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La Campana Mágica S.A.

Capítulo XXXXII

El operativo final

Ricardo Ludovico Gulminelli
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEn un pequeño y acogedor barcito de la calle Jorge Luis Borges, frente a la plaza Serrano

El domingo 13 de febrero a la una de la mañana, el Zaragozano estaba frente a una estación de servicio, a dos cuadras del juzgado federal. Tenía un intercomunicador manual. Sobre la luneta del camión había una pequeña pantalla en la que se podía ver la actividad fuera del Tribunal, gracias a una cámara que sus amigos habían instalado en las inmediaciones. Dos delincuentes ocupaban un Peugeot blanco estacionado cerca de la puerta del Juzgado. El Zaragozano apenas podía controlar sus nervios; le había costado operar la palanca de cambios, estaba casi sin control, temía que su alteración le impidiera actuar en forma eficaz. No comprendía cómo había aceptado participar en una campaña tan peligrosa y cruel; probablemente tendrían que matar a varias personas... Desechó de su mente tan angustiante idea. No había marcha atrás. Su vida estaba en juego; además, tenía una deuda de honor con sus compañeros de aventuras. Ellos se habían metido en esa situación de apuro para ayudarlo. No se podía olvidar de esta circunstancia: era una persona agradecida; su orgullo no le permitía ser pusilánime.

A una cuadra de distancia había un patrullero. Dos de sus aliados estaban dentro. Le habían dicho que intervendrían si fracasaba la primera fase del plan, pensada para cancelar a los maleantes que vigilaban.

Como salida de la nada, una mujer apareció en la esquina del Juzgado. Con un sensual bamboleo se fue acercando a los dos narcotraficantes que estaban en el Peugeot. Tenían poco más de cuarenta años y una larga trayectoria criminal. La miraron con interés. No era difícil imaginar que se trataba de una prostituta: su vestimenta era escasa y sumamente provocativa. Era un ejemplar magnífico. Caminaba como un felino en celo. Sus piernas parecían firmes como columnas. Demasiado firmes pensó el Zaragozano... Recién en ese momento comprendió que la puta que merodeaba era Juanito, muy bien caracterizado y con abundante maquillaje. Trató de llamar la atención de los delincuentes para que lo dejaran aproximarse a ellos. Se colocó frente a la puerta delantera derecha del auto y levantándose la minifalda, dejó al descubierto su sólido trasero. Carecía de ropa interior. Ese gesto fue definitorio: de inmediato fue invitado a entrar en el auto. Pidió que le abrieran la puerta de atrás y se deslizó suavemente mientras sacaba de su bolso de mano una pistola de calibre nueve milímetros con silenciador. Fue todo muy rápido: en menos de tres segundos le había disparado a cada mafioso dos tiros en la cabeza. Ambos murieron en forma inmediata. Llamó por su walkie talkie a los demás efectivos. Dos patrulleros llegaron. Cinco personas descendieron. Una de ellas era el Secretario del juzgado que con el caño de una pistola apoyada en su espalda, llamó a la puerta. Cuando lo atendió el sereno, se identificó con nombre y apellido mostrándose frente al visor instalado en la entrada. Sus captores le habían explicado cuál era la situación: si colaboraba, nada le pasaría; no podía cometer ninguna imprudencia porque sabía que su vida dependía de ello. Trató de ser muy convincente al decir:

—¿Cómo le va, Francisco? Ábrame la puerta rápido, es una emergencia. Hubo un atentado: raptaron a un importante político. El juez me ordenó que buscara unos documentos que están agregados a un expediente de homicidio. Debo encontrar datos de los posibles secuestradores, ¡está en juego la vida del gobernador de la provincia! Si llegara a pasar algo irreversible, nos echarán la culpa a nosotros por demorar.

El sereno no vaciló. Tenía instrucciones precisas de obedecer las órdenes del Secretario, quien exhibiéndole las llaves y rodeado de policías, le hacía recordar que el depósito estaba a su cargo, por tanto no podía dudar ni un instante en seguir sus directivas. Apenas el funcionario puso un pie dentro del juzgado, cuatro agentes policiales, todos con guantes, apuntaron al rostro del guardián del juzgado. En ese preciso instante, el Zaragozano puso en marcha el camión para ir calentando el motor. En pocos segundos tendría que dirigirse hacia el tribunal para que fuera cargada la cocaína en el volquete del vehículo.

Torres dirigió el operativo: dispuso que abrieran pronto la puerta blindada, algo que el secretario hizo con suma urgencia; usaron dos carritos livianos que habían llevado para cargar rápidamente la droga; en apenas veinte minutos la acomodaron en el Scania que manejaba Humberto Marcel. Todo estaba listo para huir con celeridad. Dejaron al sereno encerrado en el depósito. El doctor Álvarez fue obligado a acompañarlos.

