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Fuera de compás

Capítulo 52

Dos certezas incompletas

Ana María Martín Herrera
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLas calles estrechas y silenciosas de Antón Martín, Madrid

Los días han transcurrido sin dejar pensamientos, ni recuerdos. Sigue avanzando julio y el calor asfixia de nuevo. La señora Faustina, preocupada, ha llamado a la puerta, últimamente no ha oído a Lena ni entrar ni salir de casa. Lena no estaba en condiciones de fingir. Cuando ha visto la expresión con que la ha mirado la mujer, ha recordado que lleva más de una semana tirada en la cama sin ducharse, sin atender el teléfono y con el contestador desconectado, alimentándose de agua y de lo que quedaba en el frigorífico. Le ha contado a la señora Faustina que apenas tiene fuerza para nada porque ha muerto la persona más importante de su vida.

La señora Faustina ha vuelto con un puré de verduras y unos filetes empanados recién fritos.

—¿Sabe usted algo de la perra? —ha preguntado Lena

—No, hija. La Turba dejó de rondar por aquí.

—Quizá se la ha quedado alguien...

—Quizá...

Comiendo ha recuperado energía. Lena no sabe cómo habrá de caminar sobre ese paisaje que ahora se despliega sin formas en su entendimiento, pero habrá de hacerlo. Su instinto de supervivencia es, de entre todo lo que existe en ella, quizá, la realidad más contundente. Habrá que esperar encerrada en sí misma, dejándose llevar, a que la vida tenga a bien acordarse de nuevo de ella. No, Gitano, no voy a olvidarte como tú querías, sería lo mismo que olvidarme de mí. Algo bueno habrá entonces.

No le duelen las rodillas, tantos días de inactividad han tenido el efecto de aliviar el mal. Hay que salir de casa, piensa, dar un paseo por las calles, seguir existiendo.

Bajo el chorro de la ducha se lava el pelo despacio. No hay duda de que lo tiene demasiado largo. Ya es tiempo de dejarse una melena discreta, como hacen las de su edad. La semana que viene irá a la peluquería.

Recuerda el vestido blanco, aún debe de estar en la bolsa. Al sacarlo cae un paquete de tabaco, tarda en acordarse de que ella misma lo arrojó dentro. Lo recoge del suelo, lo abre y saca uno de los cigarros. Lo observa como si fuera algo extraordinario. Le llama especialmente la atención el color jaspeado de la hierba seca y triturada que asoma por un extremo. En este momento le parece que es el color más apacible que existe en la naturaleza. Lo huele y piensa que es un aroma con el poder de evocar recuerdos de lo que no ha sucedido. Se estremece, es una punzada en el centro del pecho. Con rapidez guarda el cigarro en el paquete y lo arroja de nuevo al fondo de la bolsa.

El vestido está arrugado pero igual de bonito y eso que ahora le queda algo amplio, ha debido de adelgazar en los últimos días. Busca en el armario unas sandalias que compró en una tienda del mundo hace años y no estrenó. Unas sandalias de princesa de cuento, de tacón alto y pedrería.

Debiera de llevar un bolso, pero ninguno de los que tiene hace buen juego con el vestido. Se decide por la pesada bolsa negra de deportes. A fin de cuentas en ella está lo que le importa.

Camina por las calles de Antón Martín abriéndose paso entre el sofocante calor del verano madrileño. El cielo está morado y naranja, es un atardecer distinto. Una inmensa crisálida que no es posible rasgar. Lena no piensa en nada, en su mente se suceden desordenadas las imágenes de su infancia mezcladas con otras de Julio, de Fernando, del Gitano, de las ciudades que ha conocido, de la cueva muerta, de sus alumnos, de Ana dormida, del público de los teatros, de los escrupulosos aficionados del martes. Va a la deriva y por primera vez no le produce angustia saberlo. Todos los seres humanos van siempre a la deriva, se dice.

No recuerda bien por qué calles ha transitado, pero el paseo ha sido largo. Debe de ser muy tarde. Es la noche cerrada y sin luna de un verano reseco. Habrá que regresar.

A cierta distancia de su casa se percata de que hay una sombra apoyada en el muro, frente al portal. Lena sabe que es Julio a pesar de que no consigue discernir su figura. No aminora el paso, no siente nada.

—¿A qué has venido? —pregunta cuando llega a su altura.

—¿Dónde te has metido? Llevo no sé cuántos días llamándote. La última vez olvidé el reloj en tu casa.

