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Faustino Saralegui

José Scarpelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn la esquina de las calles Tucumán y Esmeralda, Buenos Aires

Escribo, y al trazar esta palabra describo simultáneamente el acto que estoy cometiendo, que es el de escribir. Mi mano dibuja las letras cuidadosamente, casi con cariño, sosteniendo una lapicera labrada con punta de oro; único testigo, junto con el cuaderno sobre el que vuelco estas frases, de mi historia y del oscuro episodio que la divide irreversiblemente, en miles de fragmentos inconexos y sucesivos. Escribo para mí mismo, para nadie. Para no olvidar que alguna vez hubo un hombre que a poco de nacer fue bautizado en la fe católica con el nombre de Faustino Saralegui, y que hoy contempla con ojos ajenos su última puesta de sol frente a una ventana desnuda que da a un pequeño parque, dueño de otro sino y otro aspecto. Tengo ahora casi ciento trece años...

Habrá sin duda quien recogerá luego estos escritos, cuando el cuerpo que ocupo perfume el ambiente con su dulce olor a carne en descomposición y cause alarma entre mis vecinos de calle de la barriada de Santa Cecilia, en Lisboa, anunciando que la muerte ha venido a llevarse a Zé Bandeira, el viejo rengo y casi sordo del número 1.126. Dejo a su criterio el dar crédito o no a esta historia; yo estaré entonces en un lugar donde no me importará ya nada de las volubles costumbres humanas. Sin embargo, es posible que mi cuaderno caiga en las manos de algún iluminado, o un agnóstico que en su extrema desesperanza haga su fe de mi relato, y decida poner en práctica un remedo de lo leído. En tal caso recomiendo a quien, o a quienes consideren posible repetir mis pasos, desistan de tal propósito. La magia, para ser considerada plenamente como tal, debe ser capaz de producir un truco único e irrepetible; y yo estaré cuidando que así sea, por supuesto teniendo en cuenta la remota posibilidad de éxito que guarda mi propio intento, suceso del que no estaré seguro hasta haber exhalado el último aliento.

Nací a finales de 1888, un 28 de diciembre, en Buenos Aires. Mis padres, vascos franceses sin mayor fortuna que la de su tesón y sus esperanzas, habían llegado un par de años antes desde Europa con algunos ahorros en oro y otro hijo, mi hermano mayor muerto tempranamente de pulmonía, envuelto en frazadas dentro de un caja de cartón. Buscaban hacerse una mejor posición en la tierra de oportunidad que, se decía, era por entonces el continente americano, y no les tomó demasiado tiempo encontrar casa y montar un modesto comercio de importación de telas en la esquina de las calles Tucumán y Esmeralda, en el centro, puntapié inicial de lo que sería una próspera cadena de tiendas que se ramificó luego por las principales ciudades del interior del país. Hacia comienzos de siglo pude completar mi instrucción secundaria en una prestigiosa institución privada de enseñanza católica, y me hallaba enfrascado en la elección de mis futuros estudios gracias a la desahogada situación financiera en la que nos encontrábamos. Mis padres no sólo me aclararon que no se me necesitaba para ocuparme en aspecto alguno del negocio familiar, sino que me prohibieron expresamente trabajar, para ellos o para cualquier otro. A cambio de tales libertades laborales yo debería emplear mi tiempo en estudiar hasta completar una carrera universitaria que diera altura a las aspiraciones sociales de la familia, dotando a nuestro apellido del prestigio que otorga un título. Elegí la abogacía, y a ella dediqué los siguientes seis años de mi vida, logrando doctorarme en leyes durante los festejos que coronaban el primer centenario de la independencia argentina. Puse luego un escritorio sobre la calle Tucumán, y me entretuve en las tareas propias de mi profesión durante otros cuatro años.

