Érase una vez en el barrio de la Aurora, donde Juani, Solón y Chicho formaban el club de los antivicios. La verdad era que todo el barrio fumaba yerba, y nosotros no queríamos caer en eso. Fue Chicho quien dijo: «Desde hoy somos los antivicios, no fumamos ni tomamos.» Toda la gente del barrio que paraba con nosotros se nos cagó de risa en la cara: «¡Qué se creen, pedazos de huevones!», decían al vernos. Y nosotros les respondíamos: «Somos los antivicios.»
Al lado de Solón vivían Machito y Micho. Ellos eran los malos del barrio. Siempre se las daban de grandotes y fuertes. Me acuerdo de un día que le pegaron al Pocho; no le pegaron, le sacaron la chucha. El pobre se fue cojeando a su casa y le contó a su papá lo que había sucedido. El padre enfurecido salió a buscar a los que le habían amachucado al hijo. «Les voy a reventar el culo a patadas»: decía el viejo, mientras empinchado se iba a la rotonda a buscarlos. Al verlos les dijo: «Jijunas, qué mierda le andan pegando a mi hijo.» La verdad es que eso fue lo último que dijo. Machito y Micho lo agarraron a trompadas y se lo tuvieron que llevar al viejo en camilla.
Machito era el hermano mayor. Era un ficho. Tenía una moto Honda 120 y se la pasaba corriendo tabla todo el verano. Micho era el menor y el más pendejo. Cuentan que desde chivolo salía a la calle y se la pasaba matando gatos con su carabina.
Ellos formaban el club de los fumones. Lo de fumones se lo pusimos nosotros, ya que se la pasaban fumando yerba todo el día. Y fue por eso que decidimos llamarnos los antivicios. La verdad es que no tenían un nombre definido. A veces se hacían llamar «los tablistas» y otras veces «los Túpac Amaru», ya que un día agarraron el perro de la señora Díaz y lo descuartizaron como al legendario personaje.
Solón le tiraba al fútbol. Tenía buen dominio de pelota y siempre que jugábamos contra Corpac ganábamos con un golazo de él. Chicho se la pasaba montando bicicleta todo el santo día. Él paraba al lado de la iglesia anglicana y se las daba de religioso. Lo cierto era que iba a misa para ver a las gringas de la esquina que, según él, «estaban para comérselas enteritas». Juani tenía fama de santo, pero la verdad es que era un sabido. Se las sabía todas. No se perdía una oportunidad de joder a la gente, de reírse de las viejitas Martínez que se paseaban por el pasaje. Sabía poner muy bien la mano en el poto de las cholas cuando paseábamos en bicicleta por el centro comercial, y nos cagábamos de risa cuando las cholas le gritaban: «¡Gringo de mierda, le voy a acusar a la señora!».
En el verano nos tomábamos el 51 que nos dejaba al lado de la quebrada de Armendáriz. Allí tirábamos dedo a la playa. Siempre había alguien que nos llevaba, y nos quedábamos hasta el sunset. La verdad es que parecíamos pordioseros. Pedíamos plata para el almuerzo o para volver en ómnibus, y siempre nos agarrábamos a golpes con los heladeros. En especial con el cholo Paco que era un macetón que le sacó un diente al Micho, pero eso es historia aparte. Los heladeros siempre nos jodían: «Gringo machichi saca tu pichi, para hacer ceviche». Lo que sí, los goleábamos en las pichanguitas de la tarde. Y con las ganancias de las apuestas volvíamos en taxi a la Aurora.
Machito y Micho eran verdaderamente malos. Un día lo agarraron a Petu, el hijo del bodeguero, y le obligaron a fumar yerba. El pobre se voló hasta Ayacucho mas o menos. Cuentan también que la mamá de Machito y Micho era puta fina. Según Chicho, todas las noches la venían a buscar con carros último modelo. Yo no sé si era puta o no, pero lo que sí, estaba buenísima. Me hubiera gustado ponérsela en su conocimiento.
Al lado de Juani vivía el «Nazi». Así todo el mundo le llamaba a Dietrich Van Deutch, alemán de pacotilla, nacido en Santa Cruz. Al parecer de padres que huyeron de Alemania y que al llegar a Bolivia tuvieron que pasarse al Perú por «negocios». En resumen, un pobre huevón el Dietrich. Se la pasaba todo el día cojudeando, metiéndole la mano a las cholas y escupiéndole a los perros de doña Beatriz. La cojudez se le quitó de un día para el otro cuando Machito y Micho luego de apabullarlo a golpes lo bautizaron como miembro de los fumones. El bautizo era una especie de ceremonia pagano-religiosa donde llevaban al primerizo a un pampón, lo dejaban calato como el día que llegó al mundo, le prendían un pito y lo obligaban a fumárselo hasta quemarse los dedos.
