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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXIX

El ataque de los narcotraficantes

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

Después de tan excitante y conmovedora velada, Clara y Pedro descansaron hasta la una de la tarde del domingo seis de febrero. El Zaragozano había preparado el almuerzo cerca de la orilla del río. Disfrutaron la brisa templada, el transcurrir rumoroso del arroyo. Los noveles amantes se siguieron prodigando arrumacos y besos cariñosos. De vez en cuando, alteraba la quietud el estruendo de bulliciosos loros barranqueros, el canto de jilgueros, de zorzales y las maniobras aéreas de algunas tijeretas que se precipitaban en zigzag desde lo alto, abriendo y cerrando las plumas de sus colas. No se hizo comentario alguno de la pasional experiencia nocturna de los recientes amantes. El Zaragozano sólo habló de anécdotas del pasado, de la familia de Pedro, de los abuelos de Clara, de lugares en común, de la actual situación de Angelina y finalmente como era de esperar, terminaron refiriéndose a la situación judicial. Humberto Marcel era sin duda alguna, el más informado de los tres.

—No os preocupéis, podéis relajaros. Al menos en los negocios nos ha ido de maravillas. Todo está listo para escriturar los inmuebles. Los alemanes están dando brincos de entusiasmo. Como ya lo sabéis, harán un cojonudo complejo comercial en la zona, invertirán en Buenos Aires como si fuera Nueva York. Creedme que no han reparado en gastos.

Clara temía complicaciones porque hasta que no pasara la situación de riesgo, no podrían regresar a la ciudad; dirigiéndose a Humberto Marcel, preguntó:

—¿Cómo vamos a hacer para cerrar el negocio? Estamos más solos que Adán en el día de la madre, como si fuéramos exiliados, no podemos asomar el hocico por Buenos Aires, ¿no aprovecharán para jodernos en algo?

—Confiad en este zaragozano, Clara. Las situaciones que he padecido no me han hecho perder el equilibrio. No temáis, he hilvanado mis quehaceres meticulosamente y os puedo decir que no he dejado nada librado al azar. Hay dos mandatarios de mi plena confianza en la capital con potestad suficiente para suscribir la escritura traslativa de dominio de los inmuebles. No os preocupéis por el dinero, deberá ser depositado por los compradores en una cuenta bancaria que me pertenece. Ningún apoderado se podrá quedar con nuestros duros. Os puedo anticipar que antes de quince días estaremos firmando en la escribanía, os lo digo para vuestro contento: cobraréis los doblones que con tanto esfuerzo hemos sabido conseguir.

Pedro permanecía callado, como si no le interesara el resultado de la operatoria que tan trabajosamente habían desarrollado. Estaba todavía conmovido por la apasionada intimidad que había tenido con Clara; por primera vez se sentía totalmente liberado de los fantasmas de su divorcio con Mariela. Sentía como si le hubieran sacado un gran peso de encima, experimentaba con placer una inesperada sensación de alivio por estar muy enamorado, sintiéndose correspondido. Lo que más lo entristecía era no poder estar con su hijo; ni siquiera se podía arriesgar a llamarlo por teléfono. Le había pedido a su ex esposa que se lo llevara a Francia para asegurarse de que Gandulco no tratara de secuestrarlo. Gracias al encuentro con Clara, durante algunas horas pudo olvidar que estaban en una situación de altísimo riesgo.

A la tarde reposaron a la sombra de un inmenso nogal, en unas cómodas hamacas paraguayas instaladas en el parque. El río parecía estar al alcance de la mano. A las seis en punto sonó el teléfono celular del Zaragozano. Recibió un largo e-mail del Teniente Torres con copia al francotirador. Lo leyó en silencio con gesto adusto, demoró más de diez minutos en analizarlo y cuando terminó, miró a sus compañeros como quien está por anunciar algo importante.

—Nuestro amigo nos transmite algunas noticias preocupantes; debéis escucharme con atención. Las redactó en forma confusa, sin mencionar nombres para que sólo yo pueda comprenderlas. Creo que su anuncio os impactará tanto como a este zaragozano.

Acicateada por la curiosidad, Clara preguntó con voz temblorosa:

—¿Qué pasó, Zaragozano? Un problema grande, ¿no?

Humberto Marcel contestó secamente.

—Se trata de Magaliños, camaradas. Este mezquino majadero está más difunto que mi tatarabuelo, que en paz descanse en Zaragoza. Os habéis quedado mudos, mis amigos. ¿Es que acaso encontráis extraño que nuestro codicioso síndico haya pasado a mejor vida? No os sorprendáis en lo más mínimo: este funcionario era más peligroso para Gandulco que dormir la siesta con una cobra. Sabía demasiado, sabéis que tenía una relación personal con la hermana del narcotraficante. Pensadlo: el secuestro de Pedro se hizo a pedido de Magaliños.

