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Los misterios de la casa de mi abuela

Cuentos para niños y niñas

La escalera misteriosa

Edith Checa
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[Gato]

Me llamo Edilú y tengo doce años. Desde muy pequeña paso mis vacaciones de verano e invierno en La Huerta, la casa de campo en la que vive mi abuela. Voy con mi hermano Alberto y allí nos reunimos con cinco de nuestros primos. En total somos siete niños y niñas. En verano nos bañamos en la alberca y ayudamos a cuidar a la vaca Avelina, a los patos, las gallinas y los perros.

La casa de mi abuela es muy misteriosa, por muchas razones que ya os iré contando, pero sobre todo es misteriosa por la escalera. Nos da bastante miedo subirla o bajarla. Es una escalera muy grande y en forma de caracol, de madera oscura y parece interminable. Los peldaños son bajitos pero muy anchos y suben formando una espiral para llegar a los tres pisos. Bueno, a los dos pisos donde están todas las habitaciones y los baños y al tercero en el que se encuentra el desván, el lugar prohibido de la casa. A medida que sube la escalera hacia los tres pisos se van empequeñeciendo los escalones, por lo que parece que sube muy, pero que muy, alto.

Y ¿por qué digo que la escalera de la casa era misteriosa? Todo pasó este último verano. Nos dimos cuenta de que cuando subíamos o bajábamos en silencio los siete primos —raras veces ocurría eso ya que casi siempre subíamos y bajábamos como locos, gritando y riendo— al pasar nuestras manos por la barandilla la escalera emitía un sonido parecido al maullido de un gato: ¡miauuuu! Cuando oíamos ese maullido, o grito de fantasma, como decían algunos de mis primos, nos quedábamos todos paralizados en los peldaños como si nos hubieran hecho una foto: con las bocas abiertas por el miedo que nos daba, las orejas estiradas para escuchar mejor y los ojos de espanto casi salidos de sus órbitas. Cuando volvíamos a escuchar el maullido de la escalera ya no soportábamos tanto terror y bajábamos o subíamos corriendo, buscando un sitio donde escondernos.

Ilustración de Lola Barquilla

Una noche, mientras todos dormían, me desperté con un hambre voraz. No había cenado lo que me puso la abuela porque no me gustaba y a media noche comenzó a notarlo mi estómago. Había dos opciones: o no dormir por el hambre o bajar las escaleras para llegar a la cocina y comer lo que me apeteciera hasta saciarme. Decidí bajar las escaleras a pesar del miedo.

Di la luz del pasillo y cuando ya estaba a punto de encender la de la escalera recordé que la bombilla estaba fundida, por tanto debía bajar a oscuras, o casi a oscuras, puesto que algo se veía gracias a la lámpara del pasillo.

Comencé a bajar. Puse mi mano en la barandilla para no caerme y en ese momento escuché el maullido extraño. Me quedé pegada al suelo y creo que me crecieron las orejas por el afán que tenía de averiguar de dónde procedía el maullido. Estaba claro que ese maullido, o grito de fantasma, o lo que fuera provenía del desván. Se hizo el silencio. Yo sudaba. Comenzaron a temblarme las piernas. En ese momento la escalera volvió a emitir el sonido espeluznante. Cada vez parecía estar más cerca, era como si bajara persiguiéndome. Corrí hasta llegar a la cocina y cerré la puerta.

Respiré para tranquilizarme y empujé con mi espalda la gran hoja de madera para que nadie pudiera abrirla. Cuando creí estar a salvo coloqué la enorme silla de la abuela para reforzar la puerta.

Miré en el frigorífico. Había cosas exquisitas y las saqué todas. Las puse sobre la mesa y me senté para disfrutar de mi festín: batido de chocolate, leche condensada, pastelillos de fresa y nata, queso y mortadela.