El devenir de la primera guerra mundial acabó con el comercio de importación de telas familiar. Para entonces mis padres, muy mayores ya, habían logrado consolidar una pequeña renta que aseguraba su manutención, proveniente de diversas propiedades ofrecidas en alquiler. Por mi parte llevaba adelante el ejercicio del derecho con moderado éxito, situación que me permitía vivir con tranquilidad aunque no colmaba del todo mis ambiciones. Sentía por entonces un hastío indefinible en el espíritu, y la secreta impresión de que debía haber algo más, un escalón por encima de lo logrado hasta el momento. No me había casado, a pesar de tener ya 26 años, y ni estaba siquiera prometido con mujer alguna. Tampoco tenía relaciones, masculinas o femeninas, que hubiera podido considerar lo suficientemente profundas como para calificarlas de amistosas. Transcurría entre clientes y empleados de los Tribunales durante el día, y en la soledad de mi casa sobre la calle Lima, en el barrio de Constitución, por las noches, sumido en la lectura de diversos autores, ajeno a las necesidades que suelen atraer por lo común entre sí a otros ejemplares humanos de la fauna urbana. No me incomodaba la soledad, por el contrario, en la intimidad de mi propia compañía me sentía a gusto. Acostumbrado a mi sola presencia, no me quitaba el sueño la falta de placebos sociales tan banales como la aceptación popular, o aún el amor de un ser similar. Visité regularmente a mis padres hasta que fallecieron, con diferencia de unos pocos meses, tres años después de finalizada la guerra en Europa. Entonces, habiendo considerado cumplida mi última obligación moral para con mis seres queridos, vendí todas las propiedades heredadas, puse a buen resguardo el dinero en una caja de ahorro en el Banco de la Nación, y dejé de frecuentar otros sitios como no fueran mis oficinas o las de mis clientes, fuera de mi propia vivienda. De tanto en tanto recorría las librerías que iban floreciendo por el centro de la ciudad, una vez retomado el comercio normal con Europa, en busca de nueva literatura que saciara mis voraces apetitos de conocimiento. Los rezagos culturales, libros y cuadros, vendidos por encumbradas familias europeas caídas en desgracia en aquel continente arrasado y hambriento, secado por cuatro años de cruentas batallas, llegaban a Buenos Aires para llenar las bibliotecas de los nuevos ricos criollos, con sus bolsillos llenos del dinero que recaudaban vendiendo a esos mismos europeos trigo y carne a precio de oro. Durante mis eventuales excursiones por sótanos húmedos, atestados de buena literatura, por lo común me inclinaba hacia los pensadores franceses o alemanes, en textos escritos en su idioma original que me permitían de paso reforzar mis regulares conocimientos en ambos idiomas. De esta forma tomé contacto con antiguos impresos mediterráneos que detallaban las oscuras artes de la alquimia y la astrología, posiblemente escritos apenas pasado el medioevo europeo. Estos toscos intentos de ensayos iluministas, sus teorías descabelladas exquisitamente descriptas, hicieron nacer en mí la idea de que posiblemente existiría el remedio que acabaría con mi creciente spleen. Como una brújula de letras que formaban palabras, que armaban frases que llenaban páginas, mis apreciados libros, concebidos para otros propósitos, de alguna forma dieron a luz la idea que puso dirección cierta a un camino que, supuse, me llevaría más allá de las ininquietudes de mi vida sin pretensiones, como no fuera aquella definitiva que se tornó en la única digna de quitarme hasta el sueño.