Pedro también expresó su curiosidad:

—Padrino, ¿qué más te comentó? Estuviste bastante tiempo leyendo. El mensaje debe ser extenso... ¿Nos estás escondiendo algo?

—Jamás os mentiría, Pedro. Dejad que termine mi discurso, no quiero alarmaros en demasía, mas no puedo ocultaros que las novedades son desagradables. Todo hace pensar que Gandulco sigue firme en su propósito de eliminar a todos los testigos. Lo que le ha sucedido a Magaliños es una prueba categórica de ello. Podéis estar seguros, su muerte no fue casual, no dudéis al respecto ya que no es natural morir de un hachazo. Estos asesinos le partieron la mollera en dos. Por otra parte, Gandulco tiene serios contratiempos: los mexicanos de Mazacate lo están presionando cada vez más. Como lo imaginaréis, se han dado cuenta de que nuestro enemigo mafioso es mala propaganda. Los diarios están haciendo mucha bambolla: ahora también están criticando a sus aliados políticos. Los capos del cartel mexicano saben que mientras la situación no cambie será casi imposible recuperar la droga. No lo dudéis: estos caballeros no estarán dispuestos a perder la millonada de dólares que les adeuda Gandulco. Si la cocaína no ingresa de nuevo al mercado, no podrán cobrar ni un mísero cobre. Aunque os parezca increíble, los mexicanos están negociando con varios sectores a través de sus delegados. Aunque esto sea trágico, nos viene de perillas mis amigos. En cualquier momento se puede dar un cambio de piezas en el tablero: a los de Mazacate les conviene que desaparezca Gandulco. Si se aquietaran las aguas podrían reintroducir la «pasta» en el mercado. El teniente Torres dice que mi amigo de la infancia, el Comisario Mayor José Barrientos, ha hecho un frente común con otros jefes policiales. Los que están en complicidad con Gandulco han empezado a recular, incluyendo a sus aliados políticos. Hay otros traficantes dispuestos a sentarse en el sillón de nuestro peor adversario. Sin embargo, no os alegréis demasiado: la mala noticia es que todo necesita tiempo; estamos en el horno, la campaña criminal contra los testigos está funcionando a pleno. Salvo la mujer que Torres dejó escapar, los demás son cadáveres; sólo nosotros quedamos vivos. Debo hablaros con la mayor franqueza: ya que estáis conmigo en este atolladero, debéis tomar todas las precauciones posibles. Conocéis al dedillo el plan que hemos elaborado. Os ruego que lo sigáis fríamente; no tendréis una segunda oportunidad.

Clara no pudo reprimir su ansiedad; preguntó con angustia visible:

—Estás un poco misterioso, Zaragozano. De golpe estás hablando como si nos fueran a cagar a tiros dentro de un ratito nomás. ¿Qué nos estás ocultando?

—Lamento deciros esto, Clara. Intervinieron el teléfono celular del Búho. Está viajando en auto para Córdoba con varios compinches. Nuestro amigo policía dice que averiguó nuestro paradero. No tengo la más remota idea de cómo lo hizo, creédmelo. Hace aproximadamente dos horas que interceptaron la conversación telefónica. Estaban pasando por Río Cuarto. En cualquier momento estarán por aquí. Acabo de recibir un mensaje de texto de Walter pidiendo que nos preparemos para lo peor, que estemos listos para seguir el plan.

Clara se puso a llorar desconsolada.

—¡Cómo querés que no me asuste, Zaragozano! ¡Estoy aterrorizada! ¡Justo ahora que iba a empezar una nueva vida con Pedro, no sé qué haremos! ¿No podemos desaparecer? Si nos escapamos será muy difícil que nos encuentren; te juro que se me olvidó todo lo que me dijiste del plan. En este momento no me acuerdo de nada, tomá el control, obedeceré tus órdenes como si fuera estúpida. Sólo te pido que tengas en cuenta que Pedro todavía está en recuperación. Tendrá que caminar más lento... tengo mucho miedo de que nos maten a los tres.

