Después de dejar todo en orden se puso el anorak, metió la pistola en el bolsillo derecho y salió a la calle. Eran cerca de las dos de la madrugada y todavía caían las últimas gotas de una lluvia fina y punzante que había dejado el suelo de asfalto espejado y resbaladizo. Echó a andar pisando los reflejos de las bolas amarillentas de las farolas y oyendo el chuf-chuf resignado de las hojas medio podridas bajo las suelas de sus zapatos. No se veía a nadie en la calle.
Dejó la copa vacía sobre el mármol y observó a la mujer que tenía enfrente a través de una fina película de alcohol y adormecimiento. Desvió la mirada y pasó revista al local semivacío, a la clientela escasa. Un aire espeso, estancado, reposaba por entre las personas y las mesas. Levantó la mano con indolencia, chasqueó los dedos y desde el fondo del local un camarero respondió a la llamada. Pagó la consumición, ayudó a la mujer a ponerse el abrigo y él mismo se puso su gabardina. Tocó la pistola que llevaba en el bolsillo derecho con un gesto mecánico, leve. Salieron a la calle, se despidieron y la mujer se alejó en su automóvil. Él permaneció quieto por un instante, contemplando las últimas gotas de lluvia y los reflejos de las luces en el asfalto mojado. Echó a andar.
Iba caminando mientras escuchaba los reverberos de sus pasos perdiéndose entre los recovecos oscuros de la noche. Había dejado de llover, pero la humedad seguía allí, empapando el aire. Y también seguía allí el tacto frío del metal, en el bolsillo, impasible y premonitorio.
Iba avanzando por calles desiertas, contemplando las cosas a la luz frágil y dudosa de las farolas, pisando las hojas muertas y escuchando sus propios pasos que se clavaban en el silencio de la noche.
Dobló la esquina y buscó la sombra cómplice del portal que había escogido muchos días antes. Se apoyó en la puerta y miró sin impaciencia el fondo oscuro de la hilera de soportales. Sacó del bolsillo izquierdo del anorak un paquete de cigarrillos, encendió uno y vio como ante sus ojos se espesaba el aire.
Dobló la esquina y buscó las llaves en su bolsillo. Fue avanzando bajo los soportales despacio, canturreando una melodía trivial, distraído por la confianza que dan las repeticiones infinitas.
Abandonó su refugio y caminó, seco y seguro, hacia la sombra que se le acercaba. Sacó la pistola en el momento preciso y disparó sin que su conciencia interfiriese en aquel hecho puramente anatómico.
Apenas pudo pensar en la pistola que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Supo que todo era inútil.
Lo miró a los ojos y se preguntó si sabría por qué lo mandaban al otro mundo de aquella manera, sin aviso previo, sin ningún signo premonitorio que dejase un resquicio para el consuelo. Seguramente no —pensó—; hace ya mucho tiempo de todo aquello. Lo vio caer sin vida y continuó su camino lleno de una suave ligereza, empapado de una extraña paz interior.
Copyright © | Juan Carlos Montilla, 1997 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Marzo 1998 |
Colección | Fabulaciones |
Permalink | https://badosa.com/n035 |
Es un relato un poco pesado al principio, porque describe demasiado las escenas.
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