—Ya; el reloj, la maquina de afeitar, la colonia, ropa... Hice un paquete y lo llevé al día siguiente a la caseta de obras que han montado en la acera, sobre la cueva. Le di una propina al encargado para que lo guardara hasta que fueras a recogerlo. Ahí lo tendrás todavía, supongo.

Julio la mira atónito, incrédulo.

—Lena, sácame de esta pesadilla, quiero que hablemos. La última vez nos crispamos y fue... horrible.

—A mí también me está costando, Julio —Lena, en medio de la indiferencia, decide mentir para no exasperarlo. Desea que se marche sin hacer una escena y cuida sus palabras—. Hay que dejar que pase un poco el tiempo, luego volveremos a hablar.

—Me estás despachando ¿verdad?

—¡Julio, vale ya de tonterías!

Lena ha perdido la paciencia, lamenta haber pronunciado esa frase. El gesto de Julio pone en evidencia que lo ha herido.

—Sólo quería comprobar que eres un monstruo —masculla él—. Pero a nosotros no has logrado engañarnos. Ahora que sé lo que hiciste con Fernando entiendo por qué te ves obligada a darle dinero. Crees que se puede tener a un hombre de criado y después cerrarle la boca con limosnas.

—Pero, ¿qué dices? Fernando siempre ha vivido a mi costa.

—¿Y qué otra solución tiene un esclavo? Delia supo desde el principio quién eres. Ante mi ceguera decidió conocer de verdad a la titiritera que estaba ensuciando su matrimonio. Sabemos todo, averiguar tus secretos no ha sido caro.

Lena lo mira estupefacta. Julio sonríe de una forma que le recuerda a los viejos dibujos del lobo feroz.

—Tú no has sido madre porque mataste a tu hijo después de concebido. Tus declaraciones están en el sumario de un proceso por abortos ilegales. A mí me engañaste, me hiciste creer que la fatalidad te había impedido tener hijos y te compadecí. Figúrate lo que me has inspirado cuando he sabido la verdad.

A Lena no le causan efecto estas palabras, ni cree que para Julio sea importante todo esto. Es la ira que él demuestra, su deseo de venganza, lo que hace que se sienta agotada, aburrida.

—Todo lo que tocas lo matas —dice él acercándole la cara. Le huele el aliento a alcohol.

Lena siente ganas de dejarse caer, de deshacerse sobre la acera. Apenas sin fuerza le pide que la deje. Se aproxima al portal y ya con la llave dentro de la cerradura Julio la coge del brazo y la obliga a volverse.

—¿Así que tu madre estaba loca, verdad? ¿Y cómo querías que estuviera?

—Ya basta, Julio, estás bebido.

—También sé lo de tu hermano —continúa Julio—. No me extraña que la pobre mujer quisiera quemarte, o lo que fuera.

—¿Qué hermano? —Lena siente que su estómago va a estallar.

—Hay niños criminales, niños con los genes de Caín. Eso tú lo sabes bien, ¿o no, Lena?

Es Julio, pero podría tratarse de cualquier otro. A Lena también le da igual que ahora sea de noche o de día y el lugar del mundo en el que se encuentra. No hay más que un vacío sin sentido ante sus ojos. Sombras y formas huecas en las que los demás entrelazan sus juicios, sus pasiones y sus pensamientos; cristales de hielo fósil. Se ha quedado impasible mirando a Julio. Él ha dicho más cosas pero Lena no las ha oído. Como la maquinaria de un reloj parado desde muy antiguo que tras un seísmo, lograra encajar de nuevo, unas en otras, sus ruedas dentadas y, ante la posibilidad de andar, se estremeciera de pavor, así el pensamiento de Lena permanece detenido frente al foso estrecho de los recuerdos más profundos.

—Sólo tenía nueve meses, tu estabas muerta de envidia porque tus padres vivían pendientes de él.

—No, eso no es cierto. Estaba enfermo, mi madre lloraba —. Lena ha contestado igual que se interpreta una obra que ha escrito otro. Está hablando sin reflexionar—. Hice lo que mi madre ordenaba veladamente —. Añade sin estar segura de lo que dice.

—¿Tu madre había ordenado empujar al niño hacia el pozo? Y ¿por qué no la obedeciste también cuando quiso quemarte a ti? Tú sí que estás loca, Lena, completamente loca.