Cuando salieron, se encontraron con una desagradable sorpresa: un auto había estacionado atrás del rodado de los delincuentes muertos. Tres maleantes más habían advertido que un camión estaba estacionado frente al Tribunal y que sus compañeros no estaban activos en su puesto. Al ver que una prostituta estaba sospechosamente cerca, se bajaron presurosos y le apuntaron a la cabeza. En ese momento vieron que cuatro policías salían del juzgado; no demoraron nada en comprender que se estaban llevando la droga.. Juanito aprovechó la distracción de sus agresores para sacar su arma. Le pegó un tiro en la sien a uno de los delincuentes, pero los otros dos lo acribillaron a balazos. Mientras tanto, los cuatro policías dirigieron hacia ellos sus ametralladoras y los mataron de inmediato. En seguida llegaron hasta Juanito. Luego de constatar que ya no respiraba, lo llevaron hasta el camión dejándolo recostado en el asiento de adelante, al lado del Zaragozano. Partieron a moderada velocidad para no llamar la atención. Los dos patrulleros adelante, el Scania con el Zaragozano detrás. Humberto Marcel estaba acongojado. Juanito había recibido varios impactos en la cabeza. Puso su mano en el cuello del joven policía. Era claro que estaba muerto. Hizo un esfuerzo para seguir a los autos que transportaban a sus camaradas; se alejaban del lugar sin hacer ruido, casi nadie andaba por la calle en ese momento.

Una hora duró el trayecto. Llegaron a una zona portuaria e introdujeron los rodados en un galpón muy grande, en la orilla del río de La Plata. Allí descendieron todos. El Zaragozano tapó la cabeza de Juanito con una toalla. Bajó del Scania muy angustiado. Nadie se sorprendió: todos sabían que había muerto al instante. No lo habían dejado en el lugar de los hechos porque era un combatiente aliado. Además, investigando quién era el fallecido, los narcos habrían podido deducir la identidad de todos los integrantes del grupo.

El doctor Álvarez estaba en el más absoluto descontrol. Se había orinado y defecado, su aspecto era lamentable; lloraba como una criatura que ha sido castigada, rogaba que no lo mataran, decía que tenía familia, hijos y mujer. El comisario Barrientos parapetado tras su gorra, un gran bigote y una exigua barba, le dijo:

—Mire, doctor, no lo mataremos. Hemos tenido que liquidar a esos delincuentes porque no teníamos otro recurso, no se preocupe, che. Lo hemos traído solamente para que nos sirva de testigo. Vamos a destruir la puta droga. Queremos que usted pueda dar fe de ello. ¿Me ha entendido, secretario?

El funcionario contestó suplicante:

—Sí..., se lo juro señor, no me mate. Diré lo que usted quiera... No me hagan nada, no tengo nada que ver con la droga.

Barrientos siguió explicando:

—Escucheme bien, che, no lo voy a repetir. Tenemos muy poco tiempo y no quiero correr riesgos. Usted vio cómo sacamos la cocaína del Juzgado, no tiene dudas de que lo hicimos, ¿no es así?

—Sí, señor, lo vi todo, diré lo que usted me ordene.

El comisario mayor fue categórico:

—¡No, carajo, tenés que decir sólo la verdad, lo que realmente pasó! ¿Me entendiste? Oíme bien: este cargamento lo vamos a tirar al río. Sé que no es la mejor forma de destruirlo. No podemos quemarlo; contaminaremos un poco el agua, mala leche. El objetivo es que esta blanca de mierda desaparezca del mercado. En pocos días los narcos se iban a afanar la merca. No lo quisimos permitir. En esta hoja tenemos los nombres y apellidos de todos los políticos que están apoyando a Gandulco. Queremos que los hagas publicar, ¿me escuchaste? Cuidadito con olvidarte de esto. Te mandaremos fotos de la descarga de la cocaína por correo electrónico. Vos tendrás que declarar que son verdaderas. Quiero que no haya ninguna duda de nuestras buenas intenciones. Nadie debe cuestionar que hemos tirado la droga al río. ¿Me escuchaste bien?

—Escuché, se lo juro. Voy a contarlo todo.

—Bien mi amigo, no se cague tanto, ya le dije que no le íbamos a hacer nada. Corten todos los paquetes, rápido che, que estamos corriendo peligro.

