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Julia

Ramon Rodó Carrero
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El sol está ya bajo en el horizonte y se refleja en un mar un algo rizado, creando multitud de puntos brillantes que aparecen y desaparecen con rapidez, efímeros destellos que hechizan, como si no fuese posible apartar la vista de ellos. El color del agua, pienso, tiende hacia el azul turquesa, tiene ese punto de verde claro, como el de aquel mar de los Dardanelos, no lejos de Estambul, que una vez soñé o alguien me dijo o explicó; el color que tenían aquellas aguas mientras, bajo un sol radiante, una desvencijada barcaza recorría la escasa distancia entre una y otra orilla, entre uno y otro continente. Me encuentro sentado en el suelo, cerca de ese azul turquesa, con los codos apoyados en las rodillas y Julia recostada en mi pecho, el viento agita sus cabellos —antes los llevaba tan cortos— y se enredan en mi boca, bajo esta luz transparente y onírica, y por un momento —despóticos pensamientos encadenados— la imagen de Laura acude a mi cabeza, y sé que voy a sentir (ya estoy sintiendo, resulta casi instantáneo) esa aguda sensación tan familiar que de forma compulsiva me mueve a una ligera presión en la mano de Julia, quien me responde con un gesto cariñoso, sin duda interpretando el mío como tal. Julia nunca pregunta, sólo dice, a veces, que mi rostro parece reflejar en ocasiones cierta lejanía, que no le gusta verme así; pero ahora no puede verme, he cerrado un poco más los brazos alrededor de sus hombros, me dejo llevar por mis pensamientos y me viene a la mente el personaje de una película futurista, que mira las fotografías de su presunta infancia y no sabe todavía que sus recuerdos son implantados, son falsos; Rachael, ése es su nombre, aprenderá a vivir luego con un pasado que no le pertenece, aunque, como compensación, le será dado compartir su existencia androide con el apuesto protagonista.

Sí, creo que era los jueves (y ése era el pensamiento despótico), no sé por qué he recordado el día de la semana, lo cierto es que gateaba hasta los pies de la cama para encender el televisor y Harold Lloyd aparecía en la pantalla, y pensaba que inevitablemente de un momento a otro lo vería colgando de las agujas del reloj en lo más alto del rascacielos, tal vez esa escena fuese utilizada a modo de leitmotiv en la antología; otra vez Harold embaucándome en su ficción, transmitiendo esa sensación de estar constantemente a punto de perder el equilibrio: entonces caía en que otra vez era jueves, y pensaba que de nuevo había transcurrido una semana, otra semana en la que muchas horas se habrían sucedido en compañía de Laura, quizás más de las que tal vez habría decidido, no sé, eso era muy al principio, yo tenía cosas que hacer, creo que pensaba, el hecho es que mi estudio parecía ir siendo menos frecuentado mientras el apartamento de Laura parecía convertirse, poco a poco, en el lugar donde transcurría mi tiempo. Todos los jueves continuaba aquel programa antológico acerca de ese actor, solía quedarme tumbado un rato, mirando aquel pequeño televisor en blanco y negro; Laura se habría ya levantado, estaría seguramente preparando algo para cenar. Algunas veces veíamos el programa juntos, creo que a ella le aburría un poco, de hecho las situaciones en las que Harold aparecía eran siempre las mismas o muy similares, imposibles equilibrios en los que el simpático personaje parecía siempre a punto de caer; resultaba sorprendente que la mano derecha de ese actor se encontrase en realidad casi imposibilitada (había perdido los dedos pulgar e índice en un accidente), y a veces, morbosamente, intentaba fijarme si en algún momento la pantalla dejaba ver su defecto. En ocasiones el televisor permanecía encendido, tal vez sin sonido, y Harold continuaba sus imposibles equilibrios sin que nadie le hiciese caso, sin que yo averiguase cómo se las ingeniaba para salir airoso de esta o aquella situación. Quizás Laura insistiese y pasase allí la noche, pensaba, cenaría y desayunaría en su compañía, y vería cómo sonreiría y se alegraría sinceramente por ello. No sé por qué esperaba a que me lo sugiriese, en realidad me resultaba agradable estar allí con ella, despertarme por la mañana y bajar a buscar croissants o brioches; Laura, tan diferente a mí, casi antagónica, y sin embargo conduciéndome hacia aquella particular y creciente sensación de bienestar, esa sensación que todavía durante aquel tiempo creía resultaba inherente a mi persona, que no dependía de factores externos, que simplemente aparecía de forma espontánea cuando me dejaban ser simplemente yo. Y ahora Harold, con gafas redondas y sombrero de paja, se divertía burlándose de la autoridad, al parecer uno de los temas más recurrentes del cine cómico de la época, todavía mudo: los agentes de la autoridad (siempre tan gordos y arrogantes, bigotudos, a veces bizcos) no parecían desconfiar de alguien con su suave apariencia. Pero repentinamente la ficción se esfumaba y aparecían los créditos y la música, el programa terminaba siempre de la forma más imprevista, y pensaba que era ya momento de ir pensando en levantarse, antes de que comenzase la publicidad.

Ya casi la puesta de sol. El mar está calmado y el azul turquesa ha ido evolucionando hacia un tono más azul, más marino. Julia tiene ahora un cigarrillo en sus manos, en sus manos tan blancas, y el viento nos contagia de ese olor a mar que apacigua y produce bienestar. Borges dice haber soñado con inmensas aulas polvorientas repletas de pizarras en las que se encuentran anotadas interminables —que no infinitas— relaciones de palabras alfabéticamente ordenadas, seguidas cada una de ellas de un número que expresa una cantidad. Son las palabras que nos será dado pronunciar, oír, leer o pensar a lo largo de nuestra vida. A cada instante, dice, alguien modifica o borra una cifra. Todo esto sirve para un fin que nunca entenderemos, concluye. Y especulo acerca de si las pizarras no pudieran estar previamente clasificadas por personas, todas aquellas personas con las que antes o después nos cruzaremos: existirán pizarras efímeras —la de la bibliotecaria que no me facilitó el libro buscado en 1979—, incluso muchas con una sola palabra —el gracias de un camarero sin rostro tras la obligada propina, el viernes pasado—, otras inconmensurables, que ingenuamente creemos inagotables. Algunas, finalmente, aún no estrenadas. Y pienso entonces en el contenido de mi pizarra con Laura (casi extinguida, o tal vez no) o con Julia: no sabemos en qué momento están o quedarán vacías, ello quizá nos produciría alivio en algunas ocasiones, pesar en la mayoría. También un número finito expresará, sin duda alguna (aunque ignoro si alguien lleva la cuenta), las puestas de sol de las que nos será dado disfrutar: quizás en compañía de Julia, no sé qué tal debe de andar su pizarra, tal vez si apenas pueda considerarse estrenada, quizás, todo es posible.

Rachael no se preocuparía en absoluto por nada de todo ello: sabrá continuar existiendo —o funcionando— atemporalmente con su falso pasado, como si desde su inalterable inmutabilidad nos conminase, tal vez, a una mayor soportabilidad de lo cotidiano.

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Copyright ©Ramon Rodó Carrero, 1997
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Fecha de publicaciónMayo 1998
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