Lena se frota la boca con los nudillos, la diminuta forma brillante de una cucaracha atraviesa veloz el alcorque y desaparece tras el árbol de Judas sin dejar rastro.

Julio se aleja y ella se queda junto al portal, las llaves temblándole en la mano y la frente contraída por un dolor que le sube desde la nuca. Julio no ha doblado aún la esquina cuando de nuevo se detiene. Arroja al suelo algo que produce un ruido metálico y Lena recuerda sus pendientes de lágrimas de plata. Debería tal vez acercarse y recuperar el regalo de la mujer muerta, pero no va a hacerlo. Ha llegado el momento de desprenderse del amuleto. Serán para otra, alguna los encontrará. Lena se los entrega a quien los descubra de la misma forma que se los entregaron a ella. Los imagina pesando, en esas ocasiones inesperadas en que regresa la imaginación al principio de los tiempos, en las orejas de una mujer ofuscada y maldecida, igual que han pesado en las suyas. Julio le ha parecido hoy, más que nunca, un animal perdido. No siente rencor. La calle está desierta. Lena gira la llave dentro de la cerradura del portón y al abrirlo se siente impulsada hacia fuera; una invisible resistencia le impide refugiarse en su casa. Es absurdo rebelarse contra lo que no está ordenado en la conciencia.

Lena arroja su bolsa dentro y la pesada puerta se cierra de nuevo. Libre de carga se aleja sin pensar a dónde va, se abandona a los pasos constantes e irreflexivos que dibujan sus piernas. En un tirante de su blanco vestido descubre descansando a una santanita, la observa de reojo sin espantarla. Lena intenta hacer memoria; el infinito patio de arena polvorienta, el pozo y los borbotones no sabe a ciencia cierta si son verdaderos o producto de sus pesadillas. El niño no es posible recordarlo, pero sí; está escondido en los hijos de las otras, en los que ella no ha podido tener. Es ese sentimiento de atracción y de culpa. El óxido de la vida se ha liberado y está deshaciendo el hierro de una vieja cadena. Ahora la memoria es una nebulosa turbia que no entiende de culpas ni de deudas. Un remolino de energías atropelladas absorbe a la madre loca y la precipita contra el oscuro mar de las rocas enmohecidas, desintegrándola. Hay insectos que deben morir para que de su cuerpo brote un nacimiento, y otros que se alimentarían de sus propias crías si las encontraran. Y nada de eso es importante, cada cual intenta trascender su hermética existencia como puede. ¿He matado? Dijeron que sí. Imposible ya recordar el verdadero por qué si es que existió. ¿Qué juez en sus cabales podría condenar a una persona de cuatro o cinco años? Ella, Lena, desde luego, no podría. Todo ha sido una mentira. Los asesinos se pueden inventar, hasta un loco puede hacerlo; basta arrojar a un niño al mar tenebroso de la culpa, espiarle, asustarle, avergonzarle por sus errores e impedirle que piense y que recuerde. Matar es una palabra que asusta, pero podría haber sido cualquier otra cosa como, por ejemplo, abrir un monedero y llevarse una moneda, o dos o tres. O robar tres tiempos de incalculable valor y escondérselos en el pecho. Lena sabe que es mucho más despiadada la sanción íntima de una familia, contra la que no se puede recurrir porque está oculta hasta para quien la dicta, que la fría Justicia que aplican los acartonados hombres de leyes. Pero, si esto que está pensando no fuera cabal, si fuera un nuevo un truco de su imaginación para sobreponerse, si realmente ella mereció un castigo: ¿Son suficientes más de treinta años de aislamiento por el niñito enfermo que se tragó el pozo?

Lena siente que nada hay ya detrás y enfrente todo es desconocido.

Las personas estamos hechas de trozos y de empujones. Un minuto puede ser diez años y veinte años pueden quedar detenidos en una trampa. A veces los momentos vividos en el pasado constituyen el auténtico presente y el presente queda convertido en una transparencia que colorea el pasado y se instala en él como si hubiera estado desde el principio. Y lo que debió suceder, sucedió y se quedó flotando en ondas irreales sin encontrar un camino que lo sacara del espejo. Por eso, todo lo que no fue entendido, lo que quedó pendiente, regresa y regresa y se repite en un afán desesperado por cerrar el círculo de su sentido y ascender al espacio. Vivir con sentido común es recortar, es lo mismo que montar una coreografía. Un aluvión de pasos que luego hay que ordenar y disfrazar para que se establezca entre ellos una coherencia, un resultado lógico que pueda encontrar su sitio en el corto universo de la inteligencia. La imagen de Ana posee ahora cada rincón del cerebro de Lena. Lena está entendiendo todo con dolor de princesa burlada. Imposible saber de Ana sin saber de Lena. Soy tu mecanismo, ratón. Eres mi cara oculta igual que yo soy la tuya. Somos dos certezas incompletas condenadas a buscarse para alcanzar su realidad primera. Una realidad que se vio obligada a desgajarse en evidencia y fantasía para salvar su sentido del absurdo que la fatalidad que había dispuesto por su cuenta. Una de las dos deberá fagocitar a la otra cuando llegue el momento de encontrarnos y, seguramente, el esfuerzo te corresponde a ti, Ana, porque, yo, sólo soy el pedo de un lobo.

