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Todas las tardes

Cecilia F. Montero
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Todas las tardes, a la hora en que el sol se despide cambiando el color de la vegetación, Felicidad sube a la colina, que emerge a la orilla como nacida del río. Su andar lleva todavía el rastro de una larga siesta tomada en la terraza de bambú, que irresponsablemente cuelga sobre la desembocadura. Ésta es la misma hora en que el río encrespa su lomo para sacudirse de infinitas escamas de pescado, aguas de albañal y multitud de pequeños que corren gritando por las orillas. A veces lleva en el ensortijado cabello una flor de hibiscos. Otras, la mayoría sólo los ojos abiertos perdidos en el infinito horizonte y la memoria de la ciega, perdida allá abajo en su colchón con olor de palo santo. Entonces apresura el cimbreante caminar, irguiendo su porte de palmera joven, buscando escapar del tiempo, que se empeña en amarrarse en la piel los cabellos. Sentada en la cumbre cuenta las canoas que regresan al muelle, cuando realiza que están completas, escupe una maldición y comienza su camino de regreso. Al acercarse, el olor salobre de sudor la estremece, llevándole a recordar ese distante atardecer cuando en el fondo de una canoa aprendió cómo aman los tiburones, con aquel que los mataba de oficio, y la amó a dentelladas. Al pasar el tiempo su cuerpo adolescente se fue redondeando como un melón, ahora mismo ese fruto crecido estará correteando por el pueblo, apedreando gallinas o cosechando frutas de huertos ajenos. Del solo coraje las lágrimas le llenan los ojos, recordando los tiempos en que el niño fue suyo, cuando él podía disfrutar las historias de la abuela, que las contaba con la mirada lechosa perdida en el pasado, dicen en el pueblo que ella se quedó ciega de tanto llorar sus penas. Ahora y cada día más, el niño sólo busca por su padre.

Sólo esos momentos que pasaba sentada en el peñasco era dueña del tiempo, hasta llegó a imaginarse que si miraba suficientemente rápido para atrás y alcanzaba a atisbar su sombra, lograría volver el tiempo, y desaparecer lo vivido. Se le ocurren mientras recoge caracolas y conchas para hacer collares que los vendería luego a los turistas. Y anocheciendo si las canoas volvían completas, ella tendría que preparar la comida, entre los gemidos de la ciega, los alborotos del muchacho esperando al padre, cansada de inventar excusas para una ausencia que ya no le importaba; más tarde él llegaría besándola con un aliento de alcohol y culpa, tratando de exprimir su hombría, ella escapándose de los besos los golpes, acurrucada en la almohada. Al fondo de la pieza, testigos de sus secretas plegarias en el altar un santo, un diente de tiburón y un hibisco seco.

Lo ha vivido tantas veces que la tarde en que la multitud se agrupa en el muelle, no necesita aviso, desciende ligera en dirección al tumulto, los rostros condolientes le abren un cortejo, esconde su sonrisa mientras se abre paso, un déjà vu la envuelve, los mismos rostros, las mismas expresiones. Se detiene, vuelve su cabeza, no esto no era parte del sueño, cierra los ojos y los abre de nuevo, mientras el pescador de tiburones, su marido, sentado en el fondo de un bote, moja con sus lágrimas la ensangrentada camisa del hijo.

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Copyright ©Cecilia F. Montero, 1999
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Fecha de publicaciónMayo 1999
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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