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Fuera de compás

Capítulo 21

La regla de hierro

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Julio ha cambiado a lo largo del tiempo que no se han visto. Ha perdido aplomo. Lena trata de no engañarse, sabe que habría sido mejor que Julio no hubiera vuelto. Ha empezado a compadecerle y no sabe bien por qué. Eso la obliga a estar más pendiente de él, últimamente dedica poco tiempo a ensayar en solitario. El único horario que cumple fielmente es el de las clases a los bailarines y el de la actuación en Los Reyes. No sabe en qué se le pasa el día. El público sigue enfervorizado, pero ella no está satisfecha. Sabe que su baile está manteniéndose de los antiguos sacrificios y la regla es de hierro: Si el cuerpo no intenta avanzar cada día sobre sus límites, serán los límites los que le sometan a él. Un cuerpo indolente no da espectáculo, no le interesa a nadie. Hace semanas que el hormigueo de las rodillas ha crecido en intensidad. Eso la vuelve cobarde en el escenario. Las vueltas quebradas que enseña a los alumnos minuciosamente no las ha visto el público en las últimas semanas, Lena teme que sus piernas no sean capaces de sostenerla al girar. A veces Julio le pregunta por qué se queda ensimismada y ella no le confiesa que si un día perdiera las ganas de bailar, las viejas angustias caerían como un mazo sobre la replicante debilitada, y la destruirán.

Ha vuelto a preguntarle por su infancia, pero esta vez no lo ha hecho para herirla, sino debido a un afán de comprenderla, de saber más de ella. Así se lo ha dicho y Lena lo ha creído.

—¿Qué es lo que te hizo sufrir tanto?

—No lo sé. Sólo recuerdo un desfile de escenas sórdidas, amargas. No sé exactamente que es lo que más me atenazaba, donde estaba el verdadero foco de la angustia.

—No es posible que no hubiera algún momento agradable; alguna vez tu madre te daría un beso...

—Besos, sí, besos fríos. Y alguna vez me arropó estando yo con fiebre. También se preocupaba de que comiera y de que no me acatarrara. Incluso una vez me caí, me di un golpe en la espalda y me quedé sin respiración y ella se preocupó. Es cierto que hubo muchos momentos normales. Pero mi madre no se daba cuenta de que en breves instantes era capaz de tatuarte el miedo en la conciencia. Da igual a lo que quisiera jugar después, todo estaba estropeado. Yo le tenía mucho miedo, existía algo terrible que ella sabía de mí, era la sensación constante de estar a punto de ser estrujada entre sus manos, no sé, me asustaba, nos asustaba. Estaba loca, enferma. Tuvieron que ingresarla; intentó prender fuego a la casa, insultaba a mi padre, gritaba, decía que se iba a marchar y jamás volveríamos a verla, hacía unas muecas espantosas y nadie conseguía hacerla razonar. Creo que una vez, siendo yo muy pequeña, intentó quemarme. Pero no estoy segura, sólo lo sé, no recuerdo nada, quizá lo soñé porque el miedo te hace creer en cosas que no existen. No me hagas pensar más.

Julio dice que él no puede entender lo que es crecer con ese miedo y esas sensaciones. Su infancia fue normal, unos padres como los de cualquiera, buenos y a veces pesados, y muy fáciles de conmover con carantoñas. Sin embargo, él recuerda la adolescencia como una verdadera catástrofe. Se dio cuenta de que el horizonte entrevisto en la infancia sólo era un decorado de cartón. A los once años comprendió que nunca sería un explorador en África, ni un comandante en la Guerra Mundial, ni mucho menos un héroe vikingo. Pero lo que más le costó fue reconocer que no era un genio. Él se había creído que tenía un cerebro superdotado, no sabe a qué fue debido. La verdad es que era un chico muy listo, pero sólo eso. Pasó la adolescencia entristecido, aceptando el futuro anodino que le había reservado la vida. Estudiando mucho para lograr al menos situarse bien. Y, más tarde, en la Universidad, el sueño era terminar cuanto antes y hacer dinero, lograr una buena casa en la que instalar todas las comodidades que fuera posible, otra casa en el campo con un trozo de monte, y un chalet en una playa blanca. Deseaba encontrar una novia que lo quisiera mucho y a la vez fuera deseable, mejor rubia y con buenas piernas, para no echar en falta nada y, sobre todo, que fuera una mujer decidida igual que él, que condujera bien y que entendiera de finanzas; a él le han gustado siempre las mujeres enteras, dominadoras, nunca se fijó en las princesitas atontadas. Quería formar su propia familia y conseguir el respeto del mundo, ser un hombre cuajado en su tiempo. Así fueron quedando atrás los años duros de la adolescencia, sencillamente se trataba de tragar con la realidad y utilizarla lo mejor posible.

—¿Y que diferencia hay entre ser muy listo y ser un genio? —pregunta Lena intrigada.

—Infinita —responde Julio en un tono derrotado que entristece a Lena.

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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónMayo 2011
Colección RSSNarrativas globales
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