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Volver

Erlantz Gamboa
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Lo que alcanza su vista se atavía de mortificante monotonía. La tierra exhibe un ocre que hiende el iris, y se sume en un horizonte del que nace el azul infinito. En alguna parte muy lejana, lo pajizo concederá licencia a otro azul, el de un océano que imita al firmamento, que intenta alcanzarlo inútilmente. ¿Se unirán en algún punto? ¿Será ése el territorio ignoto donde se engendran los sueños?

El pasajero, fatigado, no apetece poesías, pero no puede sustraer la mirada de su entorno, prefiriendo el paisaje melancólico de la llanura al del compartimiento en el que viaja. Es más prosaica la imagen de la señora gorda que ronca, aplastada en el hombro de su compañero. No es agradable la escena del niño que escarba su nariz, en acoso de algo que llevarse a los dedos, que le sirva de entretenimiento fugaz hasta que caiga al suelo y deba esculcar nuevamente el orificio nasal. Tampoco le entusiasma la visión de la pareja de novios del fondo; ella con el sofoco constante, temiendo que alguien note que una mano intrusa hurga bajo su falda. Complace que él investigue, pero le azora que los demás lo perciban.

El viajero se concentra en el horizonte, para evitar que los sucesos del vagón le distraigan de sus pensamientos. Hace mucho que no ha llovido, y la tierra reseca clama al cielo. La morena del pecho enhiesto les ha abandonado en la anterior estación. Él se esforzó en arrancarle conversación, pero ella no se mostró interesada. Le comunicó, cortante, con un orgullo injustificado, que tenía novio, y éste le esperaba ansioso. Y él aceptó que nadie le esperaba, sin más adjetivos.

El pueblo se acerca, y lo advierte antes su espíritu que sus ojos. El paisaje no se ha alterado, pero la percepción de cercanía germina en su mente, sembrada por el anhelo y la nostalgia. Es distinta la sensación de llegar si ésta lleva aparejado el retorno. La emoción de reintegrarse al pasado difiere de la de explorar un nuevo paraje. En el primer caso no se puede eludir la comparación, la búsqueda de las huellas del tiempo en el reflejo de los rostros amigos, en las casas que hallará muy vetustas, en las calles que han perdido dimensión en su memoria. Volver no es igual que llegar, y la agitación nada equiparable.

Y él regresa tras largos años de ausencia, con la ilusión pegada a sus pupilas, con la excitación que producen los sueños. Nadie le aguarda, es cierto, pero confía que le reconozcan las losas de la plaza, la fuente centenaria cuyos grifos olvidaron el agua, el reloj de la iglesia que colocaron ya parado, o las calles que pregonaban los pasos de los trasnochadores furtivos, quienes rogaban que enmudecieran. Es su pueblo, y él no renegará de su hijo, a pesar de numerosos forasteros.

¿Y si ha cambiado? Treinta años son muchos, y él ha sido testigo de abundantes innovaciones. Si bien acontecieron en tierras extrañas, no encuentra razón de que no se repitan en la propia. ¿Qué sucederá si el pueblo es otro, lleno de un modernismo que no alcanza su imaginación? ¿Y si se han desvanecido las estampas de su evocación? Entonces, valdría igual un sitio que otro, sin justificación alguna para quedarse en éste. Si la añoranza no se retribuye, ni merece un premio, ¿qué le ofrecerá su pueblo?

Distingue las primeras casas, que surgen anticipándose a su recuerdo. Aquello era campo, sembrados y árboles espaciados. Significa la primera refutación a su retentiva. ¿Qué otras sorpresas le deparará el centro, la calle en la que jugó de niño, aquel solar donde descubrió el primer seno?

El tren aminora su marcha, y las casas llenan los ojos del viajero. Mucho se ha actualizado su pueblo. Baja la maleta de la canastilla, y arrastra sus pies por el pasillo. Nadie, de los que bajan, le es familiar, y no recibe un saludo.

La estación está remozada, y huele a pintura fresca, la que durante bastantes años le fue ajena. El hombre se sienta en un banco, y deja la maleta en el suelo. Enciende un cigarrillo, y espera a que los vagones le permitan ver el otro lado de la vía, y se le revele un panorama allegado. El tren se aleja, y él continúa sentado, inmerso en sus pensamientos.

Lentamente, cuando la colilla le quema los dedos, se incorpora y acude a la ventanilla. No se atreve a enfrentar la realidad, y se resigna a que el pasado se conserve intacto en su memoria. Con voz tenue, pregunta a qué hora pasará un tren que le aleje de sus sueños.

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Copyright ©Erlantz Gamboa, 1999
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Fecha de publicaciónJunio 1999
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