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El mar, ahora tan lejos

Primera parte

Javier Bozalongo Antoñanzas
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I
No siempre es posible alcanzar lo deseado
y uno se hace a la idea de vivir con sus carencias,
compartiendo el anhelo de lo lejano,
no ausente,
escondiendo la lágrima delatora
que pretende personalizar la nostalgia de lo no presente,
no ido,
pues habita en el fondo de unos ojos,
se insinúa en el vaivén de una cintura,
se adivina en el olor de un sexo,
se hace nuestro y nos inunda en cada sueño:
el mar, ahora tan lejos.
II
He adelantado
—como acostumbro—
el reloj de los acontecimientos
de suerte que pudiera recluirme
en este balneario para ancianos
antes de ser uno de ellos,
tratando desde mi juventud
de comprender a la vejez paciente,
la edad hacia la que nos dirigimos
queriendo llegar y no queriendo.
Desde aquí he resuelto
y comprobado
que en el futuro no anhelo
compañía diferente de la tuya;
sólo tu presencia sola
animará mis días,
acortará la espera
y evitará el insufrible sufrimiento;
tú acercándote y huyendo
como siempre, viniendo
hasta mi profundidad desde la tuya,
desde tu inmensa soledad hasta la mía.
III
He vuelto hoy mismo
procedente de un viaje hacia el futuro,
a tiempo de escribirte
y enviar la carta:
nada importante es lo que digo,
pero la fecha del matasellos
confirmará que estoy aquí,
ahora, de regreso a mi tiempo y a mis años,
a mi edad oficial,
a mi diario,
a tu presencia intermitentemente cotidiana
adivinada cuando miro hacia el pasado,
quien sabe si hacia el futuro
y, seguro,
hacia el sur.
IV
Nos reuníamos en el rincón de los mayores,
allí donde veíamos jugar al dominó
a los desconocidos habitantes
de nuestro pequeño tiempo:
allí donde el seis doble hacía refulgir
miradas como rayos bajo las sombrillas
y donde las mujeres agotaban el sol de cada día
como escapadas de un invierno eterno.
Hablábamos tú y yo escondidos bajo las hamacas,
interrumpidos de pronto por alguna voz:
tú, de tus olas; de mi madre yo.
(Nadie quiso nunca entender nuestras conversaciones.
Para ellos sigo siendo un niño hablando solo.)
V
La escapada se produjo de noche
para no contravenir la tradición
de tantas fugas anteriores:
utilizó el avión,
impidiéndose oír tu voz supuestamente suplicante,
protegido por la descompresión
y el ruido amenazante del motor.
Aterrizó enfrente de ti una hora después,
separados por una parte de ti mismo
y soñando ya con regresar.
La altura tan sólo le produjo
un poco más de sed,
pues nunca el agua dulce
consiguió apaciguar el salado sabor
que tú pusiste ya en su boca para siempre.
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Copyright ©Javier Bozalongo Antoñanzas, 1999
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Fecha de publicaciónJunio 1999
Colección RSSTrasluz
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