¿Es mi vida actual una simple ilusión, nacida de un deseo obseso que se tornó en locura dentro de mi cabeza? Lo cierto es que, puesto algún día, ocioso, a considerar cuál era la ambición máxima a que podía aspirar como hombre sin reparar en límites, se me ocurrió que no habría nada más estimulante que el poder vivir todas las vidas en el lapso de una sola existencia física. Es decir, más de una vez me había detenido, durante mis solitarios paseos nocturnos por la ciudad, en el frente de una propiedad ajena, a la entrada de un parque, o al borde de una ruta, viendo pasar los carruajes y modernos automóviles, haciéndome las mismas preguntas: ¿Qué tal sería vivir en tal o cual casa? ¿Cómo mataría las horas el guardián de esa plaza? ¿Adónde llevaría aquel camino, por el que se alejaba el conductor de aquel coche rojo con caballos blancos? No pretendía, fines alcanzables en definitiva, comprar la casa que veía, tomar un trabajo de vigilancia o lanzarme a recorrer el país en mi propio vehículo. El turismo, ver todo el mundo y cada cosa que en él coexiste pero siempre desde la perspectiva propia, no me interesaba. La verdadera aventura, pensaba en estos casos, pasaría por ser el dueño del edificio que ahora observaba desde la vereda, o el trabajador que cruzaba por la calle, o el chofer que se alejaba de mi vida a bordo de la suya, montado en el pescante y azuzando a sus caballos. Aunque más no fuera por un día de cada día de cada uno de ellos, yo deseaba sentir lo que ellos sentían, comer lo que ellos comían, hacer el amor a sus mujeres, regodearme en sus riquezas o sufrir su miserias, sus enfermedades y aun sus ocultas perversiones. No creía posible que existiera un deseo tan ambicioso como éste, que abarcaba todo lo que uno pudiera querer en esta vida, servido con cuentagotas en un espacio tan limitado de tiempo como podía ser un solo día de la vida de cada vida. ¿Un sueño imposible? Improbable, apenas, como tuve tiempo de apreciar más luego. Lo único que necesitaba saber, una vez enfocado mi deseo, era cómo comunicarme con aquel que habría de concedérmelo, mediante el contrato habitual profusamente descripto en varios de mis libros. Aunque para ello todos mis conocimientos anteriores no me sirvieron en absoluto.

Sería a través de un pacto con el Diablo, por supuesto. No concebí otra forma de saciar mi voraz ambición de ser cada día una persona diferente, y entregar mi alma a cambio no me atemorizaba demasiado, sobre todo cuando ya estaba en mis planes el tratar de evitarlo. Pero... ¿cómo engañar al propio artífice del engaño? Sobre todo evitando hasta pensar siquiera claramente los fundamentos del albur, a sabiendas de que el Maligno sabría inmediatamente que alguna traición se estaba urdiendo bajo la atenta mirada de sus miles de ojos, triste intento de fuga del mortal a quien intentaba comprar para enriquecer su eternidad ígnea. Ardua tarea resultaba imaginar la salvación poniendo la mente en blanco, enfocando a la vez toda la voluntad en el deseo supremo como quien muestra un anzuelo, esperando a que la presa se prendiera al cebo sin tener en claro cual de los dos resultaría ser al final el cazador, y quien el cazado. Sin embargo puse el hombro a tan hercúlea tarea intelectual, y de paso agoté de mis libros todo pase mágico, rito sagrado, hechizo esotérico, ruego herético y otras tantas fórmulas infalibles para contactar con Satán mismo, o con alguno de sus subordinados, a fin de redactar el contrato que satisficiera mi más caro anhelo.

Habrían de pasar dos años largos antes de que me diera por vencido en mis intentos, alterado y confuso, y sin la menor esperanza. Para entonces, abandonada mi profesión, rotos los lazos con otros seres humanos, vivía apenas para encontrar nuevas formas de procurar satisfacción a esta obsesión malsana, que sólo dejaba lugar en mi cabeza el tiempo necesario como para que me ocupara de las necesidades básicas para mi subsistencia: dos comidas diarias y cuatro o cinco horas de sueño antes de sumirme nuevamente en mis estudios o mis especulaciones. Esfuerzos estériles que se sucedían, hundiéndome en la desesperanza absoluta de un más allá posible en el que pudieran coexistir realmente el bien y el mal supremos descriptos por la religión de mis padres. Finalmente me abatió la depresión, al cabo de tantos intentos fallidos, y una mañana de marzo ya no me levanté de la cama, olvidado de todo y de todos, incluso de mí mismo, preso en la jaula mental forjada por mi locura a partir del deseo en su estado puro. Pasó un día, luego dos, y luego dos más, y yo seguía tendido inmóvil en mi lecho, como un muñeco de trapo dejado de lado por su dueña, sin comer ni beber, el oído alerta a los movimientos de la calle y el alma puesta a disposición de alguno que ya no creía que existiera como para venir a buscarla. Moriría pronto, pensaba, pero ya no me importaba ni siquiera mi propia muerte, a la que veía como un alivio que me liberaría de una vez por todas de aquel sufrimiento impuesto por la propia razón, que no aceptaba que algo no me pudiera ser concedido aún a costa me mi salvación eterna. Pasó algún tiempo más, no sé cuánto en verdad, ya tampoco sentía el correr de las horas, hasta que escuché sonar el llamador de bronce de la puerta de calle, un timbre que hacía semanas, o meses, que no oía sonar.

