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Blackberry

Pablo Brito Altamira
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaLa 46 y Broadway, Nueva York
New York City celebrating the surrender of Japan. They threw anything and kissed anybody in Times Square., 08/14/1945

La playa, el Caribe.

Susurro en su oído palabras sueltas, como piedras de mar: pájaro, barco, nube, horizonte, arrecife. Su cuerpo tibio entre las sábanas y todo huele a sal, a sol, a día luminoso que comienza y que debiera detenerse allí, para siempre.

Empezar por el principio sería un error, porque el principio ha quedado tan atrás que ya no tiene siquiera lugar en la memoria: hay que empezar por el final, que es ahora, cuando faltan quince minutos para el desenlace y yo no tengo otra cosa que hacer para matar el tiempo que escribir esto con mis dos pulgares en la Blackberry, para que quede testimonio. Llegó a ser tan dulce que creí que no terminaría. Inés me había advertido acerca de ella, pero al verla, todas las advertencias se convirtieron en mentiras fraguadas por envidia o por celos. Nadie que me conociera podía dudar de que aquella mujer tenía que convertirse por fuerza en algo para mí y yo en algo para ella. Por alguna razón todo lo que digo o escribo en relación a ella adopta la forma de un poema de amor, de una canción romántica, y veo ya que quienquiera que lea esto después de lo que ocurra en un rato pensará que se trata de la confesión de un amor desesperado, de un despecho de ranchera mexicana, de un desengaño como tantos y tantos. No es así: es la historia de un crimen y de una locura.

Seríamos los dueños del mundo, eso o nada, porque el «mecanismo», como habíamos acordado llamar al asunto para evitar cualquier palabra sospechosa, era perfecto y lo habíamos probado ya tres veces: funcionaba. Los depósitos eran legales, las claves eran reales, todo se hacía desde un cibercafé y no quedaba rastro de nada. Habíamos descubierto la gallinita de los huevos de oro y sabíamos que no duraría mucho; por eso había que sacarle todo lo que pudiéramos antes de que nos rastrearan y nos bloquearan.

Pero teníamos el tiempo de nuestra parte y todo había sido planeado con cuidado, con frialdad, con calma: no era un trabajo de aficionados. Todo estaba bajo control. Hasta que apareció ella.

Ahora que el tiempo corre al revés y sé que cada palabra es un paso hacia el abismo me pregunto por qué lo que acabo de escribir suena a fatalidad y suena también, de nuevo, a novela rosa, cuando no es otra cosa que la verdad técnica: ella estaba allí para cumplir un papel y fue por ella que todo se trastocó; por ella y por mí, porque yo pude ver y fui ciego.

En eso, lo admito, puede parecer que se trata de una típica historia de traición, pero aún así debo insistir en que no es típica del todo. Creerán los que lean esto después de lo que ocurra que mi único interés es salvar mi orgullo y dejar pruebas de que no fui un imbécil más al que una chica bonita embauca; pueden creerlo si quieren porque es parte de la verdad, pero es la otra parte la que más me interesa contar. La parte en la que el traidor soy yo y ella la víctima.

Si esto fracasa, y estoy tentado a apostar —a favor o en contra— para que luego quien lea esto diga que acerté (sí, soy muy vanidoso) no será por el mecanismo. Si a algo o alguien puede achacársele la culpa no es tampoco a ella. Ni siquiera a mí. Es a quien llamamos «el Gordo» aunque los que saben a quién me refiero saben también que el sobrepeso no es su característica más sobresaliente. Hablaré de él más tarde, si hace falta, porque debo administrar estos mensajes cortos en envíos sucesivos con cuidado. No son sólo una confesión, pueden ser también la salvación de los otros involucrados, si los saben leer.