Cuando estaba enfrascada saboreando los manjares escuché un ruido tras la puerta y, un momento después, alguien empezó a girar el pomo para abrirla. Me quedé paralizada con un pastel en la mano y la boca abierta de par en par. Cuando comenzó a abrirse la puerta tuve reflejos y me escondí bajo la mesa que tenía un mantel tan largo que casi llegaba al suelo. Desde allí pude ver las patas de un enorme tigre que entraba sinuoso en la cocina. Sólo le veía las patas desde esa postura y, de pronto, dejé de vérselas porque dio un salto y se subió a la mesa. ¡Se estaba zampando mi comida! No lo pude aguantar, se me olvidó el miedo y no pensé más que en defender lo que era mío. Salí de debajo de la mesa diciendo:

—¡Fuera! ¡Deja mi comida!

Cuando terminé de decir esas frases ya estaba de pie mirando al tigre. Bueno, tigrito; bueno, gatazo; en fin, gatito atigrado.

Me miró con sus ojos verdes preciosos con un gesto con el que parecía interrogarme. Me envalentoné de nuevo y le dije que no se comiera lo que era mío. El gato se estiró graciosamente y me miró con cierta timidez. ¡Y habló! ¡Me habló! Dijo que era una gata, y que tenía que llevarle comida a sus cachorrillos que estaban en el desván. Al decirme que tenía cachorros no lo pensé dos veces. Cogí una bandeja y en ella coloqué jamón york, queso, pasteles, leche y le pregunté si me dejaba acompañarla para verlos.

Me dijo que sí, y subimos. Jugué con los hermosos gatitos. Había cinco: dos atigrados que se llamaban Ulises y Pícaro, dos gatitas blancas que eran Caramba y Greta y uno negro que se llamaba Pinzón y era un curioso conquistador que no paraba de intentar escaparse del enorme cajón en el que los tenía su madre para controlarlos mientras ella hacía cosas. Estuve casi toda la noche jugando con ellos. Me mordisqueaban en las manos, en los pies, e incluso se subieron por mi espalda haciendo carreras hasta llegar a mi cabeza.

El gallo Ciruelo cantó y recordé que siempre lo hacía, según la abuela, a las cinco de la madrugada. Ya era hora de bajarme a dormir si quería estar despierta y descansada para pasar otro día magnífico de mis vacaciones bañándome en la alberca.

Mamá-gata me dijo que no comentara a nadie que estaban allí. Yo se lo prometí.

Durante esos días me sentí fenomenal ya que era la única que sabía el secreto de la escalera y además disfrutaba de los cachorros.

Cada noche subía un ratito al desván para jugar con la familia gatuna. Lo pasaba genial porque eran muy graciosos y Mamá-gata muy cariñosa.

Pero un día ocurrió algo extraño. La abuela nos regaló a cada uno un montón de cuentos antiguos, de cuando era pequeña. Los había encontrado, según dijo, allí arriba. Pensé horrorizada que habría descubierto a los gatitos y estaría enfadada. Pero no parecía haberse dado cuenta de que estaban allí. Por la noche subí al desván para ver qué había pasado. Me quedé petrificada cuando comprobé que en el cajón donde Mamá-gata guardaba a sus cachorros no había nada.

Miré en otras cajas, en los arcones, en los armarios, en cada rincón del desván. No los encontré. Subí varias noches seguidas por si regresaban, pero Mamá-gata se había ido para siempre con sus lindos cachorrillos. La tristeza me invadía, me habría gustado despedirme de ellos. Decirles que les había tomado cariño y que les deseaba mucha suerte allá donde estuvieran.

Una noche que estaba tumbada —¡tan tristona!— en mi cama, decidí leer uno de los cuentos antiguos que me regaló la abuela. Tenía tres y miré los títulos y los dibujos de la portada para ver cuál me apetecía leer. Me quedé con la boca más abierta que la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones cuando se abría para que entraran todos juntos. El cuento que tenía en mis manos se titulaba «Mamá-gata y sus cachorros en el bosque del ogro» y ¡allí estaban todos!: Ulises, Pícaro, Pinzón, Caramba y Greta, y ¡Mamá-gata! Abrí el cuento y casi me caigo del susto porque de pronto salieron los gatitos uno a uno de entre las páginas del libro y se pusieron todos a jugar sobre mi barriga. Diez ojitos verdes me miraban con alegría. Y de pronto noté un peso más grande en mi barriga. Mamá-gata había salido también del libro.

