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Matrimonio y mortaja

Georgina Wilson González
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Unidentified Bride

Como una o dos veces al año, tengo la mala suerte de sufrir dolores menstruales. Entonces me acuerdo de nuestra boda, arruinada por los calambres y la angustia por manchar el vestido. El matrimonio empezó mal, no lo niegues: desde mis hormonas adelantadas y tu consecuente mal humor por no poder ejercer tu derecho de recién casado, hasta la tromba que nubló los cielos y encrespó el mar durante la luna de miel.

Nuestro regreso a la ciudad tampoco fue agradable. Creo que hasta entonces no habíamos caído en la cuenta de lo que realmente significaba el vivir en un departamento minúsculo que no tenía ni cortinas. Descubriste que el amor no compensaba las deudas adquiridas. Yo descubrí que el amor tampoco hacía agradables los quehaceres domésticos.

Habías ido a las mejores escuelas, como tu padre, pero tu sueldo no alcanzaba para una casa con jardín y cuatro recámaras, ni para pagar un club deportivo o una sirvienta. Yo dejé de ir a hacer ejercicio y tú dejaste de ir a jugar a golf. No teníamos más que un coche y tuve que acostumbrarme a ir al mercado o a pagar la luz en taxi.

La primera vez que me asaltaron, te pusiste furioso. Juraste que eso no ocurriría de nuevo y a partir de ahí yo te llevaba y te recogía del trabajo. Pero a la larga tus compromisos te obligaban a utilizar el coche. Terminamos por pedir un crédito, aunque todavía venías arrastrando deudas desde nuestra boda.

No compramos un coche de lujo, pero de todas maneras tu deuda se había incrementado considerablemente. A eso hubo que sumar el gasto del seguro y la pensión, porque en nuestro edificio no teníamos derecho a meter más que un coche.

Llegó el día en que me explicaste que yo te tenía que ayudar a salir de deudas. Yo todavía pensaba que era tu obligación mantenerme, y mi obligación era cuidar de nuestro hogar y de ti, ser tu esposa, darte hijos. Yo no tenía por qué pagar tus deudas, mucho menos las del vestido de novia que no acababas de pagar un año más tarde.

Con cuánta ilusión mandé hacer ese vestido. Yo te quise mostrar los modelos pero tú te negaste, argumentando en broma que ver el vestido, aunque fuera sólo el diseño, era de mala suerte. Al insistir en que fuera tuya la última palabra, sugeriste que escogiera el más caro. No te inmutaste cuando te di el precio, y no se me ocurrió entonces insistir en algo más barato. Aún no sabía leer tus inexpresiones.

Fue así como terminé con el vestido más lindo, más elegante y, sobre todo, más caro. Seis metros de tela, cuatro de tul, crinolinas, encajes, chaquiras, cuentas y aplicaciones. Se necesitaron tres meses para coserlo y otros dos para bordarlo. Durante ese tiempo, estuve yendo con la modista dos veces por semana, y cada vez que me lo ponía me sentía como una princesa cuya coronación se aproximaba cada vez más. Quién me iba a decir que el día de mi boda iba a estar sufriendo cólicos menstruales y la constante preocupación de manchar de sangre tan magna creación.

Ahora el vestido estaba en el clóset, ocupando mucho espacio y llenándose de polvo. Pero sobre todo, era el símbolo de nuestra estupidez. A veces pensaba en deshacerme de él, pero no podía hacerlo al recordar la alegría con que había preparado mi boda. Tú, en cambio, averiguaste por tu lado que si lo vendíamos nos darían por él la tercera parte de lo que había costado.

A veces, melancólico, lo mirabas desde la cama y musitabas: «Seis metros de tela y no nos sirven ni para cortinas». A partir de ahí me aseguré de cerrar la puerta del clóset tras de ti.

Finalmente accedí a buscar trabajo, pero te dejé bien claro que sólo era para pagar el coche y terminar de arreglar el departamento. Y al llegar los niños, ni hablar: dejaría de trabajar. Mis hijos no serían niños de guardería. En eso estuvimos de acuerdo.

