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Me encontré un caballo

Fidel del Castillo Díaz
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Nadie lo había visto. Parece inverosímil, pero así ocurrió: me encontré un caballo en plena calle. Yo, con toda mi buena intención, pregunté a los transeúntes que había por allí si conocían a alguien que se responsabilizara del animal. Incluso les pregunté a los dependientes del supermercado cercano si podían aportarme alguna información. Pero todo fue inútil. Nadie sabía nada del animal y él no dejaba de mirarme con sus ojazos, suplicándome algo que no podía entender. Tanto que decidí llevármelo a casa, con todos los problemas que me acarreó.

El primero fue subir. No había modo de que cupiera en el ascensor. Y por más que lo intenté, de frente, de lado y de culo, con perdón, lo único que conseguí fue que de una coz se cargara el espejo. Así que me armé de paciencia y subimos por las escaleras. Yo hacía lo posible por que no metiera ruido, que los vecinos son muy quisquillosos. Incluso le puse mis calcetines en los dos cascos traseros, que eran los que pisaban más fuerte. Y por suerte no nos oyeron. Eso sí, en el tercero dejó un montón de boñigas que, cuando lo encontró la mujer de la limpieza el lunes y se lo contó a la presidenta de la comunidad, hizo que los vecinos empezaran a sospechar.

En cuanto llegamos a casa decidí que había que ducharlo. Le quité el peto, porque no sé si lo había dicho antes, pero el caballo era un percherón a todas luces preparado para una corrida de toros, y lo metí en la bañera. Tuve que utilizar medio bote de champú para caballos grasos pero la inversión estuvo bien hecha, porque el animal olía a lo propio cosa fina. Una vez limpio y perfumado parecía otro. Se instaló en el cuarto de estar y en un par de horas me acostumbré de tal manera a su compañía que se me hacía hasta agradable. El pobre no dejaba de mirar por los cristales del balcón, añoranzas me pensé yo, pero en un momento que abrí el ventanal y me descuidé un poco se me comió tres macetas de geranios. Así que era eso: hambre.

Estuve rebuscando por todos los armarios pero no encontré ni una ración de alfalfa. Tuve que ponerle la televisión para que se entretuviera en mi ausencia y me fui al centro a un establecimiento de esos de estilo americano que tienen abierto los fines de semana. Alfalfa no había, pero compré doscientas cajas de alpiste para canario. A falta de alfalfa buenos son mijos, razoné en mi fuero interno. Y no me equivoqué demasiado porque, ya en casa, el bendito animal se comió las doscientas cajas con cartón y todo sin rechistar. ¡Angelito!

Cuando llegó la noche se me plantearon nuevos problemas. El primero fue si el caballo debía dormir en el balcón, con el consiguiente riesgo para los geranios, o en el cuarto de baño. Mi habitación la descarté porque, después de un examen concienzudo, descubrí que no era caballo sino yegua. Decidí que lo más discreto sería el cuarto de baño. Si venía alguien siempre podía decir que estaba ocupado. El segundo problema fueron los relinchos. A determinadas horas es muy difícil justificar delante de nadie semejantes ruidos, así que opté por ponerme a su lado y acariciarle el lomo, que parecía que lo tranquilizaba bastante. Ni que decir tiene que me quedé dormido sentado en la taza del retrete. Y digo retrete porque a ciertas horas de la noche decir inodoro sería una falacia. Me lo puso todo perdido. Y el tercer y último problema fue su paseo diario. Supongo que, como los perros, los caballos también tienen que hacer ejercicio todos los días. A la calle no lo podía bajar. Era demasiado arriesgado pasearlo por las escaleras del edificio otra vez. Así que decidí juguetear con él por el pasillo de casa. Busqué una pelotita de goma pero no encontré ninguna, y tuve que utilizar una naranja. Se la mostraba y ocultaba varias veces y finalmente la lanzaba hasta el otro extremo. El caballo trotaba animoso hasta ella, la recogía y se la comía. Me costó tres kilos de naranjas y uno de mandarinas que aprendiera a traérmela, pero al final lo hizo. También me costó una bronca de la vecina de abajo, que subió a decirme que ya estaba bien, que eran las dos de la mañana y parecía que tenía un caballo en casa. Cansado y sudoroso, pero feliz, el caballo se durmió plácidamente en el cuarto de baño apoyando su frente en la grifería monomando del bidé.

