El padre de Antolín, que era cinéfilo comunista, insistió en apuntarnos a su hijo y a mí al cineclub. Hasta nos pagó la primera cuota bimensual: quinientas pesetas por siete películas. Picamos. El cine era el mismo de siempre, la hora, parecida; pero el paisaje era totalmente diferente. Había allí personas que jamás habíamos visto en una sesión normal junto a fans de las comedias de Manolo Escobar, abonados al cine clasificado S,* que ponían los jueves, junto a concejales del PSOE y del PCE,* y también acerados sindicalistas compartiendo filas 10 y 11 con la élite universitaria de los hijos de las clases media, media-alta y definitivamente alta. Además, estaban —estábamos— todos calladísimos antes de cada sesión, y hasta se leían unas críticas en multicopia que sacaban de Informaciones y Hermano Lobo,* aunque no lo decían. Cuando empezaba la película —no había tráiler ni NODO* ni nada— nadie silbaba y nadie decía obscenidades, porque ni siquiera había nadie en el gallinero. El silencio continuaba durante toda la sesión: ni una mosca en el primer corte —la máquina era una antigualla de bobina simple que decían que funcionaba con el motor de una lavadora—, murmullos apagados en el descanso y, con el final, el Gran Silencio. La primera vez, intentamos levantarnos cuando acababa la película, pero al comprobar que todo el mundo permanecía en sus asientos, aun con las luces encendidas, inferimos que estábamos cometiendo pecado y nos volvimos a sentar apresuradamente. Era que venía El Coloquio. Algunos miembros de la élite universitaria pequeño/medio/gran-burguesa desclasada, estratégicamente distribuidos entre el respetable, se levantaban de sus asientos y, girándose para que todo el mundo pudiera verlos y oirlos a satisfacción, empezaban a comentar lo que acabábamos de ver. Gracias a ellos Antolín y yo supimos, ya para siempre, que carecíamos de percepción de los símbolos del Poder y la Opresión feudal y capitalista (Cuerno de cabra), que necesitábamos la experiencia vital y brutal de un perseguido político y un concepto global del alcance de los tentáculos del Sistema (Hay que matar a B), que el cine de Saura era retorcidamente irónico y que la única película yanqui política y éticamente honesta era Johnny cogió su fusil.
El día que pusieron El Acorazado Potemkim yo tenía que estudiar, así que Antolín fue solo. Después del descanso se quedó dormido, y las luces del final lo sorprendieron roncando como un ángel en la fila ocho. Alguien tuvo la caridad de despertarlo, pero ya era tarde.
Al día siguiente, su padre fue llamado a capítulo en la sede del Partido:
—Tienes en casa un revisionista —le dijo al pobre hombre el Secretario Local—, un burgués de los cojones, que no respeta el arte popular y que insulta a los compañeros con ronquidos. Tú verás, es tu hijo, tú sabrás cómo meterlo en cintura.
Tres semanas después pusieron Octubre. Don Anselmo le metió a Antolín medio litro de café torrefacto portugués entre pecho y espalda y lo sentó en la fila tres. Recuerdo que el muchacho no parpadeó en toda la proyección.
Copyright © | José Preciado, 1996-1998 |
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Por el mismo autor | |
Fecha de publicación | Noviembre 1998 |
Colección | El tiempo recuperado |
Permalink | https://badosa.com/n045-02 |
Este texto (El Bala), así como todos los que se refieren a esta misma época/grupo de amigos, es de una muy agradable lectura. Consigue hacerte recordar tus tiempos de juventud (si tienes entre 45 a 55 años).
He observado que no hay nuevos relatos ni poemas de este autor y creo que muchos lectores estaríamos interesados en seguir su trayectoria. Transmite vida y habla de sensaciones desnudas e inmediatas, sin la barrera de las palabras.
Me encantaron tus relatos, que mezclan literatura con el más actual costumbrismo y realidad, embebido en estructuras multiformes sonoras y policromáticas. Un saludo de un poeta local... de Hellín (Albacete).
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