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Las memorias del hombre X

Rodrigo Solís Arechavaleta
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Ese día se levantó un poco más ególatra que de costumbre, pero con el toque de nostalgia justo para que, en cuanto cayó la tarde al mundo y dos whiskys a su sangre, se decidiera a escribir sus memorias.

Alegre, fue en busca de dos millares de hojas, desempolvó la vieja máquina de escribir, y, cuando consideró que el recuerdo estaba fresco en su memoria, comenzó, con la torpeza del novato, a buscar las letras que debían narrar su existencia.

Mentalmente repasó sus memorias, sin profundizar demasiado, en busca del principio perfecto. Ahí se encontró con su primera dificultad. ¿Cuándo comenzó su vida? ¿Cuando un hombre se prendó de su madre y le declaró su amor? ¿Cuando un espermatozoide galante fue a incrustarse de cabeza contra un óvulo coqueto? ¿Cuando le surgió del pecho un pequeño ruidito acompasado que se convirtió de golpe en un corazón? ¿Cuando surgió vigoroso de sus pulmones ese primer llanto tan importante, ese primer dolor que nos despierta del letargo a la vida?

Decidido a ser absolutamente veraz y preciso, hojeó varios libros de medicina para ver qué se había escrito al respecto. Halló tantas contradicciones que al fin pasó por alto la primera duda, y varias horas después, escribió con algunos trabajos: «Nací». De inmediato le vino a la cabeza el recuerdo de una casa enorme y blanca, con un jardín muy amplio y un manzano al frente, que un tío caritativo tuvo la delicadeza de señalarle alguna vez, asegurando que en ese escenario había hecho su primera aparición en la vida.

Justo cuando buscaba las palabras para describir esa hermosa casa, se le ocurrió que su tío podía haberse confundido momentáneamente, o que él mismo, obedeciendo a cierto mecanismo de defensa, había fijado la vista en la blanca mansión con un manzano, en vez de mirar la humilde clínica de obstetricia que se alzaba a un lado.

Como es de esperarse, este cuestionamiento lo llevó a dudar de la veracidad que pudieran tener todas las anécdotas que le habían contado respecto a sus primeros años: los biberones hervidos, los pañales de tela fina, el talco perfumado y sus primeras dos palabras. Todas estas marañas lo llevaron al fin a deletrear con gran parsimonia: «Nací, pero como yo no recuerdo nada del caso, no pienso ahondar en el tema».

Leyó cuatro veces estas primeras líneas, y quedó muy satisfecho por haber comenzado con tal desplante de honestidad a narrar sus memorias.

«Crecí...» quedó grabado en la siguiente línea. La sola palabra desató un torrente de imágenes que pasaron vertiginosas por su cerebro. Olor a pino y a pastel de manzana en casa de la abuela, pellizcos en la mejilla, dulces, fiestas de cumpleaños, y años nuevos, y navidades, una niña de trenzas, un cachorro de San Bernardo, los primos corriendo como caballos salvajes, y los días grises y aburridos de la primaria, el hastío de las tardes lluviosas, y accidentes, horripilantes jarabes, la voz grave del médico que le zurció una cicatriz sobre la ceja.

«Crecí rodeado de gente que me quería y que yo quise...» anotó con dificultad. Releyó la frase muchas veces, y prosiguió sin quedar del todo satisfecho.

«Después...», su cerebro se estremeció sobrecargado por tantos recuerdos. ¿Después? ¿Cuándo comenzó a ser después? ¿Cuando llegó a la secundaria pública? ¿Cuando sus manos aún infantiles descubrieron a una mujer en el asiento trasero de un coche prestado? Después, después. Una infinidad de fiestas, un océano de dificultades, los veinte años, el accidente en el coche, las tres manifestaciones a favor del socialismo, otra mujer, clases aburridísimas, peleas callejeras, pleitos familiares, problemas económicos, un viaje a Europa, la muerte de los abuelos, los grandes amigos de la preparatoria, y de la universidad, y del trabajo, la última mujer, la más hermosa, y la boda. Los recuerdos eran interminables; sus hijos, su primer ascenso, la entrevista por televisión, la fortuna ganada en Las Vegas, la perdida en el hipódromo. Seguían saltando delante de sus ojos; un día, y otro y otro; un año, y otro y otro; más gente, muertes, nacimientos, bodas, bautizos, muertes; una fiesta, y otra y otra.

«Después...»

Un instante en la risa loca; otro instante al borde del llanto; un momento conmovido, otro extasiado, otro enojado, angustiado, enternecido, feliz, extrañado, melancólico. Y las fechas se acercaban; hace treinta años, hace veinte, diez, cinco, uno, seis meses, ayer. Él miraba fotos, oía discos, leía cuadernos viejos, fumaba, bebía un whisky tras otro, llamaba a entrañables amigos, a antiguos compañeros, a ilustres desconocidos.

«Después seguí creciendo, cosa que hago hasta la fecha.»

Mucho más relajado, empinó de un solo golpe el último trago de whisky, releyó sus memorias un par de veces antes de arrojarlas al cesto de basura, y con una gran sonrisa, se marchó a dormir.

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Copyright ©Rodrigo Solís Arechavaleta, 1995
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Fecha de publicaciónJulio 1996
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