Ella me encontró en el bar de la playa que todos conocemos y esa tarde estaba más bella que nunca. Fueron sus piernas lo primero que sentí, pero no podía dirigir la mirada hacia abajo sin experimentar ese vértigo que se mezclaba con la textura de seda de su pañuelo y el aroma de madera del whisky. Estábamos los dos frente a frente en la mesa del fondo y la música llegaba desde el otro lado del bar y se colaba en la penumbra como un humo que trajera la brisa de los ventiladores y nos envolviera. Afuera susurraban las ramas de las palmeras y yo miraba sus labios que me contaban cosas en susurros también, y miraba sus manos que se humedecían al tocar el vaso y sentía que sus piernas, debajo de la mesa, podían rozar las mías con sólo quererlo.

Ella dominaba ese papel, claro, y yo pretendía dominar el mío, porque tenía la información que ella necesitaba. Los dos sabíamos cómo se bailaba aquel ritmo y sabíamos además que podíamos hacer el número y separarnos después sin complicaciones, como dos buenos delincuentes profesionales. Sería un lugar común decir que fue entonces, cediendo al impulso de mi deseo, cuando cometí el error que trajo todos los demás errores. La verdad es que ese momento —que ella tiene que recordar con tanta intensidad como yo— contuvo algo que no formaba parte de los planes de ninguno de los dos.

De alguna manera supimos en aquel instante que estar juntos allí, con la irremediable certeza de que nos quedaríamos juntos en el hotel y que después de amarnos buscaríamos la manera de deshacernos de los otros cómplices para evitar que algún error de alguien estropeara nuestro plan común, era el objetivo mismo de juego: que lo que habíamos estado buscando era estar allí y que el mecanismo y el dinero y los compinches ya no tenían ninguna importancia.

El que quiera entenderme que me entienda. Planeamos todo y al mediodía salimos del hotel uno después del otro, como si pensáramos que podíamos engañar a alguien acerca de lo que habíamos hecho allí, o como si importara engañar a alguien, o como si hubiera alguien a quien engañar.

Todo estaba listo y previsto y todo se cumplió como lo habíamos decidido aquella noche. No deberíamos vernos más hasta que la transferencia se realizara y cada quien cumpliera la cuarentena que habíamos acordado. Volveríamos a vernos tres meses después, ni un día más ni un día menos, en el otro hotel en que habíamos hecho la reserva anticipada por separado a través de Internet. El hotel hacia el que me dirijo ahora.

En el lugar al que dirigen sus pasos los que me buscan guiados por la señal de estos mensajes que estoy enviando sin detenerme para que el rastro no se interrumpa.

Sé que los que me persiguen no están atentos a lo que escribo y que si pusieran cuidado en leer las palabras pensarían que estoy ebrio o drogado. Los otros, que no me persiguen sino que huyen y están leyendo esto también, pueden pensar lo que quieran. Sólo están esperando que los mensajes se detengan para saber que me han atrapado y que el juego ha terminado. Y está ella, de quien no diré en qué condición se encuentra, que también está leyendo estos mensajes a medida que los envío. Para ella ésta es mi declaración de amor, mi confesión, mi venganza y mi sentencia de muerte.

Puede que nada de esto sea necesario. Podría escoger otro pasatiempo y sería suficiente con que el aparato se mantuviera encendido para que me rastrearan. Imagino que sería más parecido a la manera en que se piensa que ocurren estas cosas entre criminales como nosotros. Pero no hay que olvidar que ninguno de nosotros es un criminal promedio por la sencilla razón de que nunca antes había hecho nada en contra de la ley. Somos, o éramos, ejecutivos de alto nivel pagados, y muy bien pagados, por el Gordo para cumplir tareas «profesionales» y hacer operaciones dentro de los reglamentos nacionales e internacionales. Pero esto es Latinoamérica y aquí (otra vez para confirmar o desmentir los clichés de los que terminen leyendo esto) las cosas nunca ocurren como se espera que ocurran.