Pedro parecía extrañamente tranquilo. Su carácter había sido fortalecido por tanta adversidad. Abrazó a su amada, le dio un beso en la frente y luego le dijo con voz firme:

—No es momento para llorar, Clara. Es ahora o nunca. Tenemos que redoblar nuestra apuesta. No tenemos otra posibilidad: si no lo hacemos, nos matarán como a perros. Si huimos ahora, quedaremos más desprotegidos. Respetemos lo que hemos programado. No estoy dispuesto a ser una víctima de estos grandes hijos de puta. Debemos impedirlo. Los asesinos profesionales también pueden morir. Tenemos rifles automáticos; los usaremos para defendernos; les demostraremos que no somos tan inofensivos como ellos creen. Debemos estar preparados por si Walter nos falla. Llevemos ahora el equipamiento hasta el segundo puesto de defensa. Quiero tener allí todos los víveres y elementos de seguridad, especialmente las armas y las municiones. Estaremos en un refugio bien resguardado, a mitad de camino de la cumbre. Cuando nos estén pisando los talones, cualquier cosa que carguemos nos dificultará el ascenso. Ocupémonos ya; cada minuto vale oro. Ponete unas zapatillas, Clara. Llevá ropa de abrigo. Es posible que pasemos toda la noche afuera. Tenemos que usar los chalecos antibalas, no se olviden de eso, pónganselos inmediatamente. Tengan a mano los cascos reforzados que nos protegerán la cabeza.

El Zaragozano se quedó impresionado ante la decidida actitud de Pedro. Las desgraciadas experiencias que había tenido a partir de su secuestro lo habían transformado en un hombre duro, dispuesto a todo. Lo que más lo sorprendió fue que su ahijado estaba demostrando vocación de líder. Todo lo que Pedro aconsejaba era racionalmente adecuado. Humberto Marcel pensó que sería conveniente que su ahijado tomara el mando. Parecía ser el más lúcido y decidido, algo que unos minutos antes no hubiera podido imaginar. Hicieron los preparativos con rapidez, transportando el equipo a la segunda defensa, aproximadamente a trescientos cincuenta metros de la casa y a doscientos cincuenta de la cumbre. Lo escondieron con cuidado, tapándolo con ramas, hojas y tierra. Cada uno se quedó con una pistola automática. El tercer puesto defensivo estaba a menos de cien metros de la cima. Debían evitar que los asesinos se aproximaran tanto al tirador de élite que los estaba protegiendo, porque quedaría al alcance de sus poderosas armas. Debían aprovechar la ventaja de poder agredirlos a gran distancia: esa era su carta de triunfo. Juntaron su ropa. Cada uno llevó una mochila. Pedro sintió un fuerte dolor en la pierna. Nunca se había esforzado tanto desde su salida del sanatorio. Tomó conciencia de cuán debilitado estaba; le faltaba mucho para recuperarse. Subir la montaña le provocaba intensos mareos, apenas podía mantener el equilibrio. No hizo ningún comentario al respecto, no quería atemorizar a Clara ni tampoco adelantarse para subir dejando a sus amigos solos en la casa. Confiaba en que al estar sobre aviso oportunamente, podría partir con suficiente anticipación como para no tener que escalar demasiado rápido.

Permanecieron en el sector trasero del quincho, cerca del acceso a la parte alta de la sierra. Los tres estaban tensos, a la espera de la señal electrónica que les avisaría que la incursión de los criminales se estaba llevando a cabo. Se sentían tan impotentes como la tripulación de un submarino inmóvil que aguarda bajo la superficie el estallido de bombas de profundidad. Nada podían hacer en lo inmediato, sólo aguardar y correr lo más rápidamente posible cuando los asesinos ingresaran en el predio.

