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Algún día y otros poemas

Héctor Lisonje
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ALGÚN DÍA
Algún día marcharé a una isla,
la que sea, no me importan los mapas,
sólo le pido playa negra, lejanía y un gran sol sin esperanza,
sin más submundo de mercancía ni buenos días sonriente,
y montañas de picos rugientes para que el amanecer
se dilate sobre las cumbres en rigurosos colores primarios,
un bosque donde reencontrarme con la noche
y un hermoso mar donde dormirme en la mañana,
y alguna fuente con agua viva,
y mujeres,
muchas mujeres que no se te parezcan en nada
y que dialoguen entre sí en un idioma indescifrable,
remoto,
cálido,
extranjero,
para no poder entenderme con ellas,
para fornicar sin tramas,
ni malentendidos
ni ternuras
y poseer sus cuerpos lícitos sin la amenaza del amor,
que todo lo mancha con tormentas del pasado
y falsos equilibrios en la sombra.
Vivir de la caridad, o del riesgo, o de la usura
madurar una auténtica locura frente a la naturaleza y los crepúsculos,
a la izquierda de los cielos,
y estar solo y ser un completo desconocido,
alguien cuyo pasado seguirá siendo una incógnita
y cuyo presente se irá volviendo invisible
donde no me asfixien los espejos,
donde no me delate la violencia,
donde no me conmueva la palabra,
donde me convierta en su último dios el silencio,
y no volver a pensar en ti como en una música antigua
y no volver a escribir,
y morir de cualquier manera en cualquier suelo,
en una oscuridad fortuita y dichosa
que me garantice la dignidad de la podredumbre
y la felicidad del olvido.
EL DESCONOCIDO
Si primero, para descifrar lo que hice,
me abrieran las manos,
verían el tendón duro y los huesos sangrantes,
pero en la masacre absurda de la mano reventada
no quedaría registro alguno
de todas las cosas que toqué
ni un rastro de caricia
ni la proclama del puño orgulloso
ni el lejano aire de un saludo
ni una sola de las direcciones señaladas
ni un temblor de ira o de derrota
ni siquiera la maniobra fugaz de la última palabra escrita.
Si después, para averiguar dónde estuve,
me abrieran los ojos,
las cosas que vi desaparecerían de golpe,
inmunes al saqueo, sin dejar huella de su paso.
Los paisajes, las luces, los cuerpos
las ciudades, los libros, los cielos,
lo que supe y no supe, tu voz,
mi pueblo, el día de ayer, toda la infancia.
y no resultaría de todo eso
más que una negación del pasado, dulce, pactada,
un poco de humedad en las mejillas
y un nudo de oscuridad en el recuerdo.
Si al final, para explicar mi silencio,
me abrieran en venganza el corazón,
no giraría la sangre a chorros,
no luciría su oficio la lenta musculatura,
no caminaría la sangre un milímetro.
Lo encontrarían seco y rebelde,
lo verían negro, quieto, como un grito cosido,
como vacío de sí mismo tras tanta cosa perdida,
dirigiendo a los furiosos exploradores
un gesto de desprecio y una callada advertencia:
no se puede conocer a un ser humano.
LA QUE NO DESCUBRE EL AMOR
La que me exige lo imposible,
y se ríe de mí si lo consigo.
La que tortura la penúltima luz cuando me marcho,
dejando mi segura vuelta aún más oscura.
La que con mano imperceptible le dibuja a mi talento
una lápida sin flor.
La que convence a Dios de la inutilidad de lo sagrado.
La que sedujo a todas las tormentas para que pesaran en mi abrigo.
La que me ordena alinear los puñales,
reponer los tesoros,
memorizar las ruinas.
La que mutila los deseos para mostrar los horrores.
La que, con anchos ojos soleados, demuestra que la libertad
es una superstición de la desdicha
La que trafica alegremente con cada centímetro de la espalda
que ofrecí a la traición.
La que llora si no lloro,
la que le grita a mi monstruo,
la que respira mi muerte.
La que renuncia a la búsqueda para aprovechar lo que ignoro.
La que comprende el tiempo,
la que mide los pasos,
la que jamás espera la muerte.
La que salta y me hiere,
la que prende estragos en la única noche
que no se le olvida a mi descanso.
La que me mata todos los días,
la que para sobrevivir necesita mi temor a morirme
un segundo antes.
La que hace insustituible la vida
y confunde el duelo con la gloria.
La que se marcha entre los cuerpos,
la que sólo existe en la amargura,
la que no descubre el amor.
ETERNA POR LA PENUMBRA PASA
Eterna por la penumbra pasa la mano vacía.
Sin duda aquella noche de agosto de 1950,
después de tanto acrecentar despedidas y morder somníferos,
Pavese se quedó dormido sin darse cuenta
con la cabeza hundida en su tierra del Piamonte,
respirando el descanso y la memoria
en la soledad inmensa de un latido,
hasta que en su boca enterrada anochecieron
en el cementerio callado del sueño
todas las palabras y toda la vida.
Como un dedo frío que descubre una arruga o un verso,
la intuición del retorno a sí mismo roza la tiniebla,
mientras por los ojos cerrados se adentra una calma absurda
como entra la luz del amanecer por una puerta abandonada
o la voz insolente en un misterio revelado,
y entonces siente el abrazo sin literaturas de una muerte grande,
que lo aprieta soberbia sobre un pecho vacío
del tamaño del mundo.
Toda la carne está ya rota por esa ternura,
y la sangre materna es un trabajador lúgubre
al servicio de la crónica policial, del mito y de la historia.
La última felicidad es dejarse acompañar por las lunas
hasta los queridos valles agujereados
que descienden sobre los dibujos animales del verano
hacia los contravientos de las viñas y la duda.
Entre los adioses imaginarios vislumbra la sencilla
ruta señalada, el destino prefijado que no existe
para el homenaje, el amor o la inocencia
sino para la amistad inagotable de la destrucción y del tiempo.
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Copyright ©Héctor Lisonje, 2009
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Fecha de publicaciónJunio 2009
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