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Un día, una bomba

Tiempo y moda

Mariano Valcárcel González
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Miré el reloj.

Aún con estas divagaciones el tiempo transcurría con desesperante lentitud.

Qué razón cuando se plantea como una medida de no absoluta definición, no como un fiel garante de objetiva precisión. El tiempo tiene más de subjetivo, de intimismo, de particularidad, que cualquier otro sistema ajustado de evaluación. Einstein en sintonía con esta evidencia se limitó a buscarle la formulación científica (lo que no es poco ante fenómeno tan efímero). ¿Cómo pasará el tiempo mi padre?, ¿cual será la consciencia de su transcurrir?, ¿la tenía?, ¿y los médicos que lo atendían?, ¿cómo comparar un minuto, un sólo minuto de mi padre con el del médico?, ¿o con uno mío?...

¡Qué paradojas!

Tratamos de uniformarlo todo, regularlo, domeñarlo a nuestro criterio; tratamos que todo se objetivice, sea desnudado de su individualismo, sin comprender que es una labor titánica condenada al fracaso. Verdadero suplicio de Tántalo que los clásicos griegos ya intuyeron. Engolfados en nuestro petulante racionalismo, emborrachados de intransigencia científica, definimos, teorizamos, calculamos y enjaulamos entre reglas y medidas lo que es imposible de dominar, ni parar, ni tan siquiera comprender...

Un minuto. ¡Cuánto puede dar de sí un minuto! Y basta un segundo para morir.

Ahora estoy de pie, dando paseos por la sala.

Me apetece un café pero no quiero alejarme por si surge una novedad. Para mi consuelo hay una máquina de expedición automática de líquidos calientes. Me acerco con profundas dudas sobre su funcionamiento; por desgracia, en muchas ocasiones y lugares estos artefactos cumplen una dudosa misión de adorno inútil. No es éste el caso en apariencia porque no tiene el cartelito de aviso y sus indicadores luminosos están encendidos. Me arriesgo a una pelea singular y desigual con este ejemplar de la robótica que, en caso de producirse, acabaría con su victoria y sin mis monedas.

Pienso que en este hospital hay personas eficaces al comprobar que tengo sin riesgos ni contratiempos el caliente vasito de plástico en mis manos.

Aunque no sea un café como el que suelo tomar sigo la rutina de sentarme para degustarlo con sosiego. Me quemo los labios y la lengua pero es un vicio que no logro corregir; tomo los alimentos, sobre todo los líquidos, demasiado calientes. Así he perdido, según me achacan mis colegas más exquisitos, el placer del gusto.

Tal vez.

A pesar de mi cuidada educación nunca encontré que la mesa fuese uno de los puntales de la civilización. Esta apreciación mía era tomada como blasfemia y traición por una gran panda de señoras y caballeros de alcurnia y posición que se esforzaban, con palabras y hechos, en demostrarme lo contrario.

En verdad en este asunto no soy yo muy transigente. Hay una llamada en mi conciencia, sutilmente escondida y forzosamente arrinconada, que me advierte, que me avisa, de la existencia del Hambre (así con mayúscula).

No, no es una actitud hipócrita. Acudo a reuniones oficiales, de trabajo o de carácter representativo o social que se imponen y a las que no se le puede dar de lado. La moda, hasta para cualquier personajillo de apartado ayuntamiento, es hacerlo en un reconocido (a veces terrorífico) «restaurante típico» o de la Guía Michelin. Cuando me ofrecen la carta suelo escoger entre lo más sencillo huyendo de experimentos o «especialidades de la casa», salvo casos de tradicional y reconocido mérito. Creo que los jefes de sala y cocineros pretenciosos me odian. Precisamente por pretenciosos o aprovechados de la tontería humana.

Los que me acompañan, si no conocen mis peculiaridades, deben pensar de mí todas las perrerías posibles; alguna mirada acerada me han lanzado. Pero no puedo ser cómplice, al menos yo, del derroche de cinismo, de la descarada insolidaridad con que marcamos nuestros excesos frente a tantos seres en la indigencia total.

Algunos me etiquetarán de frugal, mesurado e incluso ruin, pero no saben la causa última, la que intenta en vano acallar mi conciencia. La conciencia la tenemos ya tan abotargada que todavía es una sorpresa constatar su pertinaz insistencia.

A la vez que me levanto para arrojar el vasito a la papelera llega un señor con bata blanca y carpeta en la mano, de las que sirven para ir tomando notas. Lleva una pequeña etiqueta plástica, colgada de la solapa, donde se lee «Dr. Villar». Se dirige derecho hacia mí, en actitud abierta de saludo, con el brazo derecho extendido.

—Buenas tardes, soy el doctor Villar, Director-gerente del centro; ¿es usted pariente del señor Echávarri?...

—Buenas tardes. En efecto, soy su hijo.

—¿El diputado Antonio María Echávarri? —insistió.

—Sí.

—Siento conocerle en estas circunstancias. Perdone usted si lo hemos tenido poco atendido —se le notaba el esfuerzo por parecer eficiente y a la vez demostrarme su simpatía—, pero hasta que no se ha revisado la ficha del ingreso no caímos en la cuenta de que podía ser su señor padre el enfermo ni, por supuesto, que era usted quien se encontraba a la espera.

—Es natural —lo interrumpí dando por zanjada la cuestión del protocolo—, ¿me puede decir cómo está mi padre?, ¿lo puedo ver?

—Ahora mismo pasa a la UVI, donde ha sido trasladado. Consultaré con el facultativo de guardia y al momento le traigo las novedades y si puede ser haré que lo dejen verle.

Salió apresuradamente.

Igualmente apresurado apareció otro sujeto, casi sin dejar salir al anterior. Sin placa ni identificación alguna. Tras un saludo embarullado pude entenderle que se ofrecía para aquello que «fuese menester» e iniciaba una letanía de servicios u opciones. Imaginé que lo mandaba el director.

Con fingida amabilidad le indiqué que no necesitaba nada, que les estaba muy agradecido y más lo estaría si mantenían con discreción la situación en que nos hallábamos mi padre y yo, empezando por no difundir la noticia. Y nada de teléfonos. Insistió en señalarme la forma pronta y rápida en que podría acceder a su persona y con ella a «todo lo que fuese menester». Faltaría más.

No dejaba de ser consciente de que, a pesar de estas situaciones, yo nunca debía descomponer la figura, como se le exige al buen torero y como se exige quien desea demostrar buena cuna. ¡Buena cuna!

¿Cuál fue mi cuna?

Casi de carácter bíblico. En las condiciones más precarias, clandestinas y violentas. Yo soy hijo de madre soltera...

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Copyright ©Mariano Valcárcel González, 2010
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Fecha de publicaciónAgosto 2010
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