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Apuntes del verde

El abrazo de Román

José Preciado
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn pueblo extremeño

Román, de pequeño, seguro que también se cayó en la marmita. No era un chico especialmente voluminoso ni de una apariencia temible para sus compañeros: sólo era un poquito más alto, un poquito más ancho y un poquito más bestia; pero, de hecho, su trato era franco y apacible y, por las buenas, sus normalmente calmadas maneras lo hacían una persona confortable para quienes lo frecuentábamos. Nunca empezaba una bronca y nunca guardaba rencor contra nadie; pero, puestos a las malas, cuando alguno, por supuesto ajeno al grupo, especialmente si era forastero, se pasaba de ciertos límites por Román establecidos de manera tan arbitraria que nadie sabía a ciencia cierta hasta dónde alcanzaban, el calmado muchacho se metamorfoseaba en un coloso, en un forzudo de circo, en un Maciste. Nunca exhibía su poderes y era él el que solía recibir los primeros golpes sin inmutarse, esperando un descuido, un acercamiento confiado; y sólo entonces, cuando el atacante creía tenerlo a su merced, seguro el muy ingenuo de que todo el campo es orégano, y sin que pudiera hacer entonces ya nada por zafarse, Román le echaba mano, lo atraía lentamente hasta él y, mientras el otro pataleaba de manera inútil, le aplicaba, no sin cierta evidente fruición, el verdaderamente genuino y terrible «abrazo de la muerte». Cercano a la asfixia, lívido, exhausto y empavorecido, el agresor, conocedor demasiado tarde de la furia del titán, trasmudado a manos del monstruo en pelele u osito de peluche, con un hilo de voz, ya sólo podía suplicar clemencia a Brutus o auxilio a los dioses.

Román fue el primero de nosotros en tener novia y eso hizo que inmediatamente cambiase su situación entre nosotros. Digamos que pasó de ejercer de cuerpo y fuerza de seguridad a experto en comunicación con el otro sexo, pues enseguida menudearon sus comentarios acerca de las mujeres y su enigmática idiosincrasia. La verdad es que estábamos fascinados con su suerte de tener una chica, con la cara de tonto que se le puso, con las veces que el nombre de Ángela poblaba su boca, con el cambio de horarios («es que he quedado»), con que se duchase casi a diario y oliese bien, con que se metiese la camisa por dentro del pantalón y, sobre todo, absolutamente envidiosos de sus sesiones perpetuas de baile con ella en la Futi y, por supuesto, con las posteriores en el reservado.

Algunos se atrevían, sobre todo al principio, a preguntarle que qué tal, que cómo le iba, que si Ángela tiraba. Román, siempre detrás de una sonrisa de legítimo poseedor del vellocino de oro, se hacía el caballero:

—Esas cosas no se cuentan de la novia. Además, si se entera de que voy contándolo, la cago.

Aquello era mucho peor que el silencio, porque la certeza de que había algo importante que contar nos aturdía y transportaba a Román a otra dimensión, la de los triunfadores, navegantes gozosos y extasiados de los océanos del sexo, dejándonos al resto sobre la orilla fría de la envidia y la picazón permanentes.

Una vez, comentando la potra que había tenido Román, Antolín y yo, tratando en vano de perdonarle la vida, nos perguntábamos qué había sido aquello que Ángela había podido ver en nuestro Goliat. Aunque, de hecho, lo que estábamos haciendo era comprobar si nosotros poseíamos lo que fuera que había permitido a Obélix su ascenso a la gloria. Con toda la inocencia que puede ser bañada de ignorancia, concluimos, ciertos, definitivos, casi científicos, que Román, para su novia, había cambiado el «abrazo de la muerte» por el «abrazo del amor». Y nos quedamos tan anchos.

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Copyright ©José Preciado, 2001
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Fecha de publicaciónMayo 2001
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