Los dos o tres días siguientes transcurrieron dentro la normalidad relativa de tener un caballo en un piso de ochenta y tres metros cuadrados construidos que, en definitiva, se quedaban en sesenta útiles. Los dos nos fuimos adaptando el uno al otro y hasta nos cogimos cierto cariño. Pero una mañana, había salido yo a pasear y a comprar un poco de alfalfa, que había hecho corto en mi pedido al supermercado, y me encontré a un picador. Estaba en un banco del parque y lloraba desconsoladamente. Me acerqué intentando ser amable y enseguida nos hicimos. Le invité a venir a mi casa, tenía una sorpresa que le gustaría, y después de hacerse rogar un poco se avino. Cuando el caballo nos abrió dio saltos de alegría. No era el suyo, pero acostumbrado como estaba a tener siempre un caballo debajo se adaptó enseguida a él y decidió quedarse en casa. A fin de cuentas me venía bien. Podría dedicarme a mis cosas mientras él entretenía al caballo. Por la noche el picador no consintió ocupar el sofá-cama de los invitados y prefirió dormir en un rincón del cuarto de baño, cerca del caballo. Pero roncaba tanto que a las tres de la mañana el caballo salió de puntillas y se vino a dormir a mi cama. Por un día consentí, pero no era plan.

Al día siguiente llamaron a la puerta y lo primero que pensé fue que la vecina venía a quejarse de los ronquidos. Pero me equivoqué. Era una cuadrilla perfectamente ataviada para el paseíllo. Tres subalternos, uno especializado en el tercio de las banderillas, y un picador de reserva. El maestro no había podido venir, me comentaron, pero le habían dejado mi dirección y en los próximos días nos haría una visita. Yo, que nunca me he sabido negar a estas cosas, les invité a entrar, a ponerse cómodos y a tomar algo, y entre todos terminaron con las existencias del frigorífico en un abrir y cerrar de ojos. Habían venido sin almorzar. Pronto hicieron buenas migas con el picador y el caballo y pasaron la tarde jugando al tute y hablando de corridas en las que habían participado, bebiendo hasta que terminaron una caja de cervezas que había bajado a comprar y llenándome el piso con el humo de sus puros. A la hora de dormir los acomodé como pude en el cuarto de estar, y entre unas mantas que encontré en un armario y los capotes se abrigaron como pudieron. Y no pasaron mala noche. Al menos eso deduje, porque se quedaron varios días más. Incluso enviaron una postal a unos alguacilillos y a unos timbaleros que conocían invitándoles a pasar unos días con nosotros.

El mozo del supermercado se negaba ya a traer mis pedidos. Cincuenta quilos de alfalfa, diez cajas de cervezas, tres garrafones de vino y comida para seis personas, tú me dirás. Razón no le faltaba. Pero con un poco de buena voluntad siempre había alguien que cortésmente se ofrecía a compañarme y entre dos o tres traíamos alimentos y bebidas. Por cierto que, en uno de los viajes al supermercado, el picador reserva se encontró con unos mozos de mulillas que conocía y les invitó a venir a casa. Cuando preguntaron si podían traer las mulas con ellos el picador me miró a los ojos como pidiéndome permiso. Mi respuesta afirmativa le hizo tan feliz que se puso a silbar un cambio de tercio. Sólo puse una condición: las mulillas tendrían que subir de noche, de una en una y por la escalera.