Ilustración de Lola Barquilla

—¡Vaya! —dijo Mamá-gata—, por fin abres el cuento. Creí que no lo harías nunca.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿Por qué salís del cuento y no estáis en el desván?

—Porque, al ver que subía alguien —dijo Mamá-gata con dulzura—, nos metimos de nuevo en el libro. Y como ya sabrás no podemos salir hasta que alguien lo abra de nuevo para leerlo.

—¡No tenía ni idea! —le dije.

—Ya lo sabes entonces. Así que, por favor, lee de vez en cuando nuestro cuento y déjalo siempre abierto para que podamos salir cuando nos apetezca. ¿Lo harás?

—¡Claro que lo haré! ¿Pero eso ocurre con todos los libros? Quiero decir que, si dejo un rato un libro abierto, ¿saldrán los personajes del cuento y se pasearán por mi habitación?

—Solamente si lo abres para leerlo y luego lo dejas abierto —dijo la gata— pero siempre que tú no estés delante porque no quieren ser vistos por nadie.

—¿Por qué?

—Imagínate qué pasaría si los niños supieran que dejando abierto un libro durante un rato los personajes pueden salir a pasear.

—¡Sería muy divertido!

—Claro, y nadie iría al colegio. ¿No te parece? Si un niño tuviera el libro de sus personajes preferidos abierto y supiera que van a salir para jugar con él no tendría ganas de ir al colegio. Y estudiar es fundamental para un niño.

—¿Y en vacaciones? ¿Por qué no se dejan ver en vacaciones?

—No lo sé, no lo he pensado. Deberíamos discutirlo entre todos los personajes de los cuentos. Ya lo hablaré cuando nos juntemos en la próxima asamblea.

—¿Os reunís en asamblea los protagonistas de los cuentos?

—Una vez al año.

—Y ¿para qué?

—Para saber cuántos niños nos han leído durante los últimos doce meses. Y la verdad es que es penoso porque hay pocos niños que lean cuentos y cada vez menos. Tenemos una gran competencia.

—¿Y ésa quién es? —le dije, sin entender el significado de la palabra.

—Pues, la televisión, los videojuegos, los ordenadores, Internet... En fin, cosas para distraerse que el hombre ha inventado y que hacen que los niños no lean libros.

—¡Vaya...! Yo creo que si los niños supieran que los personajes salís de los cuentos cuando los dejamos abiertos porque hemos estado leyendo algunas páginas se pondrían enseguida a leer. ¿No te parece?

—No lo sé. ¿Acaso tú vas a leer más libros por haber averiguado este secreto?

—Creo que sí porque ahora sé que estáis vivos.

—Sí, pero sólo estamos vivos los personajes de los libros que son leídos. Es decir, que si alguien tiene un libro y no lo ha leído, los protagonistas no podrán salir nunca y divertirse un poco aquí fuera.

—¡Vaya! Y ¿cómo es que vosotros estabais fuera si este libro es antiguo y lleva años en el desván? —le dije asombrada.

—Llevo algún tiempo saliendo y entrando del libro cuando lo deseo porque, hace un par de años, tu abuela subió al desván y estuvo leyendo algunos fragmentos de mi cuento para recordar sus lecturas de cuando era niña, y después de leerlo lo dejó un poco entreabierto. Lo suficiente para poder salir y entrar.

—¿Y si llevas dos años saliendo y entrando significa que los cachorros, tus hijos, siempre han sido así de pequeñajos y no han crecido?

—No, no es así. Mi libro no se titulaba «Mamá-gata y sus cachorros en el bosque del ogro», se titulaba: «La gatita Towanda en el bosque del ogro».

—¿Te llamas Towanda?

—Sí

—¿Y por qué ha cambiado el título del cuento?

—Porque, al estar abierto, yo he vivido esta vida vuestra y he crecido, he conocido a Choyú y he tenido a mis gatitos.

