Hola Juan. Ayer vino a verme tu hermana. Me extrañó mucho la visita. Traía cara de buena y un regalo bajo el brazo que resultó ser un mantón de Manila, uno de ésos que yo tantas veces he contemplado desde el otro lado de los escaparates.
Cuando al fin comprendí a qué había venido me levanté y la dejé con la palabra en la boca.
Te escribo para decirte lo que no le contesté a ella. Quizás te sorprenda hasta qué punto ha cambiado mi forma de ser y de ver la vida.
Aún recuerdo a veces el día que nos conocimos. Yo, una muchacha de posguerra, amedrentada por las necesidades, sin familia ni amigos. No debía de tener muy buena pinta, con el pelo lacio mal cortado, el vestido raído de niña de inclusa y las manos ajadas por el trabajo en la lavandería. El corazón me dio un brinco cuando un chicarrón se plantó a mi lado y con autoridad me suplicó que le permitiera llevar el cesto de la compra. Me puse tan nerviosa que me salió un «no» cuando quería decir todo lo contrario. Y tú, todo gallardía, cogiste el fardo como si sólo llevase aire y comenzaste a decir ocurrencias. Y yo venga a reír y tú venga a decir tonterías...
Qué gran persona me pareciste entonces. Eras igual a la imagen que ocupaba mi mente desde hacía años y que aparecía ahora ante mí como en un sueño para no separarse nunca. Yo me juré obediencia hacia tu persona. Pensé que un chico así sólo se conoce una vez en la vida, que lo demás eran todo granujas y pervertidos. Ya ves, qué imagen tenía yo del mundo. Y de ti.
Al año nos casamos y al siguiente tuvimos a nuestro hijo, Raúl. En un principio todo pareció fácil a tu lado. Mi única ilusión era hacerte feliz, así que todo lo que tú mandabas, me gustase o no, lo hacía yo sin rechistar.
Al poco tiempo empezaste a beber. Ya no eran un par de copas al día como habías hecho hasta entonces. Bebías sin control, primero en los bares con los amigos y, al llegar a casa, solo, sentado encima de la mesa de la cocina, fumando sin parar y hablando a voces cuando estabas tan borracho que perdías la dignidad y la vergüenza.
Toda la culpa era de la sociedad, eso decías unas veces. Otras que era de tus padres, o de la guerra o de Dios.
Yo me vi impotente. Si te decía algo cuando te veía tropezar con las sillas de la cocina entonces la culpa era mía, por haberme cruzado en tu vida. «Muerta de hambre» era tu mejor elogio. Cuando te hablaba del tema al día siguiente, me ordenabas que te dejara en paz, que yo era la que menos derecho tenía a quejarse en esa casa.
Desesperada, pedí ayuda a tu hermana. Para ella, la única culpable era yo por mi poco carácter. «Al hombre hay que darle lo que necesita. Y toda mujer que lo sea de veras sabe cómo hacerlo.»
Empezó a venir casi a diario a casa. Se metía en todo lo que yo hacía con la misma autoridad con que lo hubiese hecho una madre. Y yo aguantaba porque me dio por pensar que en mi sufrimiento estaba nuestra salvación. Pero tú seguías bebiendo lo mismo y cada vez estabas más agresivo.
Poco a poco fui perdiendo las ganas de vivir. Empecé a hacer cosas tontas, como contemplar manchas en las paredes o contar las púas del cepillo del pelo, o bien dejaba correr las horas, mirando desde el balcón cómo paseaba la gente por la calle. Me preguntaba quién sería yo entonces si no hubiese sido Adela. Quizás fuese esa mujer que se despedía lanzando un beso a un ser invisible en la esquina de la calle y que regresaba, henchida de satisfacción, a su escalera justo enfrente de la nuestra, con un ramo de rosas entre sus brazos.