Aquella noche casi nadie durmió en el piso. Unos por la emoción del reencuentro, otros porque se ocupaban de subir y acomodar a las mulillas y otros porque cuando conseguían conciliar el sueño alguien les molestaba para pasar a algún sitio. Por eso, cuando amaneció, todos caímos derrengados y estuvimos durmiendo hasta bien entrada la tarde. A media tarde —eran las cinco en punto de la tarde—, sonó la alarma del reloj de pulsera de uno de los mulilleros, siempre lo llevaba a esa hora, costumbres profesionales, y todos nos despertamos con una hambre canina. Bueno, el caballo y las mulillas, equina. Merendamos bien y, para matar el rato, estuvimos jugando al veo-veo, a las películas y a policías y ladrones. Pero éste último lo dejamos, que éramos muchos para correr de un lado para otro y la chinche de la vecina de abajo volvió a subir a quejarse. Sin darnos cuenta había anochecido y otra vez teníamos hambre. Alguien tuvo la brillante idea de encargar pizzas por teléfono y llamó para solicitar quince margaritas y doce vegetales para los animales. El chico tuvo que traerlas en una furgoneta y por la abundancia del pedido nos regaló dos pins que sorteamos entre todos. Uno le tocó a una mulilla torda, pero se lo regaló al jefe de mulilleros, y el otro al banderillero, que se lo puso orgulloso en su traje de luces. Devoramos la comida con auténtico apetito e incluso el picador reserva sugirió que pidiéramos más. Pero lo decía porque se había quedado con envidias de los pins, así que no le hicimos caso.

Y así pasamos unos cuantos días más. Cada vez que alguien salía a la calle se encontraba con algún conocido y le invitaba a venir. En los días siguientes se añadieron a nosotros unas manolas, con mantón de manila y todo, dos guardia civiles, los timbaleros y alguacilillos a los que habían escrito la postal, que se trajeron a otro compañero que tocaba el clarín, el presidente y el veterinario de una plaza de pueblo con mucha afición y un señor que fumaba un puro y decía entender mucho. Todos se iban distribuyendo por la casa. Este cuarto lo dejaremos para los animales, me pido estas tres baldosas, el del puro, que se vaya al balcón, ya está bien de ensayar con tanto clarín y tanto timbal, joder, que me estáis poniendo la cabeza como un bombo, vete por ahí, que nosotros no le decimos nada al picador, al que le pique que se rasque, más te valdría recoger las boñigas de las mulillas, decían unos y otros. Olé, olé, decían las manolas. Era normal que el ambiente se enrareciera un poco. Demasiada gente.

Los quince días siguientes fueron de pesadilla. Me habría ido de casa si no hubiera sido porque en la escalera era fácil que me encontrara con alguien y ya ni un solo vecino me miraba bien. Excepto la de abajo, que en una de sus subidas a protestar se enrolló con el picador reserva y, afortunadamente para todos nosotros, éste se mudó al piso inferior. Las mulillas, abanderadas por la yegua, campaban por sus respetos por toda la casa, pisoteando en sus galopes todo lo que pillaban a su paso. La cuadrilla había institucionalizado su partida de tute de las tardes e invitaban a muchos de sus amigos a ver y a apostar a favor de una u otra pareja. Uno de los alguacilillos y una manola se enamoraron locamente y se fueron a vivir juntos al cuartito de la lavadora. El banderillero cogió mis herramientas de bricolaje y en un rincón de la cocina montó un taller de fabricación artesanal de banderillas utilizando las patas de las sillas. El maestro se presentó acompañado de su apoderado y decidió que dónde iban a estar mejor que allí, rodeados de amigos y admiradores. Los músicos ensayaban marchas militares durante todo el día para no aburrirse. El señor del puro cortejaba a otra de las manolas cantándole arias de amor de El barbero de Sevilla. El presidente no hacía más que discutir de política con el otro alguacilillo y el veterinario tenía que mediar cada dos por tres para que no llegaran a las manos. La última manola resultó ser una «marifácil» y andaba todo el día retozando con uno y con otro por toda la casa. Y para colmo, el picador reserva y la vecina de abajo subían muchas tardes de visita.