—¡No entiendo! ¿Quién es Choyú?

—El papá de mis cachorros.

—¿Y dónde está Choyú?

—Andará como loco por ahí buscándonos. No sabe que tu abuela cerró el libro y te lo dio a ti. A lo peor se ha pensado que nos han secuestrado. Debo encontrarlo, debo decirle que ya estamos de vuelta y que puede regresar con nosotros.

—¿Y por qué nunca lo he visto en el desván con vosotros?

—Porque a esas horas él anda buscando comida para alimentarnos.

—¿Y Choyú es un gato del cuento?

—No, él vivía en la finca de al lado, en la del señor Torrezno. ¿Lo conoces?

—Pues claro que lo conozco, ese apellido no se olvida: ¡Torrezno! ¿Y cómo conociste a Choyú?

—Un día, paseando por vuestra finca sin que nadie me viera, lo vi de lejos y me pareció hermoso y elegante. Él me vio y se acercó a charlar conmigo. Desde entonces nos hicimos amigos y luego nos enamoramos. Por fin decidimos vivir juntos y tener cachorrillos. Debo encontrarlo. Estará muy triste sin nosotros.

—¿Quieres que busque a Choyú? ¿Le digo que estáis fuera del libro y que venga?

—Sería maravilloso que lo hicieras.

—En cuanto amanezca voy corriendo a buscarlo. Ahora será mejor que duerma un ratito porque estoy muy cansada con tantas emociones.

—Me parece bien. Dormiremos todos y mañana nos ayudas a encontrarle.

Esa noche dormí feliz rodeada de los cinco hermosos gatitos y Mamá-gata. Caramba y Greta se quedaron dormidas ronroneando junto a mi cuello, Ulises y Pícaro se quedaron fritos sobre mi barriga, y el más inquieto, Pinzón, se pasó media noche hurgando en mi nariz, a lo mejor se pensó que en esas pequeñas cuevas había un tesoro escondido.

A la mañana siguiente corrí, antes de que nadie se despertara, a la finca del señor Torrezno, y busqué por todas partes para encontrar a Papá-gato. Le llamé por su nombre: ¡Choyú! ¡Choyú! Pero nada.

Caminé en dirección al pueblo y de pronto ¡lo encontré! Estaba buscando a su familia en otras fincas y en otras casas. Le llamé a gritos: ¡Choyú! ¡Choyú!

Papá-gato me miró alucinado, debía de estar preguntándose cómo sabía yo su nombre. Me fui acercando a él y, para que no desconfiara de mí, le fui contando que Towanda y los cinco cachorros estaban conmigo en mi habitación.

Choyú me miró con alegría y se acercó a mí dando grandes saltos. Se rozó una y otra vez contra mis piernas, haciendo varias pasadas, como pintando el número ocho entre ellas, y luego me miró preguntándome, sin palabras, dónde estaba mi habitación.

Nos pusimos en camino hacia la casa de mi abuela y sin que nadie nos viera subimos por las escaleras misteriosas, aunque ya no lo eran para mí. El alborozo fue tremendo, Towanda y los gatitos se pusieron a maullar de alegría al ver a Papá-gato y todos se arrebujaron lamiéndose unos a otros —ya sabéis que los lametazos de los animales son como las caricias de las personas.

Yo me sentía muy feliz, tan feliz que se me saltaron las lágrimas. Al cabo de unos minutos de escuchar una sinfonía de ronroneos interminables de los cinco cachorros y los padres, Towanda se acercó y me habló.

—Gracias, Edilú, por haber traído a Papá-gato. Te estoy muy agradecida.

—No hay de qué. Pero ahora ¿qué vais a hacer? ¿Os vais a meter todos en el cuento? ¿Os vais a quedar fuera para siempre?

—Me gustaría —dijo Towanda— que nos ayudaras a convertirnos en gatos normales.

—¿Es que no sois normales?