Yo tenía pegado al cuerpo su perfume y su piel, no podía deshacerme del sonido de su voz y del sabor dulce de su lengua; era una mezcla de claroscuros, texturas y vapores que me envolvía bajo el cielo ardiente de junio mientras caminaba hacia mi carro en el parking del hotel. Me senté sobre el cuero caliente del asiento y encendí el aire acondicionado al máximo. Arranqué, salí a la avenida vacía de domingo por la mañana y recorrí unos tres o cuatro kilómetros, quizás más, bordeando el mar y dejando que la atmósfera se enfriara, tratando también de enfriar mi cerebro y mi fiebre.

Ahora pienso que ella no podía calcular que su droga entrara tan dentro de mí y yo —de eso estoy seguro— no calculé nada en dirección a ella. Jugábamos los roles y los roles jugaban con nosotros.

Pero antes de llegar a la entrada de la autopista que me conduciría a la ciudad supe que no sería capaz de cumplir con los tiempos que una y otra vez habíamos jurado que respetaríamos, entre beso y beso, entre llanto y llanto compartido por la larga ausencia que la misión y el mecanismo nos obligaría a mantener. Tengo razones para pensar que a ella le pasó lo mismo. Me río, sí. Quiero que sepan los que lean esto que me estoy riendo. No voy a escribir ja ja ja ni a poner caritas compuestas con paréntesis y puntos porque esto no es un chat de adolescentes: digo que me estoy riendo porque el asunto, ahora lo veo, el problema, la cuestión, la pregunta o como quieran llamar al tema de este texto y de toda esta historia (me río de nuevo) es el de si el amor existe o no. Si el amor enfrentado con el dinero y el poder gana o pierde. Sí, eso es todo, y aquí pueden terminar de tacharme de banal y de imbécil y confirmar que la chica me arponeó y que soy el idiota más grande del universo, porque estoy escribiendo para que me atrapen tratando de darle tiempo a ella para escapar.

Sí. Imagino que para un lector cualquiera es fácil decir que soy un ingenuo. Claro que un lector cualquiera no está viendo que en este momento tengo la camisa ensangrentada y que en el asiento trasero de mi coche hay un cadáver. Esas cosas no impresionan a nadie de todas maneras desde que el cine nos habituó a verlas todos los fines de semana.

Pero a mí sí, porque nunca me habían pasado.

Fue al día siguiente cuando le envié un mensajito de texto que no pedía que respondiera pero que si respondía me serviría de señal. Respondió enseguida con lo que yo más esperaba y más temía, tanto que no me atreví a creerlo. Le pedí que me lo confirmara y lo hizo de inmediato. Nos vimos en el otro lugar, uno que ella y yo conocemos.

Esta vez fuimos más al fondo, porque estábamos sobrios y estábamos decididos. Repasamos lo que sabíamos y repetimos nuestra simulación en caso de que fallara el sistema. El Gordo siempre quedaría a salvo, pero teníamos que asegurarnos que había para nosotros dos una salida de emergencia. Habíamos decidido que los demás no participaran. Cada uno informaría por su lado a los suyos de que renunciaba al plan para que ellos también suspendieran las acciones, porque sin nosotros no se podía hacer.

Yo tenía una punta y ella la otra. Sólo teníamos que juntarlas y desaparecer mientras los peces gordos (los peces del Gordo) contaban sus botines respectivos y habríamos hecho nuestro papel y cobrado nuestra parte de manera limpia. No puedo explicar mucho más por esta vía ni por otra ninguna, como se entenderá. Ya dije que escribo para pasar el tiempo y porque me da la gana, pero en términos técnicos yo no sé nada de nada y esto no es más que un relato romántico.