Una chicharra sonó repentina. El auto de los delincuentes estaba ingresando a la finca aledaña a la casa. Se levantaron rápido tomando pequeños bultos de mano y salieron de la residencia para comenzar la subida hacia la segunda defensa. Para Pedro fue una prueba de fuego. Los dolores en su pierna izquierda se habían tornado insoportables. No tenía alternativa: estaba obligado a continuar la ascensión procurando que sus compañeros no advirtieran su discapacidad. Clara y el Zaragozano estaban en una excelente condición física. Marchaban muy delante de él. De vez en cuando se detenían a esperarlo; esto molestaba a Pedro que los conminaba enérgicamente a proseguir sin él, asegurándoles que ya los alcanzaría. Trató por todos los medios de que no se dieran cuenta de su creciente invalidez pero una mancha colorada apareció en su muslo izquierdo: la herida producida por el cuchillo de su secuestrador se había vuelto a abrir. Pedro comprendió que si no lograba contener la hemorragia, perdería mucha sangre, se desfallecería antes de llegar a la segunda defensa. Se sacó el cinturón, se lo ajustó fuerte sobre la herida y luego siguió subiendo con gran dificultad, retorciéndose de dolor, casi arrastrando la extremidad afectada. El Zaragozano y Clara llegaron a la meta; a Pedro le faltaba recorrer aproximadamente cien metros para arribar al segundo refugio. Sus compañeros lo esperaban ansiosos y angustiados. En ese mismo instante, cinco delincuentes ingresaban al sendero que llegaba hasta la cumbre. Estaban a doscientos metros de Pedro, fuera del alcance de sus escopetas, pero no de sus fusiles. Era casi de noche; el cielo densamente nublado opacaba la luz de la luna llena. Pedro hizo un último esfuerzo, aunque cada vez fluía más sangre de su herida. Un reguero escarlata dejaba evidencia de su paso. Se dio cuenta de que si no se apresuraba, lo matarían sin remedio. Se sintieron varios estampidos: sus perseguidores le estaban disparando. Algunos proyectiles rebotaron muy cerca emitiendo un extraño silbido; si acertaban un solo impacto, estaría perdido sin remedio. Los delincuentes se aproximaban; su velocidad era superior a la de Pedro; no tenía posibilidad de detenerlos porque salvo una pistola, había dejado todas sus armas más arriba. Se reprochó no haber anticipado su ascenso; nunca imaginó que se volvería a abrir su herida disminuyendo tanto su capacidad locomotora. El Zaragozano se encontraba a doscientos cincuenta metros de los asesinos. A tanta distancia era improbable que les pudiera acertar con su rifle automático; no obstante, usando sus lentes infrarrojos trató de ubicar a los maleantes; apenas los podía distinguir. Disparar en esas condiciones era tirar a ciegas, sin seguridad alguna de dar en el blanco, corriendo el riesgo de que una bala perdida ultimara a su ahijado. Mientras tanto, Pedro continuaba su esforzado, lento y doloroso avance. A cada instante trataba de divisar a sus amigos; ellos habían prendido una débil linterna para que no perdiera el camino; la habían encendido aún sabiendo que era peligroso iluminar el refugio. Clara no había entendido razones; rogó con desesperación que la luz permaneciera prendida; se quiso asegurar de que Pedro no se desorientara. Hasta los más mortecinos rayos de sol habían desaparecido detrás de las sierras. El Búho se dirigió a sus compañeros:

—¡Vamos, carajo, lo tenemos engrampado de las bolas! Unos metros más y lo hacemos cagar como arpa vieja, no tendrá escape este turro de mierda... No sé cómo sobrevivió hasta ahora, pero se le acabó la suerte. Tenemos que tener cuidado. No se olviden de que arriba hay más gente: han prendido una luz, están esperándonos refugiados tras las rocas. Póngase los lentes infrarrojos, sin ellos no se ve una mierda; escóndanse lo más que puedan, si nos exponemos mucho nos pueden cagar a tiros. ¿Todos tienen puesto el chaleco a prueba de balas? ¡Contesten, carajo! Parecen boludos che, quiero que me presten atención, ¿entendieron? Si alguno de ustedes no lo lleva puesto, le partiré el mate de un culatazo, ¿quedó claro? ¡Vamos, carajo! Organicémonos: Pepe y El Yeta se quedan aquí conmigo escondidos entre estas piedras. El Cabezón y el Bonito se van a aproximar a este tipo para liquidarlo. No será difícil para ustedes: se encuentra herido. Fíjense el reguero de sangre que está dejando. Pronto se va a debilitar y será más fácil limpiarlo. Va muy despacio, lo alcanzarán enseguida. ¡Vayan, carajo! Háganlo mierda... recuerden que si los limpiamos, Gandulco nos pagará muchísima guita. Seremos bacanes para siempre, es la oportunidad de nuestras vidas, muchachos, no podemos equivocarnos. ¿Está claro? No hagan cagadas, no se olviden que más arriba hay otros que también tenemos que cepillar. Tienen la ventaja de estar más alto que nosotros. Tenemos que andar con pies de plomo. No desperdicien oportunidades. Apúrense, la cana puede caer en cualquier momento.