Y en este punto comienza a desligarse la realidad, de lo que yo considero puede ser el estado de alienación en el que me encuentro. Demencia tan profunda que bien podría yo estar todavía en mi cama, en la casa de la calle Lima, o internado en un hospital mental, y creer en la absoluta verdad de todo lo que me ha estado ocurriendo durante muchísimos años, tiempo que en la realidad podrían ser minutos, o segundos apenas. Viviendo un sueño tan real que hasta hoy lo siento como mi propia vida, o una vida como la que siempre soñé conseguir, aun a costa de la salvación de mi alma. La maravilla comenzó en aquel momento en que llamaron a mi puerta, al atardecer del 15 de marzo de 1925, y con mis últimas fuerzas me levanté y fui a abrir. Parado en el umbral, en traje de tres piezas y sombrero a la moda, bastón con empuñadura de marfil y maletín de cuero, estaba el Diablo.

Una persona común y corriente, sumamente educada. Nada de cola o uñas largas, ninguna pestilencia de azufre, más bien olía a lavanda Fulton y enjuague bucal mentolado. Y sin embargo al verlo no me cupo la menor duda de que era el Anticristo en persona. No se presentó a sí mismo, no era necesario, y se dirigió a mí todo el tiempo llamándome doctor Saralegui, o simplemente Faustino, como si me conociera de toda la vida. Luego de unos minutos logré identificarlo: era un librero que tenía su comercio sobre la calle Reconquista, muy cerca del antiguo negocio de mis padres, al que frecuentaba desde siempre y me había vendido en numerosas ocasiones ejemplares de esoterismo y ciencias ocultas. Luego de franquearle el acceso lo llevé hacia la biblioteca donde se hallaba mi escritorio, disculpándome por el estado desaseado en que nos encontrábamos la casa y mi persona en particular. Le ofrecí licor y lo hice sentar en el mejor sillón de la estancia, dejando que iniciara la conversación, como correspondía. Aquel ser tan intrigante y misterioso agradeció mis atenciones con leves gestos de asentimiento, y una vez instalado fue directo al grano. Me explicó que ninguna de mis lecturas servía más que para llenar las arcas de su librería con mi dinero, ya que toda la literatura referida al satanismo resultaba ser fraudulenta, y que solamente se lograba la presencia demoníaca luego de haber abandonado absolutamente todo en función del deseo a cambio del cual se ofrecía vender el alma. «Cuando se deja de lado la esperanza, que es lo último que el ser humano pierde», me dijo, «entonces se esta preparado para conocer la oscuridad.» También me previno acerca de que siempre dudaría de la autenticidad de su existencia ya que uno cree en lo que le entra por los ojos, y lo que yo veía frente a mí era a un hombre común y corriente, además conocido por mí en otras circunstancias más cotidianas. «La duda persistirá», me explicó, «hasta que sea satisfecho el deseo a cambio del cual su alma quedará en mi poder. De otro modo, muchos probarían invocarme para comprobar ipso facto la existencia de Dios, arrepintiéndose luego del pacto a convenir.» Respondí que yo no tenía dudas (aunque al escucharlo noté que, muy en el fondo, sí las tenía), y que mi deseo permanecía firme. Acto seguido abrió su maletín y sacó una carpeta donde estaba redactado el contrato de compraventa, el cual me entregó luego para que yo leyera.