Esa noche y la siguiente estuvimos juntos, haciéndonos el amor y elaborando nuestro plan de fuga, como a ella le gustaba llamarlo. Tenía dos años trabajando para el Gordo y yo tres. Habíamos empezado sin hacernos muchas ilusiones y con temor y sólo después comprendimos que con inteligencia podíamos sacarle buen provecho sin vender el alma entera. Eso pensábamos al menos. Y entendimos también que en la absoluta soledad tampoco se podía porque había pasos y trámites que requerían al menos de dos actuaciones simultáneas. Por eso yo había formado mi pequeña red y ella la suya y habíamos cavado nuestros túneles en direcciones distintas que al final se cruzaron. No íbamos a traicionar a los que nos habían ayudado, sólo los sacábamos momentáneamente del juego por su propia seguridad y por la nuestra. Un día cualquiera recibirían un regalito y sabrían de donde venía. Eso ocurriría después de la noticia del incidente, que ya estaba completamente planificado. Como dije ya, el mecanismo era perfecto y funcionaba. Sólo había que hacerlo una vez más con todo.

Con todo significaba que ella y yo apretábamos las teclas al mismo tiempo desde los dos lugares distantes que dije. Cualquier coincidencia es accidental. Ustedes, que me están rastreando, saben que es así. Si llegan a atraparme saben también que nada de lo que estoy diciendo tiene validez legal. Son galimatías de un borracho que robó mi BB y se está divirtiendo con ella.

Eso hace el duelo más limpio entre ustedes y yo, es más de hombres y es más noble, aunque nada de eso tenga para ustedes ningún significado ni valor alguno. Por esta vez (presumo que no será la primera ni la última) el honor está del lado del delincuente. Policías y criminales son casi siempre analfabetas funcionales, pero un poeta es más propenso a convertirse en criminal que en policía. Saquen ustedes sus conclusiones. Y hagan sus apuestas, porque ya faltan pocos minutos. También yo puedo rastrearlos a ustedes por GPS y ver cómo se aproximan. ¿No les parece emocionante? ¿Y si llegan a hacer una película? «Basada en hechos de la vida real.» ¿Se imaginan? Nunca unos simples corruptos sudamericanos habrían esperado tal gloria. Pero nada de esto tiene sabor ni olor para ustedes. Son perlas para puercos y sólo sigo escribiendo con un propósito y una esperanza que no pienso revelar. Ustedes sigan adelante, como sabuesos descerebrados que son.

Cómo me gusta repasar en mi memoria aquellas noches. Si no fuera por estas circunstancias nunca me hubiera visto obligado a escribir acerca de ello y no habría sentido este placer de revivirlo y hasta de exhibirlo, porque hay placer en presumir de esa belleza y de ese triunfo que fue tenerla en mi cama y oír de sus labios que me amaba, que me amaría siempre, que juntos éramos los dueños del mundo o nada y que faltaban días para que comenzara nuestro reinado en ese lugar que habíamos escogido con cuidado y que no nos atrevíamos a decir en voz alta. Nos reíamos pensando que ellos, que podían ganar con aquello mucho más que nosotros, no sabrían en qué gastar su parte. No tenían proyectos, no tenían sueños ni imaginación para hacer algo significativo.

Había que reconocer —nos decíamos— que éramos una nueva especie de aventureros, con pocos precedentes cercanos. Había que buscar en el Renacimiento o en Siglo de las Luces para encontrar delincuentes ilustrados como nosotros dos. Qué delicia era hacer poemas dadaístas con fragmentos de Rocambole, Fantomas o la correspondencia de Lucrecia Borgia. Descubrimos unos cómplices posibles en escritos situacionistas, pero nosotros estábamos más allá de las referencias políticas anteriores a la caída del muro de Berlín. Además, nada de esto podía ocurrir en Europa o en Norteamérica. Rusos Y chinos eran demasiado salvajes...sólo nosotros, los herederos de Bonnie & Clyde... de Garibaldi y de Anita...