Dios sabe que yo nunca pedí tanto. Sólo me hubiese gustado notar un poco de cariño a mi alrededor. Sentirme querida y necesitada. Pero la verdad es que ser madre y esposa a tu lado no fue tarea fácil. Me anulaste en todos los aspectos; y yo fui tan tonta que no hice nada por evitarlo. Con el tiempo aprendí a protestar tenuemente. Pero cuando te contestaba algo que no te agradaba, tú zanjabas la discusión con la frase maldita: «Lo digo yo y punto». A veces algo dentro de mí se rebelaba y mi boca hacía ademán de volver a replicar, entonces tú te encrespabas y alzando un dedo me mirabas fijamente y sentenciabas: «Y punto, he dicho».
Es curioso que años después estando ya en el psiquiátrico aún me violentaba cuando en las clases para el graduado, en los dictados, al acabar una frase la profesora decía lo del «punto». «La niña come pan. Punto.» Y al oír la dichosa palabra me parecía verte con el gesto amenazador ante mí. Casi llegué a odiarlos.
Al año siguiente, en clase de gramática, la profesora nos habló del punto y coma. Nos dijo que desgraciadamente se utiliza muy poco. Con él no dejamos sentenciada la frase que le precede, sino que lo que escribimos a continuación es una parte de su significado.
¡Cuántos puntos y comas faltaron en nuestra relación! Cuántas veces podríamos haber hablado como amigos de lo que ocurría a nuestro alrededor. De las visitas de tu hermana a casa, de tus problemas con el alcohol, de las desavenencias a la hora de hacer el amor, de la mejor educación para nuestro hijo...
Me dolió mucho que me internaseis el día que tuve el ataque de histeria. Me quedé sola, sin más compañía que dementes y guardias que me trataban como a una retrasada. Esto era una isla con muchos náufragos. Tardé dos años en salir del limbo y darme cuenta de mi situación. Dos años en los que no recibí ni una sola visita. ¡Cuántas veces imploré, a pesar de todo, que tú y mi hijo vinieseis a verme!
El día que decidieron darme el alta una trabajadora social tuvo la feliz idea de que me quedase ayudando en el centro. Aquí tengo el calor que necesito. Me han dado la oportunidad de estudiar y he encontrado amigos. Hasta mis compañeras me animan a que salga con Pedro, un jardinero que de un tiempo a esta parte no para de hacerse el encontradizo. Resulta extraño percibir palabras suaves y miradas tiernas hacia mi persona. Parece que la destinataria sea otra. Con disimulo, miro en todas las direcciones y no hay nadie más; y en esos momentos, soy la persona más feliz del mundo. Es curioso que ahora, sin pretenderlo, me regalen más flores de las que hubiese podido soñar desde el balcón en otro tiempo.
Ayer, después de ocho años sin ver a ningún conocido, vino tu hermana. Me dijo que te va mal el negocio, que casi no trabajas. También me contó que ya no puedes vivir sin el alcohol y que una chica veinte años menor que tú te ha dejado sin blanca. Ah, y que cuando vas bebido lloras y me nombras a cada instante. Me pidió en tu nombre que te perdonase y volviese.
Mira, Juan. Yo siempre he creído que la felicidad es como la lotería. Es difícil que te toque, por eso cuando ocurre hay que reconocer su valor y evitar desperdiciarla. Tú has tenido trabajo, salud y familia y todo lo has tirado al traste. ¿Qué más necesitabas para ser feliz? Ahora me pides una segunda oportunidad. Quieres que olvide y que vuelva de nuevo contigo. Lo siento, Juan. La ocasión ya la tuviste y no la supiste aprovechar. No va a haber otra.
Hace dos años una compañera me comentó que, por casualidad, había conocido a mi hijo. Va al mismo colegio que una sobrina suya. Hablaron con él. No recuerda tener madre, pero algo ha de saber porque cuando le preguntaron por la persona que le cuidaba de pequeño no dudó en decir «la loca».
Sólo por eso, desearía que tú y tu familia os pudrierais en el más nauseabundo de los infiernos.
Copyright © | Mel, 1995 |
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Fecha de publicación | Agosto 1998 |
Colección | Las excepciones cotidianas |
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