En una sola hoja, redactada sobre ambas caras, yo me comprometía a entregar mi alma por toda la eternidad a cambio de vivir un día en la vida de una persona diferente cada día, sin distinción de raza, religión, sexo o lugar geográfico donde habitara. Como mis beneficios en el contrato expirarían a mi muerte, Satán había ideado un mecanismo según el cual funcionaría mi deseo, para que éste tuviera un límite vital. Al vivir un día la vida de cada persona, teóricamente mi muerte nunca llegaría, ya que todos los días nace gente nueva, y entonces no se cumpliría la mitad del contrato que beneficiaba al Maligno. Pero tal contingencia ya había sido prevista por éste. Al momento de firmar el contrato yo tenía treinta y seis años, dos meses y algunos días de vida; entonces a partir del día posterior a la firma, el cuerpo de Faustino Saralegui dejaría de existir, pasando su «esencia» y su alma al cuerpo de un ser cuya edad superara en un día a la mía, y a la que le quedara apenas un día de vida. Cada día iba a ser yo un día más viejo, en el cuerpo de alguien diferente, hasta que llegara a ocupar el cuerpo del ser más antiguo que existiera en la tierra, cuya alma se vaciaría para cederme su lugar. Entonces viviría en ese cuerpo hasta que éste muriera, y al no haber otro ser más viejo, mi muerte y la entrega de mi alma se harían efectivas. En el contrato se especificaba que no importaría que mi alma pasara por el cuerpo de una persona de intachable moral, ya que al ingresar «yo», el alma de esa persona ya estaría en la Gloria, mientras que Faustino Saralegui seguiría condenado por toda la eternidad. Además se aclaraba que yo recordaría todo el tiempo mi origen natural, y también retendría en la memoria cada día de vida que pasara en otro cuerpo, para tener la oportunidad de comparar unos con otros, hasta el final. El contrato ya estaba rubricado por Lucifer, y había una pluma a mi disposición para empaparla en mi sangre y firmar el consentimiento.

Pensé en claudicar, no puedo negarlo. En el último instante, leyendo el contrato, me aterrorizó el altísimo precio que debería pagar a cambio de la concreción de mi deseo. Debo decir además que el burdo ardid que había ideado para zafar de cumplir mi obligación contractual, que era sencillamente vivir para siempre saltando de cuerpo en cuerpo, había sido advertido por Satán y eliminado con la cláusula que ponía un fin inexorable a mi vida, la que a lo sumo podría extenderse al límite de lo que permite la vida humana, pero no más allá de la misma. Mi ojos volaban de párrafo en párrafo, exprimiendo cada letra para tratar de encontrar el detalle legal que me salvara de la condena, permitiéndome sin embargo llevar a buen término mi deseo. Cuando había decidido firmar de todas formas, rendido, percibí algo que tal vez me salvaría al final, aunque debería primero recorrer todo el camino para saber si lo lograría o no. En el contrato estaba escrito que mi esencia iría pasando cada día hacia el ser más viejo que habitara la tierra. Entonces protesté esta cláusula, reclamando que hay animales que viven más que el hombre, y que de la forma en que estaba redactado el contrato yo terminaría viviendo en el cuerpo de un elefante, una tortuga o una ballena, cuando el ser humano más viejo hubiera muerto. Pedí, antes de firmar el contrato, que se corrigiera ese párrafo, cambiando «el ser más antiguo que exista en la tierra», por «el ser inteligente más antiguo que exista», con lo cual me aseguraba no terminar en el cuerpo de un animal. Lucifer aceptó, y me pidió el contrato para corregirlo. Yo esperaba que de alguna forma mágica cambiaran las letras de forma, pero recordé que no iba a ver nada sobrenatural hasta que firmara, para preservar la duda sobre la real existencia del Diablo, y por ende de Dios. Una sencilla goma de borrar y un nuevo trazo de tinta cambiaron el contrato a mi gusto, y luego de comprobar que todo estaba redactado exactamente como lo pedí, pinché mi dedo con la pluma y firmé con mi sangre sobre la línea punteada al final del mismo. Inmediatamente Satán me arrebató la carpeta, alegando urgencia por obligaciones pendientes, me recomendó que disfrutara mi ultimo día como Faustino Saralegui, y que me acostara a dormir antes de las doce de la noche, pues al siguiente día despertaría en otro cuerpo y en otra vida. Luego me estrechó cortésmente la mano, recordándome sin malicia que volveríamos a vernos indefectiblemente al cabo de algunas décadas, y lo acompañé hasta la puerta. No me detuve a ver si se alejaba caminando por la calle, camino a su librería en el bajo, o simplemente desaparecía antes de llegar a la esquina. Estaba demasiado alegre por suponer que había logrado concretar mi deseo, aunque no lo comprobaría hasta el día siguiente, así que me di un buen baño y salí a recorrer las calles de Buenos Aires, a la que no esperaba volver a ver en mucho tiempo, salvo ocasionalmente. Perdí el resto de la tarde en diversos paseos, cené temprano en un bistró de San Telmo, y antes de las once de la noche dormía como un bebé.