Los denominados «Cabezón» y «Bonito» eran jóvenes, ambos estaban por cumplir treinta años. Salieron corriendo como si fueran maratonistas. Pedro ya había advertido que difícilmente tendría chance de llegar al segundo puesto. Sin embargo, no se rindió. Lucharía con sus últimas fuerzas, mientras pudiera hacerlo. Ya casi no podía caminar; el dolor le había paralizado la pierna. Comenzó a utilizar una rama gruesa a modo de apoyo. Nuevos disparos se escucharon a sus espaldas; otra vez los rebotes cercanos y los silbidos de las balas. Sintió súbitamente un formidable golpe bajo el hombro derecho. Trastabilló cayendo sobre un pequeño arbusto situado a dos metros, golpeándose la parte izquierda del rostro con unas rocas que afloraban. Los ojos se le llenaron de polvo y de sangre; quedó transitoriamente ciego e inmovilizado. No se podía levantar, toda su espalda estaba rígida por el impacto sufrido. Llegó a pensar que le habían volado un pulmón; apenas podía aspirar, sentía que se estaba ahogando. Sin embargo, poco a poco fue normalizando su respiración. Comprendió que el chaleco antibalas lo había salvado, aunque el balazo probablemente le había quebrado el omóplato. Se maldijo a sí mismo porque sólo tenía para defenderse una insignificante pistola de corto alcance. Igual estaba dispuesto a morir peleando. Si era posible, se llevaría con él a alguno de sus atacantes. Sabía que su chance de sobrevivir era mínima. En pocos segundos estaría a merced de sus perseguidores. Imposibilitado de seguir subiendo, sintiendo náuseas y tambaleando por el incontrolable mareo que sentía, se escondió lo mejor que pudo, con un grave déficit de oxígeno. No podía huir; sólo un milagro lo podría salvar. Era un agnóstico convencido que no creía en su existencia. Sintió a muy pocos metros los pasos de sus enemigos; preparó su arma escabulléndose en la oscuridad, acurrucándose bajo una saliente, pero «El «Bonito» lo descubrió y gritó con firmeza:

—¡Vení, Cabezón! ¡Aquí está el chorlito de mierda éste! ¡Ayudame a hacerlo boleta... lo tengo casi a tiro!

Levantó su fusil apuntando hacia el lugar en el cual se había parapetado Pedro. Comenzó a rodearlo lentamente, esperando tener un blanco para dispararle. En ese instante, pudo ver claramente una parte de su rostro. Su lente para visión nocturna funcionaba bien. Lo ubicó en la mira con sumo cuidado y su índice comenzó a presionar el gatillo. Pedro estaba como entumecido, a merced de su atacante. Hizo varios disparos al bulto contra el Bonito. Sólo uno acertó, pero el chaleco antibalas salvó la vida de su agresor. El casquillo de una bala quedó en el caño trabando la pistola; ya no tenía defensa alguna. El asesino lo advirtió y mirándolo a los ojos, dijo:

—Esto no es nada personal, macho, pero todos tenemos que vivir. Bancátela por joder a mi jefe. Hasta mejor vida... Apenas terminó de pronunciar esa frase, se escuchó un estampido lejano y un lunar rojo apareció en el medio de la frente del Bonito. Se desplomó pesadamente. Sangrientos restos de masa encefálica salpicaron al Cabezón, que lo había alcanzado en ese instante. Sorprendido y asustado, se arrojó al piso escondiendo su cabeza tras unos cedros de mediano grosor.

Walter había comenzado a operar. La visibilidad no era buena, estaba muy oscuro, pero el francotirador utilizaba la mejor mira telescópica del mundo. Comenzó a buscar al Cabezón entre las piedras; no podía distinguir su cuerpo, sólo se veía una de sus piernas asomando en el costado de un pequeño montículo. Clavó su vista en ella y con cuidado apuntó. Se escuchó otro estampido, casi instantáneamente un estridente grito y luego una serie de quejidos desgarrantes. El Cabezón no se podía desplazar. El disparo del francotirador le había destrozado la rodilla izquierda. Comenzó a fabricar con desesperación un torniquete para detener la hemorragia. Estaba tan concentrado en esa tarea que no se dio cuenta de que se había apartado unos centímetros de las piedras que lo protegían. La mitad superior de su cabeza quedó a la vista. El tirador no perdió el tiempo, disparó de nuevo y literalmente se la voló. El cabezón ni siquiera se llegó a dar cuenta de que había sido ultimado.

Pedro no desaprovechó la ocasión. Aunque había llegado al límite de sus fuerzas, hizo un esfuerzo sobrehumano para continuar ascendiendo. Cada paso que daba, sentía que iba a ser el último. Intensos vahídos le hicieron perder el equilibrio. Cayó desmayado en el sendero que conducía a la cúspide, expuesto al fuego de los asesinos, sin otro recurso que esperar la muerte. Despertaba esporádicamente mascullando esta trágica premonición, hasta que sintió que era aferrado con fuerza de las axilas. El Zaragozano había descendido para ayudarlo. Pese a sus sesenta años, era un hombre corpulento, de muy buena condición física. En esa ocasión parecía haber duplicado sus fuerzas. Con gran energía, prácticamente lo arrastró hasta el segundo puesto defensivo en donde Clara lloraba desconsolada, ignorando si Pedro estaría aún con vida. El Búho, Pepe y El Yeta, comenzaron a dispararles pero no les acertaron; estaban a más de doscientos metros. A esa distancia la visibilidad no era buena, ni siquiera con lentes infrarrojos. Cuando llegaron al refugio, Pedro cayó desvanecido; parecía estar muerto. Clara suspiró aliviada al comprobar que su corazón latía. Los fusiles estaban listos para ser utilizados.