Un agudo escozor en los talones la obliga a detenerse, las bellas sandalias de pedrería le han herido los pies. Está ante las tapias del jardín botánico. No recuerda como ha llegado, se quita las sandalias y siente un alivio inmenso. La santanita, por su propio deseo, ha abandonado el vestido. Lena continúa caminando con las sandalias en la mano por el sendero de hierba, evitando la acera reseca y ardiente.

El paseo está oscuro y desierto. Vibra un rumor de vegetación. Pájaros acurrucados e insectos nocturnos llenan la noche de vida. Lena no sabe cómo lo ha hecho, pero está fuera. Aquí el silencio no zumba, simplemente señala con su monótona cadencia la realidad de la vida, igual que el latido acompasado de un corazón inocente, ajeno a su propia existencia. Enfrente está la cúpula de la estación de Atocha. Asciende por la Cuesta Moyano y continúa bordeando las tapias del Jardín Botánico. No quiere ir a ningún sitio, ya no quiere recordar, ni querer, ni odiar, ni pensar, tan sólo sentirse, dejarse llevar. Lena percibe el ruido del motor de los coches que de tiempo en tiempo atraviesan veloces la calzada. Un animal, un gato o una ardilla aventurera, ha trepado por la tapia y ha huido al verla aproximarse. La vida es capaz de moverse por sí misma, no necesita de nuestros pensamientos para palpitar.

Desde hace rato sabe que alguien la está siguiendo. Siente dos ojos cubriendo su espalda. Alguien la está siguiendo, de lejos la está acompañando. Sin embargo, podría ser que no llevara buenas intenciones. Podría ser Fernando, o Julio, o cualquier otro pobre diablo que al verla tan extrañamente sola no ha podido contener los turbios, vergonzosos deseos. La replicante caducó y convertida en una baba se disolvió con la urna. Dudas. La criatura humana es vulnerable, por eso tiene miedo y se deja influir, engañar y, además, duda y se equivoca. Correr ahora sería absurdo, gritar sería peor. Lena comprende que no es dueña de su destino, que no lo ha sido nunca por más que haya intentado atravesar la vida como lo hacen las personas que parecen razonables.

Deja caer las sandalias y continúa caminando. La noche está cerrada y apacible. Antes de que la Tierra se enfríe habrá más noches como ésta y más personas que se abandonen tontamente a sus misterios igual que está haciendo ella. El mundo sigue a compás. Cualquiera sabe dónde queda Sevilla, si es que de verdad existe. La realidad es un monstruo solitario y no tiene sentido fingir ni caminar tanto para recorrer un sendero que no sabemos a dónde lleva. Ni siquiera es rentable, si se piensa bien, hacer el esfuerzo de sujetarse en pie. No puedo más —piensa—, me aterra este desamparo, esta negra nada que es, en realidad, la existencia .

No ha podido resistir el impulso de correr. ¡Sigue, corre más! ¡Contra esa luz! —escucha en su pensamiento—. ¡Corre!

El impacto contra el coche ha despedido su cuerpo a varios metros. Aún logra ponerse en pie y dar unos pasos hasta que alcanza la línea de hierba, luego se tambalea y cae. El bordillo se ha incrustado en su esternón y el dolor es una punta de alfiler que sale por el centro de su espalda clavándole el cuerpo en el afuera de ningún lugar. Se queda inmóvil, encogida entre la acera y la calzada, petrificada en el ángulo fronterizo, atrapada en el inmenso museo de las calles civilizadas.

FIN
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Copyright ©Ana María Martín Herrera, 2009
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Fecha de publicaciónDiciembre 2013
Colección RSSNarrativas globales
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