Aunque recuerdo todos y cada uno de los días posteriores, no voy a extenderme en ellos porque su somera descripción llenaría una enciclopedia. Solamente diré que desperté, al día siguiente de mi encuentro con el Diablo, siendo una tejedora de lienzos en Singapur. Vivía en una choza de barro, y mis pulmones estaban barridos por la tuberculosis. Tenía dos hijos varones. Ese día trabajé de sol a sol, y me fui a dormir agotada. La jornada siguiente era un campesino siberiano, rebosante de salud, en la Rusia soviética. Luego fui magnate del petróleo en Texas, clochard en París, miles de veces un hombre común y otras tantas una mujer como cualquier otra. Viví en cientos de países, combatí en decenas de guerras (muchas veces viví la misma guerra desde distintos soldados, en ambos bandos), y muchas veces volví a la misma región para comprobar que ahora pertenecía a otro país. Pude sentir el colmo de la felicidad, y también el más profundo dolor. Morí pocas horas después de dar a luz a mellizos, en Amsterdam. Fui condenado a la silla eléctrica por violar y matar a una adolescente en Nueva Orléans. Toda una familia veló mi enfermedad y me cuidó con cariño en Gstaad, manteniéndome caliente y bien alimentado en mi cama, y al día siguiente agonicé toda la jornada tirado en una zanja hedionda en Marruecos, con un balazo en el pecho. Nunca me arrepentí de mi decisión, y siempre tuve presente que en el fondo seguía siendo quien soy, Faustino Saralegui.

Viví, hasta el día de hoy, 28.232 días, en otros tantos cuerpos diferentes. Hoy es el postrero. Siento que este cuerpo que ocupo, viejo y enfermo, no respirará otra noche completa. De todas formas, desde hace tiempo la satisfacción por mi deseo original se ha agotado, y he vivido ya demasiados años en cuerpos decrépitos. Necesito otra cosa. Espero otra cosa. Zé Bandeira morirá hoy, y yo abandonaré el cuerpo del último ser inteligente que queda vivo en la tierra, pero según la cláusula más importante del pacto que he firmado, la que hice corregir, yo pasaré a ocupar el cuerpo de «el ser inteligente más antiguo que exista». Es decir que mañana a esta hora, yo seré el Diablo, y el pacto con él, conmigo, estará roto. Soportaré el fuego eterno del Infierno, pero lo haré como el emperador de ese reino, y no como uno de sus esclavos.

Supongo que luego haré las paces con Dios, y veremos en qué termina todo esto.

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Copyright ©José Scarpelli, 2005
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Fecha de publicaciónJulio 2009
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