Esposaron al secretario a una columna y los cinco sobrevivientes se dedicaron a tajear las bolsas con afilados cuchillos. A los treinta minutos no quedaba ninguna indemne. Barrientos siguió dando órdenes:

—Dale con el volquete, compinche. Tirá toda la basura blanca al agua. Mirá bien lo que hacemos, Álvarez. Contáselo con pelos y señales a tu juez y a la prensa.

El Zaragozano hizo elevar la parte de atrás del camión. La valiosa carga se precipitó en el río.

Barrientos siguió hablando:

—Bueno muchachos, hemos terminado la faena. Escuchame bien, doctorcito. Tenés que guardar estas hojas y este pen driver. Se trata de una declaración nuestra. Cuidate muy bien de entregarla a todos los diarios importantes del país. Allí explicamos por qué hicimos esto, quiénes son los que defienden a Gandulco, los desenmascaramos... Vamos a ver si siguen protegiéndolo después de que hayan quedado en evidencia. Te vamos a dejar en la puerta de un diario muy importante. Allí te van a recibir. Te estarán esperando para ayudarte a que te tranquilices, tomarán nota de tu historia. A los pocos minutos tendrás todos los canales de televisión preguntándote cosas, serás un ídolo nacional gracias a nosotros. Nadie te podrá echar la culpa porque actuaste bajo amenazas. Dirás que estuviste obligado a entregar a la prensa nuestro comunicado. ¡Ojo! Si decís que uno de nuestros efectivos murió, te haremos boleta, ¿está claro?

—Sí, señor. Cumpliré todas sus órdenes, lo tengo muy claro. Si me dejan vivir, les estaré eternamente agradecido, hablaré bien de ustedes, diré que son salvadores de nuestra juventud... Créame, los haré quedar como héroes.

Barrientos dio las últimas directivas:

—Vamos, chicos, rajemos que estamos expuestos. Vos acompañame. Vamos a llevar a Álvarez. Terminemos esta misión. Guarden el cadáver de nuestro compañero. Le daremos cristiana sepultura.

Un patrullero se detuvo cincuenta minutos después en la entrada del diario de mayor circulación de la Argentina. Barrientos y Torres esperaron a que el secretario fuera recibido. Cuando lo constataron, se alejaron veloces.

Los que participaron del operativo se encontraron en la quinta de Barrientos, en la ciudad de Vicente López. Allí hicieron un profundo pozo y enterraron a Juanito. Todos lloraban. Despidieron al amigo con una ceremonia sencilla y breve. Cuando se comprometieron a intervenir en el operativo, sabían que era probable que murieran. Actuaron como soldados. Se enfrentaron a la muerte con dignidad. Terminado el entierro, prendieron el televisor. Buscaron un canal que pertenecía a la misma cadena empresarial que el diario. El doctor Álvarez apareció en pantalla, todavía angustiado, con señales de histeria y de terror. Su rostro estaba desencajado. Alguien le había prestado ropa para cambiar la que había ensuciado. Estaban presenciando el primer reportaje relativo a su trágica incursión. El periodista preguntó:

—Dígame, doctor Álvarez, ¿sus secuestradores lo trataron bien? Se lo ve muy afectado... ¿lo lastimaron?

—No señor, me trataron bien. Estos individuos no eran aficionados. Su objetivo era destruir la droga que había sido decomisada en un establecimiento de San Francisco. Constaté personalmente cómo la tiraban al río. Me entregaron una declaración y un video para que los hiciera llegar a los medios, me dijeron que si omitía hacerlo tomarían represalias conmigo y con mi familia. No creo que sean ladrones. No se guardaron nada de cocaína para ellos. Destruyeron los paquetes y los tiraron al río. Aquí están los datos del galpón portuario que utilizaron. La policía seguro hará una pericia en el agua para constatar que se ha arrojado droga allí; encontrarán los envoltorios originales también.

El periodista preguntó:

—¿Doctor, usted es conciente de la gravedad de esta declaración?, ¿usted cree que es cierto lo que en ella se dice?

— No puedo asegurarle nada, no soy el autor de la nota, simplemente me usaron como intermediario bajo amenazas. La justicia investigará esas acusaciones, resolverá en su momento. No pienso emitir opinión, desconozco los hechos.