—Bueno, Choyú sí. Te habrás dado cuenta de que él no habla, sólo maúlla o ronronea. A mí me gustaría que pudiéramos hacer nuestra vida normal sin tener miedo a que nos descubran, a que abran o cierren el libro, incluso a que alguien lo queme o lo tire a la basura y nos destruya.

—¿Qué puedo hacer?

—Esta noche a las doce en punto tendrás que leer el libro entero y cuando llegues al final comprobarás que hay una página en blanco, es el final del cuento que tú misma deberás escribir.

—¿Escribirlo yo?

—Sí, debes escribir un final para «Mamá-gata y sus cachorros en el bosque del ogro».

—¡Pero yo no sé escribir! Siempre suspendo en lengua y literatura.

—Inténtalo, por favor. Si escribes un buen final podremos vivir una vida tranquila aquí en La Huerta —siempre que tu abuela nos lo permita, claro— y seremos felices... El único problema es que ya no podré volver a hablarte.

—¿Por qué?

—Porque ya no seré personaje de cuento sino una gata normal y corriente. Pero podré comunicarme contigo con mis arrumacos, mis ronroneos, mis cabezaditas, mis movimientos del rabo, del lomo, mis maullidos... Podremos comunicarnos de otra forma. ¿Te parece bien?

—¡Qué remedio! Esta noche, a las doce, me leeré el cuento completo y escribiré lo que falte.

Pasé el resto del día pensando en un final para el cuento y me di cuenta de que sería difícil.

Llegó la hora clave, me tumbé en la cama y, mientras los cinco gatitos y Towanda y Choyú jugaban subiéndose por las estanterías, me puse a leer el cuento. Llegué a la penúltima página en la que Mamá-gata y los cachorros estaban subidos en un árbol del bosque mientras eran acechados por el ogro llamado Mugriento que quería comérselos. Choyú, mientras tanto, permanecía encerrado en una jaula del castillo del ogro y no podía ayudarlos.

Ilustración de Lola Barquilla

Llegué a la página en blanco y escribí, leyendo al mismo tiempo en voz alta para que me oyera Mamá-gata:

De pronto, en el bosque, apareció una niña llamada Edilú que tenía una melena larga que le llegaba casi hasta los pies. Al ver a Mamá-gata y su camada en apuros decidió liberarlos engañando al ogro con una tarta de mermelada de naranjas. La familia gatuna salió corriendo por el bosque en dirección al castillo. Cuando llegaron, consiguieron abrir la jaula en la que estaba Papá-gato y lo liberaron. Todos juntos pudieron alejarse para siempre del bosque y del ogro. Tras varios días de caminata encontraron un lugar maravilloso para vivir: una enorme finca llamada La Huerta y dio la casualidad de que era la casa de la abuela de la niña Edilú. Allí vivieron felices el resto de sus vidas. Y colorín colorado este cuento se ha acabado.

Cuando terminé de escribir la página miré a mis lindos gatitos. Todos se habían subido a la cama y jugaban queriéndose meter entre mis sábanas.

Le pregunté a Mamá-gata qué le había parecido el final del cuento. Me miró con sus verdes ojillos y ladeó un poco la cabeza acercándose a mí. Soltó un largo ¡miauuuuu! y me tocó con su naricilla húmeda en los carrillos, luego se revolcó entre mis brazos ronroneando.

—¡Dime qué te ha parecido! —le dije.

—¡Miauuuuu! —contestó.

Entonces comprendí que había logrado su deseo. Ya podían vivir una vida plácida junto a nosotros en la casa de la abuela, pero Mamá-gata nunca podría volver a pronunciar una sola palabra.

Sin embargo me di cuenta de que, con sus maullidos, ronroneos y movimientos acariciadores, me estaba diciendo muchas, muchísimas cosas. Y me gustó comprender que existe otro tipo de lenguaje que permite que nos comuniquemos las personas y los animales. Y sobre todo me gustó saber que mi querida familia gatuna era por fin libre para vivir.

Ilustraciones: Lola Barquilla
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Copyright ©Edith Checa, 2001
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Fecha de publicaciónDiciembre 2001
Colección RSSJuve
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