En el intercomunicador del Zaragozano se escuchó la pausada voz del tirador:

—Aquí Walter, ¿tenemos bajas? Respondan rápido, por favor.

El Zaragozano le contestó de inmediato:

—Pedro está lastimado, recibió un disparo en la espalda; el chaleco le salvó la vida, creo que le fracturó algún hueso. Lo peor es que se le abrió la herida de la pierna. Se encuentra extenuado, ha perdido mucha sangre. No podrá llegar a la cumbre.

Walter fue categórico:

—Tendrán que dejarlo solo. Si se quedan ahí los tres, el riesgo será mucho mayor. Déjenle algún arma y suban de inmediato. He pedido refuerzos a Mina Clavero; en algunos minutos estarán aquí. Nos conviene ganar tiempo.

Clara intervino:

—No abandonaré a Pedro. Dejame dos fusiles. Los detendré hasta que vengan refuerzos. Andá vos, Zaragozano. No tiene sentido que te arriesgues también.

Humberto Marcel la miró con los ojos húmedos y contestó:

—¿Pensáis acaso que os dejaré aquí solos? No me conocéis, Clara. Nuestra suerte ha de ser la misma: hasta el último hálito. Aquí estamos bien cubiertos. Si estos malvivientes quieren llegar, recibirán lo suyo. No les resultará nada fácil. Estamos bien parapetados. ¿Me habéis escuchado, Walter? Lamento no obedeceros, camarada. Permaneceremos en este sitio. Procurad eliminarlos de acuerdo a lo planeado. Tenemos la ventaja de la altura y de la distancia. Hubo un silencio de pocos segundos; finalmente, el francotirador explicó: Es responsabilidad de ustedes. No les aconsejo que se queden. Estarán mucho más expuestos. Para mí sería más fácil defender a una sola persona que a tres. La situación es comprometida; los enemigos tienen un lanzacohetes antitanque portátil RPG-7 de origen soviético con mira óptica. Tiene un alcance de hasta quinientos metros; le instalaron un bípode metálico para mejorar su puntería. En cualquier momento comenzarán a lanzarnos granadas anti-búnker de alto poder explosivo.

Walter apenas había terminado de hablar, cuando una gran explosión se produjo en la cumbre. El artefacto tenía gran potencia destructiva; resultaba difícil suponer que el francotirador hubiera salido indemne de ese ataque. Los temores del Zaragozano se vieron ratificados cuando advirtió que cesó en su actividad. No se sintió ningún otro disparo en contra de los criminales. Al cabo de aproximadamente cinco minutos, el Búho consideró que era oportuno preparar otro disparo, ahora contra el segundo puesto defensivo. Sería mucho más fácil alcanzarlo porque su posición estaba más cerca de los agresores. Mientras tanto, Pedro recuperó la conciencia luego de un breve descanso, tomó cuenta de la situación y con voz firme le dijo a sus compañeros que se parapetaran tras unas rocas cercanas de un metro y medio de altura. Detrás de ellas había un gran espacio abierto. No existía ningún obstáculo. Era de suponer que los explosivos que les lanzaran chocarían contra las rocas si venían a baja altura o seguirían de largo si las sobrepasaban. Estarían en algo aún mejor que una trinchera, en un espacio sumamente protegido. De inmediato se mudaron al lugar elegido y aguardaron que los criminales reanudaran su ofensiva. No se hicieron esperar. Se escuchó un estruendo ensordecedor. El proyectil lanzado había chocado contra las sólidas rocas que los parapetaban que soportaron perfectamente la explosión. Pedro echaba un vistazo cada cinco o seis segundos. Quería estar seguro de que los asesinos no estaban avanzando hacia ellos. Pese a tener lentes infrarrojos, no podía distinguir si los atacantes aún permanecían en su sitio. Otra explosión les indicó que seguirían siendo acosados, con el riesgo de que algún proyectil cayera en el hueco que habían elegido para esconderse. Estaban aislados; si salían del lugar, quedarían a merced del lanzagranadas de los maleantes...

El Búho no las traía todas consigo. Estaba nervioso. Por más que tenía una fuerza de choque de gran poder de fuego, sabía que la estruendosa contienda que estaban sosteniendo atraería a fuerzas policiales de la zona. Debía lograr un rápido resultado y retirarse pronto.