También el Che pasó por este rito. Yo creo que se lo merecía: ¡por argentino! Era un sobrado. Se la pasaba hablando de Buenos Aires como si fuera París o Nueva York. «Qué chucha te crees tú, argentinito», le dijo un día Micho y le rompió la nariz de un puñetazo. El pobre no salió más de su casa. Incluso Machito y Micho lo esperaban a la vuelta del colegio, pero éste se las ingeniaba para evadirse. Después del rito, donde según dijo el Juani «se lo culearon», al huevón se le quitó lo argentino. Pero tengo que decir algo a su favor. Fue el único que después del rito le volteó la cara a los fumones. La verdad que se podría decir que fue un pionero, un sublevado. Lo cierto es que la sublevación no le duró mucho, ya que los fumones casi lo matan a piedrazos en la quinta. Una piedra le arrancó un ojo, y el Che gritando de dolor lo agarró al Quico y le rompió la cabeza de un palazo.
Desde ese día no lo volvieron a joder más al Che. Al verlo pasar simulaban no verlo o lo saludaban con respeto de enemigo.
Los partidos de fútbol era lo más emocionante de la quinta. A veces organizábamos campeonatos con equipos de otras calles y, como la mayoría de las veces ganábamos, nos agarrábamos a golpes (sino a piedrazos) con los adversarios que no sabían apreciar el dominio de pelota del Solón.
En la quinta vivían Meche, Karen y Paty. Tres hermanas, que eran muy buena gente y tenían un hermano que le decían el Gazú por parecerse al personaje de la televisión. A propósito, el perro de mi tío Jaime se llamaba también Gazú. Gazú era el hermano menor, medio maricón, medio amanerado. Los fumones lo tenían de punto todo el día, y sólo lo dejaban tranquilo cuando Karen salía de la casa. Parece que el Micho estaba enamorado de la Karen y cuando la veía se ponía simpático.
La más pendenciera de las tres era la Paty. Dicen las malas lenguas que le quedó gustando desde que la violaron en el salto del fraile. La verdad era que tenía fama de putita, ya que casi todo el barrio se la había agarrado.
Karen era un hembrón. Había sido enamorada del Chochi hasta que éste se fue a Chile con la familia. Desde ese entonces no había tenido enamorado. Por eso el Micho la andaba cortejeando.
La Meche era la más vacilona de todas. Jugaba fútbol con nosotros. Me acuerdo de que el Juani trató de agarrársela y la Meche le zampó una bofetada que le dejó la cara hinchada por tres días.
Un día llegó al barrio un arequipeño que se llamaba Pepe. Y nosotros lo apodamos el Pepín. Él se unió a los antivicios y nos hicimos grandes amigos. A pesar de que se parecía al Che en la sobradez, era bueno para las bromas y para las hembras. ¡Tenía pinta el compadre! Desde que llegó al barrio la Karen se quedó tiesa como una estatua y todos los pronósticos la veían caer en las garras del Pepín. El Micho al enterarse se puso furioso y con Machito y Quico le fueron a pegar al Pepín. Éste, ni corto ni perezoso, los esperó con una trampa en el pampón de la esquina y los reventó a palazos.
Desde ese día supimos que las cosas cambiarían en la Aurora. Karen y el Pepín se hicieron enamorados, como dos pimpollos. Las cosas por ese entonces mejoraron en la Aurora. Una retreta venía todos los viernes a tocar en el parque. Los guardias civiles eran más desafinados que el Dietrich tocando violín, pero por lo menos venían hembritas de otras calles. Fue allí cuando dos tiros de pistola le volaron el cráneo al Pepín. Nadie supo de dónde vinieron los disparos, lo único que atinamos a hacer fue tirarnos al suelo y nada más. Fue obvio que el Micho había logrado vengarse. Y a nosotros nos quedó el dulce sabor a venganza. El entierro fue doloroso para todos, especialmente para la Karen, que yo creo que no se recuperó hasta el día de hoy.
Todos los antivicios juramos venganza en nombre del Pepín y, craneando las posibilidades, llegamos a la conclusión de que lo mejor era olvidarlo todo. Al fin y al cabo no teníamos ninguna prueba. Luego del entierro contaron en el barrio que las balas iban dirigidas al alcalde. Lo que sí, todos sabíamos quién fue el asesino.
La quinta perdió su color. Los días pasaban sin miramientos, sin vericuetos. Ya no fue lo mismo de antes. El Juani le empezó a dar a las chelas. Y poco a poco fuimos entrando en esa onda. Nos juntábamos todos los viernes en el pampón de la esquina con un cajón de Pilsen, ahogábamos las penas y llorábamos al Pepín. Creo que en esos meses toda la Aurora lo lloró. El barrio se volvió aburrido. Las hermanas del Pinto se fueron a Miami. El Nazi se fue a Ecuador por «asuntos de negocio de los padres». El Solón se mudó a Lince. Sólo el olvido penetró profundamente en todos nosotros haciéndonos perecer en la amargura de la adolescencia.
Copyright © | Gabriel Coronel, 1996 |
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Fecha de publicación | Septiembre 1998 |
Colección | El tiempo recuperado |
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