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Apuntes del verde

Marisa, diosa

José Preciado
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaUn pueblo extremeño

A Marisa, la hermana de «el Bala», una mujer cuya sola vista sinceramente creíamos no merecer, la habíamos depositado, tácita y unánimemente, en el trono de Afrodita. Era para nosotros el epítome de todo el conocimiento y el sentimiento masculinos acerca de la belleza y el deseo o, también, y dicho con más cercanía, lo más parecido que teníamos en el pueblo a una chica de portada de revista. Lo curioso del caso era que Marisa, por supuesto insensible a nuestra devoción, nos ignoraba absoluta y divinamente, y cuando se dignaba mirarnos, las veces que entrábamos en casa con su hermano o nos cruzábamos con ella por la calle, lo hacía como quien mira sin ver, haciéndonos insustanciales y transparentes, desintegrándonos ante sus ojos verdes.

Pero es que también sentíamos que no se la merecía nadie que la frecuentara, porque nuestra adoración por ella se cifraba no sólo en la descarada y absorta contemplación de su magnífica y dolorosamente inalcanzable humanidad, sino también en un morboso y no siempre casual control de sus movimientos y su actividad social. Marisa tenía obviamente un grupo de amigos y amigas de su edad, unos diez o doce años por encima de nosotros, con los que se reunía en el Casino de Artesanos a darse tono y tomar vermú; y un (a nuestro parecer) inverosímil novio cretino e insípido, Arturito Picavía, cachorro profesional de terrateniente, cuya única actividad conocida era vegetar a la espera de suceder a su padre en el gobierno de dehesas inabarcables y semovientes innumerables. Por lo que nosotros advertíamos, Arturito fundaba su relación con Marisa en permanecer junto a ella en actitud de casi permanente y orgulloso silencio y en trasladarla ceremoniosamente por la población en el Audi de su padre, el único Audi en cincuenta kilómetros a la redonda. Por supuesto, no nos podía caber en la cabeza que Arturito y Marisa usaran el coche para otra cosa, como tampoco nos cabía la idea de que Marisa hiciera nada en su vida que no fuera estar y ser perfecta.

Marisa era callada, distante y, como muchas mujeres hermosas, que temen que, si se muestran simpáticas, se les va a venir encima hasta el señor cura párroco, estaba, como se dice, «paralizada por su belleza». Ahora se me ocurre que quizá Marisa no era más que una sosa y una pija de pueblo, pero tengo que reconocer que entonces yo, como todos, estaba fascinado por ella. Casi nunca la oíamos o la veíamos hablar, casi nunca se reía, era como si sólo respirara; pero bastaba verla recorrer veinte metros para que escuchásemos todas las armonías del Olimpo.

«El Bala», que notaba nuestra veneración por su hermana, pero que evidentemente no podía compartirla, gustaba sin embargo de fomentarla hablándonos de ella con detalle y narrándonos episodios en que la chica siempre aparecía más o menos desnuda. Ni que decir tiene que tales indiscrecciones tanto nos escandalizaban por cuasi-incestuosas como nos excitaban tremendamente, especialmente si para conseguir la información que tan gustosamente nos facilitaba, su fidelísimo hermano había tenido —en la ficción o la realidad, tanto daba— que acechar en el vestidor, esconderse en el baño o reptar por los dormitorios.

Lo que acabaron provocando estas leyendas que nos endosaba «el Bala» fue que sintiésemos a Marisa más humana, más cercana y, consecuentemente, alcanzable; así que, una vez, el Lucio no pudo aguantarse más y le pidió al indiscreto hermano de la diosa compartir la experiencia visual. Éste, incapaz de darle un no a nuestro más preclaro erotómano, de quien aspiraba a proclamarse socio de aventuras, fantasíás y embustes, quedó con él, en su casa, una mañana de sábado, más o menos a la hora de la ducha de Marisa, que, por supuesto, y como corresponde a lo divino, no era precisamente a las siete de la mañana.

Nuestro descubridor y su guía se internaron en el domicilio del segundo con la excusa de ir por unos discos. Frente al equipo de música disimularon el acecho hojeando carpetas, poniendo canciones y haciéndose los interesantes. Más o menos a la hora prevista, apareció la silenciosa Afrodita en bata, cruzó el salón desde la cocina y subió las escaleras rumbo al baño. Los mirones, acto seguido, se pusieron en marcha. Como era verano, «el Bala» sabía que Marisa no cerraría la ventana de la estancia, que daba a una terraza, e indicó que ése era el mejor punto de observación. Antes de que la chica hubiese cerrado la puerta, ya estaban ambos situados, Lucio en vanguardia y el traicionero hermano de la bella cubriendo la ruta de escape.

Lo cierto es que nunca llegamos a tener noticia cierta de la piel que ocultaba Marisa a las miradas del mundo y nunca disfrutamos esos detalles que hacen verdadera y excitante este tipo de información, porque el Lucio la cagó tan esplendorosamente que, en justa compensación, dejamos que lo que fuera que viese, lo guardara en su cerebro para siempre, como una especie de permanente vendaje a la memoria indeleble de tan malhadado día.

Lo que pasó fue que el Lucio, para ver más o seguir viendo o ver algo, una vez que Marisa estaba ya en la ducha, intentó descorrer unos centímetros la cortina de la bañera, de rodillas sobre el alféizar de la ventana y en franco conflico con la ley de la gravedad. Tanto apuró la extensión de sus miembros, en contra de las advertencias que luego dijo «el Bala» que le había hecho, que perdió irremediablemente el equilibrio y acabó en el suelo del cuarto de baño, a los pies de Venus, que, al verlo, comenzó a gritar tan alto y a insultarlo tan ferozmente que no debió de quedar en ella ni sombra de divinidad. Naturalmente que el intruso salió por patas y que antes de que en la casa reaccionaran convenientemente a los alaridos de Marisa, el muchacho estaba ya en la calle, perdiendo el culo. Pero fue reconocido, para su desgracia. «el Bala» negó cualquier complicidad ante sus padres y su hermana, diciendo que su amigo le había dicho que iba a hacer un pis, así que Lucio hubo de comerse todo el marrón. Antes de que llegase a casa, ya estaban llamando por teléfono los padres de Marisa a los suyos:

—... porque no quiero llamar a la Guardia Civil por no darle un disgusto más a mi hija —aseguraba el padre de «el Bala» al aparato— y ata en corto a ese sinvengüenza o te juro que lo mato a hostias como me lo encuentre por la calle.

La atadura corta consistió precisamente en evitarle a Lucio el par de hostias, pues no vio la calle hasta que empezó el curso en septiembre. Nosotros nos enteramos de todo por «el Bala», claro, que, libre de sospecha e insensible a la mala fortuna de su compañero, no tardó en ocupar el puesto vacante de líder erótico del grupo, si bien se guardaba mucho de nombrar a su hermana en sus comentarios.

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Copyright ©José Preciado, 2001
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2001
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