Sí..., ella y yo somos de la generación que trajo el virus del 68 a este «extremo occidente» como dijo el cieguito, con la mala suerte de que el virus mutó y la imaginación no tomó el poder sino que el poder se tragó a la imaginación y la convirtió en caca... sí; parte del éxito de nuestra misión depende de nuestra enorme sed de venganza contra quienes convirtieron la utopía en negocio y el negocio en mafia bajo la ley del silencio; el que hable es clasificado como enemigo. De parte y parte y de lado y lado: al revés y viceversa. Derecha e izquierda son ambas la derecha de la otra. Imposible ya estar del buen lado de la barricada. Es el mejor truco de prestidigitación que se ha inventado en materia de dictaduras, pero ese es ya otro cuento y no quiero que se vayan por allá. Los quiero aquí, siguiéndome mientras yo sigo tecleando y la chica que me mira debe pensar que soy un imbécil de esos que prolonga su esclavitud de ocho horas al servicio de la multinacional (que va a despedirlo mañana) con «iniciativas propias para demostrar su proactividad» como manda el manual de procedimiento de la empresa y los textos de apoyo del seminario que ha tomado hacer tres días. Lo han exprimido como a un limón y lo devuelven a casa hecho una lástima pero, eso sí, en clase ejecutiva. Mejor que me confundan con ese monstruo y no reconozcan el monstruo que soy en verdad, porque el otro tiene a su favor como descargo que es un idiota de solemnidad y que se aferra a sus pequeñas mentiras de marca para no caer en una demencia total o en la drogadicción severa... Yo, en cambio, he sido informado por las malas fuentes, que son las que de verdad saben lo que pasa. Las buenas, esas que los periodistas citan, sólo dicen lo que el Gordo y sus acólitos les dictan. Me estoy metiendo en honduras porque ya se está acercando la hora de la verdad y porque este documento está llegando simultáneamente a todos los destinatarios seleccionados para las diferentes lecturas: yo sé de lo que hablo. Y tal vez porque será la última ocasión que tenga de reírme de ellos y de mí al mismo tiempo. Cuando desaparezca (y desapareceré de una u otra manera) no volveré a tener a tan ilustre auditorio como público, atento a cada palabra y a cada silencio, a cada coma y a cada espacio, buscando entre líneas el código secreto mediante el cual (no lo duden) me estoy comunicando con mis cómplices en el lugar donde ellos y yo sabemos que nos encontraremos una vez que el desenlace se produzca. Debo seguir escribiendo también para no dormirme, porque la persecución lleva ya cuatro días sin tregua ni descanso y ellos tienen quien los reemplace y yo no. Me alegra pensar que de cualquier modo nada de esto trascenderá; para unos y para otros es algo que jamás ha ocurrido.

Puede que las consecuencias (porque la cifra de la operación es demasiado grande) se sientan en los mercados y sean atribuidas a la volatilidad o a quién sabe qué, e incluso es probable que se mencione al país y a algunos de los empleados del Gordo como origen y epicentro de la ola, pero solo será una ola de rumores infundados y desmentidos y antes de que termine la jornada habrá aparecido un «verdadero culpable», algún millonario aburrido y senil o un geniecito de algún banco europeo en problemas que salga dando declaraciones con un frasco de miel en la boca para que lo acosen las hormigas de la prensa.

Porque el Gordo no mueve una pieza sin que «el flaco» lo sepa, ya que ambos juegan en el tablero de acuerdo al ritual y siguiendo al pie de la letra su libreto. Y cuando el Gordo suelta el resorte para que la pelota comience a rebotar en el pinball y gente como yo la empuje para que caiga en el paso subterráneo y vuelva a salir como si nada al ruedo con la cancioncita de la caja registradora que suma y suma puntos en el marcador, no ha pasado nada en realidad que no fuera perfectamente predecible y deseable para mayor gloria del mecanismo.