—A ver, Pepe y vos, Yeta, nos tenemos que jugar, che. No podemos quedarnos mucho tiempo más. Dentro de poco caerá la poli, eso es una fija. Con el quilombo que estamos haciendo ya media Córdoba debe estar avivada. Estamos obligados a terminar el trabajo, che, a limpiarlos y rajar; no nos queda otra. Yo sé manejar bien el lanzagranadas. Me quedaré aquí disparándoles. Ustedes hagan un rodeo para sobrepasarlos, atáquenlos desde más arriba, mátenlos a todos como a perros. El tipo que estaba en la cima no disparó más. Tiene que estar muerto. Sin él tirándonos, será sencillo para ustedes. Recuerden que si nos demoramos, somos fiambres, ¿entendieron? Vayan, carajo, si volvemos con las manos vacías, Gandulco nos liquidará, ¿está claro?

Los dos delincuentes comenzaron a correr hacia el puesto de nuestros amigos, dispuestos a rodearlos. En pocos minutos estuvieron a escasos metros. Caminaban escondiéndose entre las piedras; igualmente Pedro pudo distinguir que se estaban aproximando cada uno por un lado distinto. Adivinó que tenían intenciones de ubicarse más arriba que ellos. Apoyó su fusil en una hendidura entre las rocas. Con el casco puesto se encontraba protegido; sólo exponía a sus atacantes una mínima parte de su cabeza. Apuntó con cuidado hacia uno de los agresores que estaba parcialmente visible; no sería fácil dar en el blanco. Si le disparaba al cuerpo, el chaleco antibalas lo protegería. Acertarle en la cabeza sería muy difícil ya que el objetivo era muy pequeño. Por tanto, Pedro optó por apuntarle a los muslos, un lugar bastante amplio. Si lograba afectar algunas de sus piernas, impediría que continuara ascendiendo o al menos lo dificultaría mucho. El Yeta apareció ante sus ojos. Pedro tenía cierta experiencia en tirar con rifles: había practicado durante su temprana adolescencia; de eso nunca se había olvidado. Algo repuesto por haber descansado, centró afinadamente la mira en los miembros inferiores del agresor y apretó el gatillo. No vio el resultado pero si lo escuchó: un lamento desgarrador provino de la oscuridad. El Zaragozano miró rápido y constatando el éxito de la descarga, dijo:

—Lo habéis herido, ahijado. Lo he visto rodar sierra abajo. Tenéis buena puntería, tened cuidado que el otro debe estar al caer...

No había terminado la frase, cuando se comenzaron a escuchar disparos desde un área cercana. Los proyectiles rebotaban peligrosos. Uno de ellos hirió el brazo de Clara, que gritó angustiada y se comenzó a quejar con lágrimas en los ojos. El Zaragozano comprobó que la herida había sido superficial. Justo en ese momento, advirtió que en el borde de una saliente, a veinticinco metros, sobresalía un brazo. Se lo indicó a Pedro, quien con esmero le apuntó y aguardó que se expusiera más, pero el asesino tenía mucho cuidado de hacerlo. Decidió tirarle igual, y el resultado fue que Pepe contempló con espanto cómo volaban dos dedos de su mano derecha, imposibilitándolo para usar su arma. Se comenzó a retirar quejoso dejando expuesta su espalda. Pedro no le dio ninguna ventaja: le disparó nuevamente, esta vez sobre su nuca. El impacto fue preciso y definitorio. Pepe cayó pesado, sin vida. El Yeta, mientras tanto, apenas se podía mover. Rogaba a los gritos que le perdonaran la vida, aseguraba que deponía sus armas. El Búho vio desde la distancia todo lo que estaba sucediendo y no dudó un instante en intentarlo todo, aunque le costara la vida a su compañero herido. El lanzagranadas funcionó de nuevo. La explosión se produjo muy cerca del refugio. Una lluvia de diminutas piedras salió disparada. Algunas de ellas se incrustaron en el cuerpo de los tres agredidos. El Búho se levantó veloz, Se comenzó a retirar. Ya no tenía más tiempo para culminar la misión que había fracasado sin remedio. Si permanecía en el lugar, además perdería la vida. Dejó todas sus pertenencias; sólo se llevó una pistola. Antes de que diera dos pasos, una bala perforó su nuca. El francotirador había vuelto a la actividad. La última visión que tuvo El Búho antes de morir fue de la cañada del Río Panaholma.

Clara, Pedro y El Zaragozano estaban relajados. Parecía que la pesadilla por fin había cesado. Estaban mental y físicamente agotados, pero siguieron vigilando al delincuente herido para asegurarse de que no se les acercara, dispuestos a matarlo si lo hiciera. Transcurrieron quince minutos, hasta que escucharon que alguien se acercaba desde lo alto diciéndoles:

—Atención, soy Walter, no me vayan a disparar, por favor, me estoy acercando, ¿me escuchan? Les pido que me contesten, soy el francotirador de la cumbre, no se equivoquen, respóndanme.

