, allá en 1959 o 1960, creo. Su papá había fallecido ya hacía muchos años.

—Savage, o Rivera —Borges continuó— había tomado mucho una noche. Este, este... Recuerdo con toda claridad un penetrante aroma a ron. Y estábamos conversando sobre el género de la ciencia ficción, y fue entonces que me habló de sus orígenes.

—Pero... ¿por qué diablos cambió su nombre?

—Motivos comerciales —Borges hizo una pausa—. Usted sin duda se acuerda de que era absolutamente necesario, durante los años 30, 40 y parte de los 50, para los astros de Hollywood y otros artistas, tener nombres anglosajones, para ser aceptados por las masas. O, por lo menos, así creían los magnates de la industria cinematográfica.

—Sí, es verdad.

—Claro. Por ejemplo, ¿se acuerda de Gilbert Roland?

—Por supuesto. Fue uno de esos galanes allá en la década de los 40, ¿no?

—Bueno, la verdad es que empezó a desempeñar esos papeles de galán en los filmes mudos de los años 20 (soy entusiasta del cine, ¿vio?) y actuó en docenas de filmes hasta el año 1979 o 1980.

—Bueno... pero, ¿qué tiene que ver eso con...?

—¿Sabe usted cuál fue su nombre verdadero, o dónde nació?

—No tengo la más mínima idea.

—Fue mexicano: de Juárez o de Chihuahua, no recuerdo cuál. Y este... su nombre verdadero fue Luis Antonio Dámaso de Alonso. Pero, ¿quién iba a atreverse a intentar pronunciar un nombre tan largo y tan raro en Hollywood? —Borges rio—. Así que lo cambió a Gilbert Roland. Mucho más fácil, ¿no?

—Pero, Borges... Había actores que tenían nombres hispanos...

—Sí, sí, claro: Ramón Novarro, Lupe Vélez, Leo Carrillo, César Romero... Pero estaban condenados a desempeñar exclusivamente papeles de hispanos u otros «exóticos». Usted sabe: esos bigotudos tenorios latinos o criminales o toreros o los equivalentes femeninos: esas coléricas pero apasionadas y picantes Pepitas y Rositas, mujeres toscas pero erotiquísimas. Esta situación limitaba estrechamente sus carreras, y al mismo tiempo apoyaba el ridículo estereotipo del latino.

Borges pensó un momento.

—Y había todos esos inmigrantes judíos o sus hijos: Bernie Schwartz, a quien conocemos con el nombre de Tony Curtis, Edward G. Robinson, que nació Emmanuel Goldenberg en Rumania, Danny Kaye, nacido David Kaminsky, John Garfield, nacido Julius Garfinkle, Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch...

Yo me quedé fascinado. Borges pensó un rato, y luego se sonrió.

—Y Rita Hayworth. Ah, sí, Rita Hayworth... —calló un momento. Sus facciones adquirieron por un momento la apariencia de un soñador, o de uno que vislumbra el paraíso. De nuevo empezó a hablar.

—Rita, se podría decir, tenía antecedentes tanto judíos como hispánicos; su apellido verdadero fue Cansinos, ¿vio?, de origen sefardita, como el gran poeta español Cansinos-Assens... —en esto, Borges golpeó la punta de su bastón contra el piso, como señal de que ya volvía al tema—. Bueno, sea como fuere, toda esa gente cambiaba sus nombres en aquella época. El fenómeno fue bastante extraño, visto desde el momento presente, ¿no?

—Sí —dije— pero no es así ahora...

—Gracias a Dios. Todo eso ha cambiado, claro, y me parece que ya estaba cambiando en los años 50. Aunque, más recientemente, existe el caso de ese actor, ¿como se llama...? Este... Martin Sheen, sí, Martin Sheen. He oído que es, o ha sido, muy popular. He oído que su nombre verdadero es Ramón Estévez. ¿Vio? Pero nuestro Nelson Rivera ya había cambiado su nombre legalmente a Reginald Savage allá por los años 40.

Estaba pasmado. Borges se había puesto de cara a mí (no podría decir que me «mirara», ya que era ciego) y se quedó así por lo que me pareció una eternidad, sin duda esperando alguna reacción mía. Por fin, pensando probablemente o que había abandonado la mesa o que era una especie de imbécil disfrazado de académico, se encogió de hombros, se volvió hacia María Kodama y empezó a hablarle de algún libro sobre el Japón que los dos estaban preparando.

Yo no he logrado encontrar evidencia escrita alguna en ningún lado sobre los antecedentes hispanos de Reginald Savage. No obstante, existe una entrada en el Registro de Nacimientos de la Municipalidad de Jersey City que declara que un tal Nelson Rivera nació allí en 1922. Pero Nelson es un nombre bastante común entre los puertorriqueños. Y Rivera es un apellido tan común entre ellos como Smith lo es en los Estados Unidos en general. Y hay constancia de un Nelson Rivera que había asistido a las escuelas de Jersey City desde el jardín de infantes hasta su graduación de la escuela secundaria Ferris High School en 1940. No procuré trazar su carrera más allá de eso. Savage se ha referido a menudo a sus experiencias con la Armada estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, pero no he podido averiguar si sirvió oficialmente con el apellido Rivera o Savage.

Personalmente, no creo que «Oil and Water» y los demás cuentos que firmó con el nombre de Chuck Bradley sean tan terribles. Son buenos ejemplos de la ficción del género «aventura». Es verdad que presentan al héroe como un ser superior a los demás personajes, pero el héroe es el héroe, después de todo. Y si la acción tiene lugar fuera de los Estados Unidos, los otros personajes, es natural, van a ser extranjeros. Por supuesto, el resultado es que el héroe norteamericano, siendo el héroe, esté retratado como superior a los demás. Además, ya que este norteamericano es, por más señas, un blanco, específicamente un anglosajón protestante, lo que llaman jocosamente un WASP,8 entonces todas las demás razas parecen ser retratadas como inferiores. Esto pudiera crear la impresión de que el autor fue racista. Pero, claro, no lo fue, ¿verdad? Es muy posible que yo esté equivocado, pero de todos modos es mi opinión que Julio Ricci reaccionó de un modo bastante exagerado. El propio Savage, o Rivera, también reaccionó exageradamente; es obvio, si se tiene en cuenta que murió en 1976, a los 54 años, en su condominio de Manhattan, de una combinación letal de alcohol y barbitúricos.* Sin duda habría estado muy deprimido, desesperanzado. Estaría experimentando un sentido de culpabilidad y remordimiento, por haber traicionado sus orígenes, tal vez.

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Fecha de publicaciónJulio 2009
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