El periodista acotó:

—Señores televidentes, esta declaración es una verdadera bomba. Se involucra a políticos muy conocidos y se los acusa de estar asociados a un tal Gandulco. Según los denunciantes, es un capo narcotraficante que controla la circulación de la droga en los Partidos de San Francisco, de Merlo, de Morón y de La Matanza. En apariencia, iban a robar la cocaína. Para evitarlo se llevó a cabo el procedimiento en el Juzgado Federal. Los secuestradores del doctor Álvarez han convocado a todas las fuerzas policiales a unirse para combatir a Gandulco, a sus cómplices y a sus encubridores. Piden que sean todos arrestados, puestos a disposición de la justicia. Dan nombre y apellido de decenas de personas que pueden atestiguar contra Gandulco y sus asociados; conocen sus actividades ilícitas; están en condiciones de proporcionar datos claves para incriminarlo. Relatan los hipotéticos asesinatos que Gandulco ha ordenado que se cometieran. Es algo horroroso, cuesta creer que en este bendito país pasen estas cosas. Ha llegado a nuestro canal un cable que indica que se encontraron cinco cadáveres en las inmediaciones del Juzgado. Al parecer se trata de personas con frondosos antecedentes delictivos, relacionados con Gandulco. Estamos frente a una telaraña que recién comienza a ser desarticulada. Nuestro canal los tendrá permanentemente informados, dando detalles de lo sucedido, proporcionándoles nuevos elementos, analizando la reacción de la policía bonaerense y de la federal frente a estos hechos. Estaremos a la espera de más noticias; seguro se producirán muchas novedades. Invitamos a nuestra audiencia a estar atenta; todos los argentinos debemos tener en cuenta cuál será la reacción de los políticos y de la jerarquía policial frente a denuncias tan graves. Ha llegado el momento de que le muestren a la ciudadanía de qué lado están. Si son ciertas las acusaciones, el gobierno no tendrá excusa para hacerse el distraído. Ningún argentino de bien puede permanecer impávido frente a tan graves hechos. ¡El pueblo quiere saber de qué se trata! Hay que terminar de una vez por todas con este flagelo que es el narcotráfico. Nos despedimos hasta el próximo informativo. Tengan ustedes muy buen día.

Barrientos abrazó con afecto al Zaragozano diciendo:

—Mi querido Zarito, te pido disculpas por haberte hecho participar de un operativo tan sangriento. Te necesitábamos, lo lamento mucho. Mañana tendremos que hablar con la familia de Juanito. Nos quedamos con una buena cantidad de droga. Con el dinero que obtengamos por su venta, le daremos una importante suma a su esposa para que pueda vivir y educar a sus hijos dignamente. Nuestro compañero se lo ha ganado ofreciendo su vida. Gracias a él pudimos cumplir la misión. No nos olvidaremos nunca de nuestro amigo.

Torres, emocionado, miró al comisario a los ojos y dijo:

—Juanito era como un hermano para mí, jefe. Tenemos la obligación de ayudar a su familia, quedamos en deuda con él. Durante todo el tiempo que nos quede de vida deberemos estar a disposición de sus familiares. Tal vez no vivamos demasiado después de lo que hicimos; es posible que traten de matarnos. Se imaginarán que hemos sido nosotros. Por otra parte, cuando Juanito no aparezca será motivo de sospecha. Tendremos que cuidarnos mucho en las próximas horas. Mejor que nos separemos. Tratemos de que nuestras familias salgan de nuestros domicilios. Gandulco tiene muchos secuaces que pueden estar buscando venganza. No olvidemos que liquidamos a cinco tipos de su organización criminal.

El Zaragozano se atrevió a opinar:

—Mis queridos compañeros, os habéis portado como valientes. Es triste que hayamos perdido a Juanito. También, hoy habéis matado a cinco personas. Eran criminales pero igual eran vidas humanas. Pese a todo, este zaragozano está persuadido de que actuamos en legítima defensa. Hicimos lo correcto.

El comisario Barrientos formuló sus conclusiones:

—Hemos pateado el tablero. Los políticos son cobardes: recularán como ratas cuando vean que ha explotado la bomba; querrán destruir las antiguas fotos que los muestren como conocidos de los que hemos nombrado. El cartel de Mazacate se ha quedado sin su blanca. Cincuenta millones de dólares han quedado de muestra en el río. Gandulco no podrá permanecer al frente de su territorio. Su nombre es mala palabra, nadie lo querrá sostener. Tengo la esperanza de que la policía nos dará protección. Hemos omitido deliberadamente mencionar algunos nombres y apellidos; quizás los más importantes. Recibirán el mensaje. Estos señores se cuidarán muy bien de que la investigación no llegue hasta ellos. Tendrán que vender una imagen santa de su vida, abstenerse de darle a Gandulco el más mínimo apoyo. Se aliarán a otros narcotraficantes que estarán de parabienes por tomar el control de cuatro partidos tan importantes del Gran Buenos Aires. Concuerdo con el Zaragozano: hemos hecho lo correcto.

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Fecha de publicaciónAgosto 2013
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