Lo que no se cuenta y no cuenta tampoco es lo que les ocurre a los individuos allí dentro. A ella y a mí, por ejemplo. Porque si todo sale como debe salir, la pelotita puede que rompa el vidrio y salte fuera. Puede que con suerte le de en el ojo sano al tuerto y se vayan a pique el ciego, el tuerto, el Gordo y el flaco, con mi carcajada que resonará desde aquel lugar hasta aquí. No habremos vengado a nadie sino a nosotros mismos, pero habremos demostrado que uno o dos individuos con la inteligencia necesaria son capaces de meter una piedrita en el engranaje y hacer saltar las ruedas dentadas por los aires. Sin bombas, sin armas, sin intenciones políticas. Por el gusto y la vocación de la verdad y por el bien del bien. Me dirán que no parece, porque he dicho que tengo las manos manchadas de sangre y un cadáver en el coche. Si eso fuera cierto (recuerden que el borrachito me robó la bebé y se dedicó a escribir disparates) tomen en cuenta de quién es el coche que manejo y de quién la sangre que me ensucia. Recuerden que estamos en el Sur, por debajo de la cintura del planeta y nuestra historia es un interminable lío de faldas. Cherchez la femme.

Lo que sí está claro es que a nuestros gobernantes les ha salido caro criar cuervos como yo y como mis compañeros; deben haberse arrepentido mil veces de habernos pagado becas en el norte y en Europa creyendo que al poner el océano de por medio nos neutralizaban. En París y en New York pasaríamos el tiempo flirteando, oyendo jazz y fumando marihuana... Nos olvidaríamos de la política, de la pobreza y de la poesía y cuando regresáramos morderíamos a gusto el bozal de dólares que nos resarciría de las penurias de la vida estudiantil. Pero no. Contrajimos el virus y estamos propagándolo.

Ése es mi delirio y mi megalomanía que nadie podrá negar o probar porque los resultados sólo se verán en cuatro o cinco generaciones. Tampoco vieron la tierra prometida los que vinieron antes que nosotros. Sí, somos un caso muy peculiar de funcionarios corruptos, un caso único en la Historia.

Nos dijimos todas estas cosas sin mediar palabra aquellas noches. Éramos Adán y Eva de un nuevo y hermoso mundo que nacía de las cenizas del esperpento y daríamos un giro a las cosas como un maestro del billar que con apenas un toque del taco pone a mover todas las bolas en la mesa. Una carambola calculadísima que a nadie haría daño y que a nosotros nos haría ricos. No para ir a aburrirnos a alguna isla como las celebridades del espectáculo que siempre terminan apiñadas en guetos con otros iguales a ellos como inmigrantes sudacas, sino para fundar nuevos espacios en nuevos lugares para nuevos propósitos. Por mucho que juegue con estas teclas no pienso dar pistas que revelen a qué me refiero. Y si no las doy no encontrarán nada, porque ni siquiera serán capaces de imaginar a qué me estoy refiriendo. Me basta con decirlo para algunos que sé que leerán esto en su momento y a quienes envío mi saludo. Hoy en día todo se documenta y a todo documento le llega la hora de su divulgación.

Ella fue más que una amante o que una cómplice. Su aroma todavía me persigue. Pensé por un momento que era un ser de un mundo distante y todavía no descarto del todo la hipótesis.

Y ahora volvamos a tierra. Han pasado ya seis minutos de los diez. En los cuatro que faltan debes seguir recibiendo y leyendo mis mensajes y debes continuar reenviándolos a quien ya sabes. Como también sabes, puede que nos estén rastreando y que los dos, o uno de los dos, esté siendo cercado en este momento. Pero sabes y te repito que es preciso mantenerse en línea para que el mecanismo funcione. Así fue la otra vez. Ya sé que te aburre que te repita las cosas que ya sabes pero es la orden y es el procedimiento.

Al día siguiente venía la parte más delicada y ésa le tocaba a ella. Era con el Gordo en persona. Esos encuentros pocas veces se relatan pero se pueden imaginar. Te diré como lo imagino yo.

Pero, más allá de todo eso y de todo esto... he aprendido ahora, tarde pero aún a tiempo, que relatar lo acontecido lo revive de alguna manera, como soplar sobre las brasas puede hacer que las llamas renazcan...renacen, en efecto, las llamas de aquellas caricias. Sí, la noche fue eterna y fue mía. No quiero otra cosa que volver a esa noche y detenerla. Detener mis manos sobre sus rodillas desnudas y hurgar dentro de su cuerpo y de su alma en la penumbra más callada del mundo para lograr que los relojes se paralicen para siempre. Un disparo con silenciador que viniera de algún lugar ignorado para mí sería ese perfecto final después del cual los créditos del film servirían para que el público se desperezara mientras yo..., yo no estaría más allí.