Pero lo peor fue cuando llegó el tendido de sol. Por más que indagué nadie supo decirme cómo se habían enterado y, una tarde, se presentaron con sus meriendas y sus almohadillas, con sus viseras de cartón y con las entradas preparadas. Tuve que contratar a toda prisa quince o veinte porteros de boina roja, pero a pesar de sus esfuerzos por cortarles las entradas a todos me confesaron que se les habían colado lo menos cincuenta. El piso estaba impracticable. En cualquier rincón te encontrabas a un montón de gente hablando a gritos, comiendo o bebiendo, jugando a cartas o simplemente echando una cabezadita. Hasta me subí al altillo del pasillo pero descubrí allí a un aficionado retozando con la manola «marifácil» y, por discrección, les dejé solos. Afortunadamente, en un descuido conseguí colarme en el armario empotrado de la entrada y, aunque el tic-tic-tic del contador me sonaba junto a la oreja, pude disfrutar de unas horas de soledad. Necesitaba encontrar una solución y pensé en ello hasta que me dolió la cabeza.

Por supuesto no la encontré. Ni la encontré tampoco cuando, a los dos o tres días, vino el tendido de sombra. En apariencia eran mucho más señores, pero cuando vieron el cachondeo imperante se dejaron llevar fácilmente por las circustancias. No cabía un alfiler en el piso. En todos los rincones había tertulias taurinas. Los revendedores se movían con soltura entre el gentío, a pesar de que había dos compañías de la policía nacional para evitar sus ilegales negocios. Una de las veces que llamaron y fui a abrir, quince o veinte periodistas mostraron un pase y, con todo el descaro, se colaron dentro. Los vendedores de cerveza, naranjada, limonada, Coca-Cola, caramelos, garrapiñadas, pastillas de café con leche, no cesaban de ir de un lado para otro vociferando su mercancía. Varias veces me encontré a un señorito andaluz con sombrero cordobés que bebía una copita de fino. La banda municipal no cesaba de tocar «Marcial tú eres el más grande» a petición del público. El maestro me revolvió todos los armarios de la cocina buscando un vasito de plata, con la excusa de que si no, él no bebía ni Casera. El utilero lo perseguía detrás con un botijo diciéndole que no fuera tonto, que aunque más cornadas diera el hambre se iba a deshidratar. Y el apoderado perseguía al utilero para que persiguiera al maestro que tenía que salir en una entrevista. Un periodista perseguía al apoderado, etcétera. Los monosabios se lo pasaban bomba porque no había arena que barrer y ellos iban a cobrar la dietas igual. El mozo de espadas se había ligado finalmente a la sota de manolas y se arrullaban como dos tórtolas encima de la lámpara del comedor. También había por allí una peña de sanfermineros que dijeron que venían a entrenarse para el siete de julio. Y una manifestación de ingleses de la asociación protectora de animales contra la fiesta nacional. Incluso en una ocasión me pareció ver a Hemingway y a Orson Welles entre el gentío, pero a lo mejor no eran más que alucinaciones.

La cosa ya pasaba de castaño oscuro y por fin me decidí por la única solución. Me disfracé de toro bragado, astifino y morrilludo. Allí empezó y terminó todo. Me pusieron la divisa, me abrieron los toriles, me desfogaron los peones, me dieron tres verónicas y dos manoletinas, me cambiaron de tercio, me picaron entre los silbidos del público, me volvieron a cambiar de tercio, me pusieron tres pares de banderillas como tres soles, me jalearon, me abuchearon cuando flaqueé de manos en un quiebro, me cambiaron de tercio una vez más, me endilgaron seis naturales, tres pases de pecho y un engaño rodilla en tierra, me pusieron en los medios y, después de dos pinchazos, me clavaron el estoque hasta la empuñadura entre la ovación general y el flamear de pañuelos blancos. Un poco bajo, eso sí. Y me cortaron las dos orejas.

Sin duda era mi día de suerte. Gracias a los pinchazos me ahorré que me cortaran el rabo. Y además no necesité descabello. Pero lo mejor fue que, en cuanto terminó mi lidia, se fueron todos y dejaron el piso vacío. Y pude descansar en paz.

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Copyright ©Fidel del Castillo Díaz, 1994
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Fecha de publicaciónAbril 1997
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