—Quedaos tranquilo, Walter, os hemos oído. Agradecemos lo que habéis hecho por nosotros. Salvasteis nuestra vida, compañero. Bajad, estamos fuera de peligro aunque machucados y un poco sangrantes. Venid, por favor.

La imagen de Walter apareció en escena. A pesar de que rengueaba visiblemente, parecía un Dios de la guerra, un hombre de cuarenta años, delgado y fibroso. Sus largos cabellos rubios y sus ojos celestes acentuaban su aspecto de personaje épico; parecía un sobreviviente de una conflagración universal. La explosión de la granada que había caído en la cumbre lo había lastimado. Su camisa oscura estaba hecha jirones, su cabeza y su cuello, vendados, lleno de lastimaduras. En su cintura, goteaba sangre de una extensa herida.

—Dejé de disparar por un rato porque me desfallecí. Me dí cuenta de que me iban a lanzar una granada, pero no pude retirarme lo suficiente. La onda expansiva de la detonación me arrojó contra las rocas. Casi me parto la cabeza. Algunas esquirlas me hirieron. Cuando desperté, vi que el criminal que aún estaba activo se quería fugar. Lo cancelé para evitar riesgos. Ese sujeto no amenazará a nadie más. Voy a ponerle esposas al delincuente herido. Verifiquen el estado de sus lesiones, por favor. La policía está a tres o cuatro minutos de aquí; viene con una ambulancia. Serán atendidos en el hospital.

Descendieron con trabajo por la colina. Por doquier se veían vestigios de la batalla que habían librado. Cuando llegaron a la casa, se recostaron en los sillones del living. Ninguno tenía fuerzas para levantarse a buscar bebidas o algo para comer. Lo hizo el Zaragozano que pese a sus sesenta años; parecía ser el menos afectado. En instantes, la casa se llenó de policías. Walter los conocía y los interiorizó de todo lo sucedido. El Comisario Mayor amigo del Zaragozano estuvo hablando por teléfono con el jefe policial de Mina Clavero. Todo estaba bajo control y totalmente oficializado. No tuvieron que dar demasiadas explicaciones; la situación ya era conocida por las fuerzas del orden.

Los llevaron al hospital de Mina Clavero en donde les hicieron las curas correspondientes. Ninguno tenía una lesión de gravedad. Habían salido casi indemnes de la refriega. Pedro sentía un intenso dolor en la espalda pero no estaba fracturado. La herida de la pierna fue desinfectada y suturada; sólo le recomendaron que guardara reposo; la situación no era grave.

Esa noche permanecieron en el hospital en observación. Al mediodía siguiente les dieron el alta. Regresaron a la casa de Panaholma, donde tendrían que permanecer dos o tres días a disposición de la justicia. Deberían dar testimonio en la causa penal que se estaba tramitando para investigar lo que había sucedido. Lo peor había pasado. Gandulco había sufrido un revés difícil de ser asimilado. Sus enemigos probablemente aprovecharían su traspié para darle un golpe final, justo lo que deseaban nuestros amigos para volver a vivir con una razonable tranquilidad.

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    Le recomendamos que elija fotografías tomadas por usted o del Patrimonio público. En el caso de otras fotografías, es posible que sean precisos privilegios especiales para poder etiquetarlas. Por favor, si la fotografía no es suya ni pertenece al Patrimonio público, pida permiso al autor o compruebe que la licencia autoriza este uso.

  2. Una vez haya etiquetado en Flickr la fotografía de su elección, compruebe que la nueva etiqueta está públicamente disponible (puede tardar unos minutos) presionando el siguiente enlace hasta que aparezca su fotografía: mostrar fotografías ...

  3. Una vez se muestre su fotografía, ya puede incorporarla a esta página:

Aunque en Badosa.com no aparece la identidad de las personas que han incorporado fotografías, la ilustración de obras no es anónima (las etiquetas están asociadas al usuario de Flickr que las agregó). Badosa.com se reserva el derecho de eliminar aquellas fotografías que considere inapropiadas. Si detecta una fotografía que no ilustra adecuadamente la obra o cuya licencia no permite este uso, hágasnoslo saber.

Si (por ejemplo, probando el servicio) ha añadido una fotografía que en realidad no está relacionada con esta obra, puede eliminarla borrando en Flickr la etiqueta que añadió (paso 1). Verifique que esa eliminación ya es pública (paso 2) y luego pulse el botón del paso 3 para actualizar esta página.

Badosa.com muestra un máximo de 10 fotografías por obra.

Badosa.com Concepción, diseño y desarrollo: Xavier Badosa (1995–2018)