Pero ahora estoy aquí. Todavía estoy escribiendo como un poseso con mis pulgares y falta cada vez menos para que me detenga. Menos palabras y menos segundos y menos angustia que se escurra por mi frente barnizada con gotas de sudor... Es el alcohol o el cansancio, desde luego, lo que me hace decir estas cosas, lo que me hace escribir estas frases que parecen sacadas de una obra literaria y que están destinadas a todo menos a ser leídas o a ser interpretadas.. Son sólo marcas en el mapa y en el reloj..., coordenadas de un cerco en cuyo centro me encuentro moviéndome siempre en zigzag para extender el elástico..., sí..., voy soltando prendas sin darme cuenta como un borracho que se va de la lengua a pesar suyo, porque ahora saben que estoy escribiendo y que al mismo tiempo me muevo a buena velocidad por lo que no puedo estar conduciendo también... Saquen sus conclusiones, no esperen que les dé todo tan masticado..., algún trabajo deben hacer si yo estoy haciendo el mío. Pero seguiré soplando sobre las brasas para sentir que si muero, muero viviendo en el recuerdo que quisiera fuera mi futuro cercano cuando esta noche estemos ella y yo ya libres y victoriosos, como seguramente estaremos, camino al lugar que no mencionaré. Entonces estaré conduciendo y ella habrá recostado su cabeza sobre mis piernas y sonará la canción que escuchamos juntos al lado de aquel mar que era nuestro puerto de partida.

Falta ya menos. Si mi cálculo es correcto deben quedar tres minutos para que se produzca el encuentro de las dos curvas en algún lugar del plano. Dos círculos se cortarán dejando una intersección cerrada que será más o menos ancha de acuerdo a la cercanía de los círculos. Quedarán dos puntos de encuentro posible, porque así es como triangulan los satélites, y desde ellos se proyectará el punto en tierra donde deben encontrarme. Así empezó el GPS y durante años estuvo restringido su uso por consideraciones constitucionales relacionadas con eso que llaman libertad. Ya no hay límites a la libertad de suprimir la libertad de los otros en nombre de la libertad y en este caso se aplica a mí y se aplica con todo conocimiento de causa, incluso por la víctima misma, incluso si los que me persiguen no saben por qué me mantengo en línea para que logren rastrearme. Bastaría con tirar el aparato al río (el río: hay pistas verdaderas y otras falsas en el desvarío del borracho) para que la persecución terminara, pero estoy empeñado (no importa en realidad la causa pero es así) en facilitar la cacería, como una presa que tocara la trompeta cada vez que el cazador la pierde de vista. ¿No será que los llevo yo a alguna emboscada? Piénsenlo. Se trata del famosos zuzwang del ajedrez ¿Recuerdan? No, no recuerdan, pero cuando esto termine irán a buscar la palabra en Wikipedia para saber si los estaba engañando. Porque es cierto y seguro que este texto, que está siendo reproducido a medida que se crea en un site de Internet, será guardado y copiado como coartada para unos y prueba para otros. Ya faltan dos minutos solamente.