Cuando estudié comunicaciones, lo hice sin muchas ganas, aunque me gustaba. Hice mis prácticas profesionales ayudando a planear campañas de vacunación. Gracias a esa experiencia encontré trabajo en una agencia de publicidad.

Al principio echaba de menos mis tardes de ocio y las telenovelas. Pero poco a poco le fui tomando gusto al trabajo. Cada cliente que ganábamos me traía nuevos retos y satisfacciones. Lo único difícil era atender el departamento tan bien como antes. Abandoné mi rutina diaria y empecé a hacer la limpieza sólo cuando la suciedad empezaba a hacerse evidente. Me dio por cocinar grandes porciones una o dos veces por semana, para congelarlas y consumirlas más tarde. Admito que soportaste todo aquello admirablemente bien.

Fui ganando más responsabilidades, mejoró mi situación en la agencia. Ya teníamos cortinas, mandé pintar las paredes, incluso había comprado algunos muebles que nos hacían falta. Muy pronto terminé de pagar el coche y estuve en posición de ayudar con las mensualidades del departamento. Al discutirlo contigo, acordamos que a ese respecto cada uno pagaría exactamente la mitad. Yo seguía pidiéndote dinero para los gastos domésticos, pero mis gastos personales se volvieron mi responsabilidad.

Pronto comencé a ganar más dinero que tú. Mi madre me sugirió que no te dijera nada, pero yo te avisé de todas maneras. Con falso entusiasmo, pero sin ocultar muy bien tu mal humor, anunciaste que a partir de ahora los gastos de comida, teléfono y electricidad serían compartidos, lo cual me pareció razonable. Pero empezaste a negarme dinero cuando yo te lo pedía. Bromeabas y me decías que yo podía sola, que yo era una mujer independiente. Yo me enojaba e insistía en que tú también tenías que cooperar. Al final yo salía perdiendo y tú me tratabas como niña berrinchona.

¿Y las deudas? Seguían sin pagar. Cada vez que sacaba yo el tema a colación tú te encogías de hombros y me decías: «Es tu vestido, es tu bronca». A veces abrías mis estados de cuenta y, con sarcasmo, me decías: «Pero mira cuánto dinero, alcanza hasta para un vestido de novia».

Pero en eso fui inflexible, mi padre había pagado el banquete de bodas, y a ti te correspondía, como mínimo, el vestido. Después de una discusión, no volviste a poner un solo centavo para la casa.

Aún ahora no sé decirte si fue en ese momento cuando me cansé de ti. Mis amigas opinan que fui muy estúpida al divorciarme por un vestido. Pero tú sabes que era más que eso. Era tu manía de alabarme ante todos nuestros amigos y fingirte el esposo moderno, para luego en privado tratarme como niña boba; eran tus caprichitos de chocolate con espumita, cafecito con canela, caldito con limón; eran tus zapatos en la sala, tus calcetines abajo de la cama, tu manía de no lavar nunca ni tu ropa ni tus platos. Eran tus escapadas dominicales a jugar a golf con tu padre, y luego las agrias críticas por el dinero desperdiciado en mi ropa de oficina, la sirvienta, el maquillaje y el salón de belleza. Y sí, también estaba esa eterna negativa tuya a terminar de pagar tus deudas.

Y, aunque por fin lo hayas pagado, el vestido no es tuyo. No me importa cuánto haya costado, no me importa que tu madre lo quiera para tu hermanita, ni si tu futuro cuñado te lo quiere comprar. Nadie le va a devolver a mi padre el dinero del banquete. Así que no te devuelvo el vestido. Me lo quedaré para siempre, por si algún día le encuentro utilidad a esos seis metros de tela. O por si se me ocurre ponérmelo dentro de veinte años y demostrarme a mí misma que de algo sirve el ejercicio aeróbico. O simplemente para dejar el clóset abierto y aprender a reírme de tu recuerdo.

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Copyright ©Georgina Wilson González, 1999
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Fecha de publicaciónMayo 1999
Colección RSSLas excepciones cotidianas
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