Parte del ejercicio consiste en forzar a mis perseguidores a actuar por una vez de manera lógica y razonable. Parece mentira pero la gente de la que hablo, estos que me persiguen y los que están detrás de ellos y por encima de ellos hasta subir en la pirámide y llegar hasta el Gordo, se dan algunos lujos que nadie se da, pero se dan sobre todo el lujo de actuar sin respetar siquiera las leyes de la lógica. Su comportamiento fue descrito por un antropólogo británico que dedicó años al estudio de la tribu Panare y llegó a la conclusión, que le costó la salud mental y la vida, de que esta etnia actuaba de manera tan inconsistente que ponía continuamente en riesgo su propia supervivencia. Pero sobrevivían. Su hábitat era tan amable, tan hospitalario y tan fecundo que sobrevivían incluso cuando hacían todo para lograr lo contrario. Suicidas tan torpes, o tan afortunados, que ni siquiera logran quitarse la vida. Así son estos, que dejan rastros por todas partes pero tienen tanto dinero que van comprando a quienes recogen los rastros o se convierten en testigos involuntarios. Y no es que no tengan enemigos que también los persiguen y van detrás de ellos buscando y esperando que cometan tal o cual error para atraparlos. Lo que ocurre es que los perseguidores forman parte de la misma etnia y son igualmente torpes. No por eso dejan de ocurrir enfrentamientos extremadamente sangrientos, la mayor parte de las veces escondidos , silenciados y soterrados. Todo ocurre a la sombra como esta estúpida carrera contra el reloj y contra el destino en que yo mismo me he empeñado. Soy portador, en efecto, del gen Panare y estoy forzado a jugar suicidamente para ganar. Pero, como decía, estoy logrando obligarlos a seguir una línea recta para demostrarles que es la distancia más corta, Lo hacen a regañadientes, estoy seguro. Y en el camino han intentado encontrar un atajo que no existe por el puro placer de hacer lo que les da la gana, lo que les sale de los cojones, porque la obediencia —incluso la obediencia a las leyes naturales— resulta para ellos una humillación. No sé qué figura extraña y siniestra se mueve en el insondable pozo del pasado de su historia, pero debe haber algún antiguo y secreto crimen no castigado en que la humillación fue más grande que las ganas de vivir. Los herederos de esa pesadilla huyen permanentemente sin saberlo de ese fantasma de la autoridad y el ultraje y se rebelan contra toda forma de prohibición cayendo en la trampa mortal inversa y perversa de prohibirlo todo menos la locura de prohibir. Suena abstracto y casi bello, pero hay que vivirlo en carne propia para saber hasta dónde puede ser diabólico y funesto. Todos saben que es una ruleta rusa y nadie es capaz de detener el tambor del revólver. El mismo Gordo lo sabe. Lo sabía ella aquella noche en que todo empezó y lo sé yo ahora. Miseria. Muerte. Pecado. No tenemos otra herencia que la de Torquemada.

Pero no es filosofía ni historia, esto es un policial en toda regla y faltan menos de dos minutos para el final.

Tide loads of hope social network. Se trata de ubicar a un desvalido, un desamparado, un pobre, un enfermo, alguien que sufra. Crea entonces una ONG o una asociación para la ayuda de ese pobre y ya tienes el negocio montado. Por cada pobre o víctima de alguna injusticia puedes pagar el sueldo a dos o tres ignorantes inescrupulosos, por lo que si te consigues 10 o 20 millones de pobres y niños desnutridos como se consiguió el Gordo tienes para alimentar a un Estado entero por todo el siglo XXI.

Ahora la sorpresa. Rápida y sin pestañear como cuando se arranca una curita.

Están aquí ya, como los invitados a la fiesta del año, listos para la acción. Pero hay un problemita. No pueden arrestarme. Tienen que eliminarme sin más, porque lo más peligroso que tengo es la publicidad que puedo hacer. Y esto es un lugar público. Sí, ya sé que eso no les importa en absoluto. Los lugares públicos pueden ser los mejores porque las cosas ocurren demasiado rápidamente y nadie recuerda ni quiere recordar ninguna cara, mucho menos la del que puede venir después a ajustar cuentas con los soplones. Pero presten atención. Están siendo filmados. ¿No me creen? ¿Piensan que es una estratagema de última hora desesperada de mal guión de cine? Ok. Ahora lean bien y hagan clic aquí.

Es la webcam de la 46 y Broadway... Mírenme: estoy allí, a la derecha. El de la camisa azul. Y ustedes, ¿se están viendo?

¿Fin?

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Fecha de publicaciónSeptiembre 2013
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